La protagonista del rescate del idioma yagán
<P>Cristina Calderón tiene 83 años y es la última hablante yagán. Mientras ella se preocupa de conseguir dinero para pasar el frío en Puerto Williams, su familia busca maneras para conservar la lengua y las tradiciones de una cultura con más de 6.000 años.</P>
Cuesta que Cristina Calderón, la última hablante yagán, diga algo en su idioma originario. Piensa la frase, parece que la va a decir y luego se queda en silencio.
Sentada en una ruca turística hecha de madera y construida en Villa Ukika, para que los pocos descendientes de yaganes que quedan en Puerto Williams puedan vender sus artesanías, mira por la ventana hacia el canal Beagle. Afuera está nevando y el suelo está escarchado. El agua que se ve al fondo está revuelta y el cielo está de color gris. Cristina, a sus 83 años, mira de frente y dice: "Yo le voy a decir la verdad. Cuando a mí me vienen a entrevistar no me gusta, porque yo digo: '¿Por qué quieren saber cosas mías y no me ayudan ni un poco?' Así es que, para qué, me pregunto. ¿Para que lo que yo viví lo tengan ellos nomás? Y no puede ser así, porque me tienen que ayudar. Tengo mi casita, que quiero que me arreglen, hay partes que gotean cuando nieva y la entrada, ¿la vio? Está que se cae".
En Villa Ukika, en el centro de Puerto Williams, en la Región de Magallanes, Cristina vive en una casa que por fuera parece un jardín infantil pintado con motivos coloridos. Por dentro tiene un pequeño living y una estufa que tira bocanadas de aire caliente. En el suelo hay cáscaras de naranja tiradas y el techo blanco tiene notorios signos de humedad. Sobre el sillón donde se sienta Cristina a recibir a los investigadores, fotógrafos y periodistas de distintas partes del mundo que la visitan continuamente, hay una fotografía de su padre yagán. Un hombre que mira a la cámara, con pintura en su rostro y con un báculo en su mano derecha. La foto parece el súmmum de la tradición yámana. Pero no, la foto no es real.
Según cuenta Cristina, le pidieron a su padre que se tomara esa foto vestido o, más bien, desvestido. Cristina nunca ha andado sin ropa. Es más, cuando se lo han preguntado, dice que se ofende. Una vez que le preguntaron "¿Qué come usted?". "¿Que qué como yo?, respondí. ¡¿Pero cómo no sabían que en el 30 ya había comercio y ropa igual que ahora?!", dice.
En esa misma villa, y al lado de Cristina, viven cerca de 70 descendientes yaganes o yámanas, como también son conocidos. Todos en casas parecidas a la de ella, con perros lanudos en las entradas y el suelo barroso en los frontis. En la villa, a las siete de la tarde no hay nadie afuera. El frío arrecia y el cielo está totalmente oscuro. En el lugar hay una plaza con juegos de plástico amarillos. Hasta 1920, estos descendientes y otros más vivían en bahía Mejillones, hacia el lado norte de Puerto Williams, pero "los yaganes salieron de ahí empujados, fundamentalmente, por la Armada de Chile que, por decisión de Estado, buscaba conformar un pueblo junto a la nueva base naval de Puerto Williams, en la ribera sur del canal Beagle", explica Alberto Serrano, director del Museo Martín Gusinde de Puerto Williams.
Ahí se concentraron los descendientes de un pueblo que viajó entre los canales y aguas más frías del extremo sur de América por seis mil años. Navegaban semidesnudos, embadurnados con grasa de ballena y pintados de blanco y negro. Algo que, mirando el paisaje, lleno de hojas escarchadas, charcos de agua cristalizados por las bajas temperaturas y lluvias intermitentes, se hace casi incomprensible con los ojos de hoy.
Cristina dice que tampoco lo entiende. Es más, dice que a ella nunca le gustó esa vida, ni el mar, ni los pescados. En su infancia alcanzó a navegar sobre canoas. "No me gustaba andar en esos viajes. Tenía nueve años cuando viajábamos y hasta ahora no me gusta. Con mi prima íbamos a cazar nutrias a Yendegaia y no me gustaba. Yo le decía que pasaba mucho frío y que cuando fuera grande nunca me iba a casar con un yagán, porque no quería andar así. Había que remar todo el día y luego hacer esas rucas, y al otro día lo mismo ¡Uh, qué trabajo!", recuerda. Y así fue. Cristina se casó con tres hombres y ninguno era yagán. De todos enviudó. Y con ellos tuvo nueve hijos.
De su descendencia nacieron 14 nietos. Pero con la sucesora que ha estado más cercana en el último tiempo es con Cristina Zárraga. Ella se interesó por recuperar sus costumbres, la siguió y recopiló material, mucho después de los trabajos de investigación que se habían hecho a su tía abuela Ursula (que falleció en 2003), en los trabajos de Patricia Stambuck u Oscar Aguilera.
Quienes conocieron a Ursula dicen que hasta sus últimos días se subía a navegar por los canales, que tejía cestas con juncos, que cantaba canciones en su lengua natal y que a quien le pidiera le contaba un cuento en yámana. Pero a Ursula poco la conocieron fuera de Puerto Williams. Cristina, en cambio, fue declarada hija ilustre de Magallanes, nominada a las 50 mujeres del Bicentenario y reconocida como Tesoro Humano Vivo en 2009, como parte de un programa de la Unesco para salvaguardar el patrimonio inmaterial, impartido en Chile por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA).
