La rápida fama de la hermana del Papa
<P>María Elena Bergoglio lavaba los platos en su casa en el Conurbano de Buenos Aires, cuando la tarde del miércoles 13 su hermano apareció en el balcón de la Basílica de San Pedro. Al verlo, rompió en llanto. No paró y tampoco de sonar su teléfono ni su timbre. A esa casa donde vive con su hijo, algunos gatos y un perro, nos invitó a pasar. Allí contó que lo primero que pensó fue: "Pobre Jorge, va a tener que pasar por una infinita soledad". </P>
La mujer tiene 65 años, pelo blanco, medias marrones y ojotas gastadas. En la puerta de su casa, José, su hijo menor, le sostiene la mano mientras dos italianos jóvenes y de brazos tatuados se arrodillan a sus pies y le ruegan un sí. "Per favore bella, per favore", repiten a dúo. Ella sonríe y dice que no, que su casa es peor que Kosovo. Ellos le prometen cocinarle los mejores platos de la cocina italiana durante un año si los deja entrar. En la calle hay un patrullero, un taxi con camarógrafos de la televisión y un auto plateado que espera a los italianos. Un grupo de chicos con guardapolvo se asoma desde la ventana de enfrente y larga carcajadas. Los italianos siguen arrodillados e imploran con las manos en alto: "Mamma, per favore donna querida". Le juran que sería un regalo de Dios tomar un café con ella en el living de su casa. Son las dos de la tarde y la gente del barrio duerme la siesta. Es una zona de construcciones bajas, veredas rotas y perros que rompen las bolsas de basura para buscar comida.
Hasta hace unos días, María Elena Bergoglio era un ama de casa como cualquier otra. Ahora su teléfono suena sin parar y la puerta de su hogar del Conurbano bonaerense está rodeada de periodistas, fotógrafos y cristianos desesperados por conocer la intimidad de la hermana del Papa Francisco.
Jorge Bergoglio nació el 17 de diciembre de 1936 en el barrio porteño de Flores. Su padre era contador y su madre ama de casa. Tenía cuatro hermanos, la única viva es María Elena. Cuando terminó el colegio secundario, entró al seminario jesuita. A los 33 años era sacerdote, a los 37 presidía la Compañía de Jesús en Argentina. Hoy es el Papa Francisco. El 266 de la Iglesia Católica, el primero jesuita y latinoamericano. Y con su nombramiento, transformó a María Elena en la diosa del Conurbano.
El miércoles 13 de marzo, a las 19.06 de Roma, salía humo blanco de la chimenea instalada en la Capilla Sixtina: los cardenales reunidos habían elegido al sucesor de Benedicto XVI. Más de 10 mil personas esperaban bajo la lluvia a que se anunciara el nombre del Papa elegido. Mientras, en Argentina, eran las 15.06 de un día soleado y María Elena lavaba los platos y limpiaba la cocina con la televisión encendida de fondo. Treinta minutos después, un pesado telón de terciopelo se abrió y dejó al descubierto una habitación iluminada. Desde el balcón de la Basílica de San Pedro, Jorge Bergoglio saludaba al mundo. "Yo estaba haciendo lo que toda mujer hace en su casa: limpiar, cocinar, lo normal. Cuando escuché el Habemus Papam me instalé frente al televisor. Ni se me ocurría que iba a ser mi hermano, él no quería ser Papa, antes de subir al avión me llamó y me dijo: 'Chau nena hablamos a la vuelta'. Lo vi salir al balcón y casi me muero. Me largué a llorar y no paré, la emoción me superó", cuenta María Elena, quien desde ese momento no paró. "No he podido meterme dentro de mí misma. No he podido elaborar que mi hermano es Papa. El teléfono y el timbre suenan todo el tiempo, no puedo hacer otra cosa. Incluso perdí la noción del tiempo, a la noche apoyo la cabeza en la almohada y caigo muerta".
Lo primero que pensó al ver al nuevo Papa saludar a los 1.200 millones de católicos del mundo fue: "Pobre Jorge, va a tener que pasar por una infinita soledad". María Elena tiene los ojos del Papa Juan Pablo II grabados en su memoria. A pesar de los años, no puede olvidar el día en que lo conoció y, al levantar la vista mientras le besaba el anillo, vio en su mirada una profunda soledad. "No importa que estén con gente todo el día, los Papas están solos", dice. Ella, al contrario, está siempre acompañada. Sus hijos, Jorge y José, le sostienen la mano, atienden el teléfono y le preparan la comida. "Es para sacarse el sombrero lo que están haciendo por mí. Todo esto es peor que un tornado, peor que un tsunami. Ellos me ayudan mucho, almuerzo porque me cocinan, sino ni tiempo de eso tendría. Ya me estoy mal acostumbrando a que me atiendan, me siento una reina", dice.