Antes del premio, nieta y abuela trabajaron en un libro llamado Hai Kur Mamashu Shis (Quiero contarte un cuento), que recogía de boca de Cristina las historias de las últimas hermanas hablantes yámanas. Y tras el reconomiento como Tesoro Humano Vivo, la relación entre ambas maduró: obtuvieron fondos para hacer talleres a niños en la zona austral. Ahí aprendieron palabras y frases en yámana, que ilustraron a través de grabados y que fueron publicados en el Pequeño diccionario yagán. Hay imágenes de pájaros, lobos marinos y zorros. Palabras que significan viento, perro, lechuza e, incluso, alma. También incluye un CD en el que se escucha la voz susurrante de Cristina repitiendo cada expresión, dándoles vida nuevamente.
"Las palabras no son solamente significado, son transmisoras de sentidos profundamente arraigados en una cultura particular", afirma Macarena Barros, jefa del Departamento de Ciudadanía y Cultura del CNCA.
Pero antes de que hubiera personas que recorrieran miles de kilómetros para conocer la lengua de Cristina, el yagán ya había empezado a enmudecer con la muerte de los ancianos y el desconocimiento de los más jóvenes.
En Villa Ukika, Mauricio, uno de los hijos que vive con Cristina y que le prepara su almuerzo en una cocina de paredes verdes y sin luz, asegura que entiende algo. Eugenio, que también vive ahí, no habla ni entiende el yagán. Lidia, la hija de su último matrimonio, dice que le interesa la lengua, pero que no la habla.
Unas casas más allá está Martín González, que es hijo de Ursula, la hermana de Cristina. Con paso lento, abre la puerta de la ruca turística y se sienta al lado de una ventana que da hacia el Beagle. Al lado de él hay una canoa de tres metros, que hizo con sus manos. Cuenta que está tratando de reescribir el idioma y que junto a su esposa, que es kawéshkar, están intentando recopilar información, para que la lengua no se pierda: "Ahora es un poco tarde, pero hay que hacer lo que se pueda", dice.
Aunque aún se conservan las prácticas artesanales, "la transmisión (del lenguaje) sufrió un crucial quiebre con la instalación de la base naval de Puerto Williams y de la escuela e internado, donde fueron incorporados los niños de las últimas familias yaganes. Eso frenó la transmisión, producto de la discriminación ejercida hacia las familias", dice Serrano.
Cristina cuenta que no le enseñó a hablar a ninguno de sus nueve hijos, "porque como mis maridos no eran yaganes, no tenía con quién hablarlo. No iba a estar hablándolo sola", dice entre risas. Pero su hija Lidia cuenta otra historia: "Había un director en el colegio que, cuando llegaban a sacarnos fotos, nos ponía adelante y decía: 'Ellos son los indios', y no nos explicaban ni por qué. Y los niños en el recreo se burlaban de nosotros. Por eso nunca quise aprender", dice Lidia.
La artesanía es lo que más queda de las tradiciones. En primavera, en las zonas de turba crecen los juncos, que las mujeres extraen para hacer canastos o paneras, con un trabajo similar al que se hace con mimbre. Mucho tiempo se había dejado de lado esta práctica, pero Cristina cuenta que la retomó porque le ayudaba a abultar los $ 110.000 que dice recibir de pensión. "Cuando empezaron a venir los turistas, ahí sí que nos pusimos a tejer. Fue por una necesidad económica", dice.
En su casa, con una estufa a leña prendida con tanta potencia que dan ganas de estar en polera, Cristina se sienta en su sillón de cuero café, suspira y se queja por no tener una "piececita" para ella y con espacio para hacer sus artesanías. "Tú ves que mis hijos están acá todo el tiempo. ¿Dónde me pongo yo a trabajar?", dice. La anciana, de pocos dientes y ojos como dos porotos negros, se echa cansada hacia atrás y cuenta que en estos tiempos en donde cuesta mucho dinero vivir, mantener la tradición y trabajar para recuperar el idioma se hace complicado: "Es difícil mantenerlo y es difícil vivir acá. Mis chicos y mi marido iban al monte y cortaban leña. Ahora no, hay que pagar la luz, el agua, la leña, el gas".
En Mejillones, cerca del cementerio yagán, se puede ver una reproducción de un chiejaus (ruca) escondido entre el bosque de lengas. Es alto y profundo, como una gran semilla partida por la mitad y puesta boca abajo sobre el suelo. En lugares así vivían, se iniciaban y festejaban los yaganes. Desde lugares así salían a alimentarse con lo que les daba el agua, prendían fuego con la madera del bosque y se abrigaban con el cuero de los mamíferos marinos. La última vez que ella entró en un chiejaus, según cuenta, fue a ver el funeral de un niño que murió en 1936. Casi 75 años después, la única hablante viva de su cultura se concentra en pagar cuentas, vestirse y vivir una rutina no muy distinta a la de cualquier persona en Puerto Williams.
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