La casa de María Elena es oscura. Las persianas están bajas y las ventanas cerradas. En el piso de azulejos marrones del comedor se acumulan polvo y pelos de animales. Hay un perro que ladra y rasguña del otro lado de la puerta. Está encerrado. Hay gatos que saltan y se refriegan entre las piernas doloridas de la mujer. Hay ropa que cuelga de una soga delgada en el jardín del fondo. Hay una virgen de madera sobre un tronco rodeado de piedras. "Ese tronco es de un árbol que cortaron acá en el barrio y la Virgen no sé de dónde vino, pero estaba en nuestra casa cuando éramos chiquitos", dice María Elena con un cigarrillo en la boca. Tiene una tos rasposa que le interrumpe cada frase, por eso había dejado de fumar, pero desde que su hermano pasó a ser Francisco no pudo aguantarse. "Estoy fumando como una desgraciada, un atado y medio por día. Con la noticia me agarré otra vez al cigarrillo". Su hijo Jorge le acaricia la nuca y dice que en un rato va a estar la comida: hamburguesas con papas. Jorge es el mayor, el que vive con ella. Es un joven alto y flaco, de pelo castaño recogido hacia atrás, barba tupida y ojos bondadosos. Parece Cristo. Dice que su tío, cuando él era bebé, le mojaba el chupete en vino o whisky para que no llorara y que a los seis meses le daba costillas de chancho para que se entretuviera. "Son muy lindos recuerdos -dice María Elena-. El Papa siempre fue muy gracioso, lo hacía para embromar y se mataba de risa".
Sobre la mesa del comedor están los diarios de los últimos días, todos tienen a Jorge Bergoglio en la tapa y esperan que el huracán pase para poder ser leídos. También, además de un cenicero lleno de colillas, un par de cartas sin abrir y una agenda bíblica del 2013, hay fotos familiares. Hay una de la primera comunión del Papa Francisco. El niño, vestido de blanco, impecable, le da la mano a su hermano mayor y sonríe para la cámara. Tiene el pelo tirante hacia atrás, los ojos grandes y luminosos. Parece feliz. Hay otra de cuando fue consagrado cardenal en el año 2001. También tiene el pelo tirante hacia atrás, pero no le da la mano a nadie. Tiene los ojos cansados, pequeños y la mirada ausente, como si estuviera en otro lado.
María Elena enciende el televisor -un cuadrado viejo de 20 pulgadas-: el Papa Francisco recibe a la Presidenta Cristina Fernández de Kirchner en el Vaticano. Juntos son un yin yang. Ella de negro, él de blanco. Ella tiene voz potente, él susurra. Bergoglio y el Gobierno Nacional siempre estuvieron enfrentados. El actual Papa se opuso a la entrega gratuita de anticonceptivos, a la ley de matrimonio igualitario y a otras políticas sociales impulsadas por el oficialismo. Cristina Fernández de Kirchner, en respuesta a la campaña que la Iglesia realizó en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, acusó a Bergoglio de adoptar una postura "de tiempos medievales y de la Inquisición". Pero ahora eso no importa. Los dos sonríen e intercambian regalos y gestos de cariño frente a las cámaras. María Elena mira la pantalla con atención.
-¿Y usted qué opina de la Presidenta?
-Mejor eso no te digo, mirá el sombrero negro que se puso -contesta-. A mí las críticas no me molestan, cada uno piensa como quiere y hay que respetar. Pero me molesta cuando se dicen cosas que no sirven para construir y sólo destruyen.
El ex general Benjamín Menéndez -ícono de la represión ilegal durante la dictadura- y otros 44 acusados por violaciones a los Derechos Humanos lucieron cintas con los colores del Vaticano durante el juicio que los represores enfrentan en la Provincia de Córdoba. Un gesto que fue interpretado como un respaldo a las acusaciones que las Madres de Plaza de Mayo y el Centro de Estudios Legales y Sociales hacen a Bergoglio a quien apuntan como cómplice en algunas desapariciones. Federico Lombardi, portavoz del Vaticano, dijo que las denuncias "muestran elementos anticlericales del ala izquierdista que acostumbra atacar a la Iglesia". María Elena dice que su hermano no abandonó a nadie, que ayudó a muchísima gente que era perseguida y que no sabe más nada, porque Jorge siempre fue muy reservado.
El martes 19 de marzo a las 9.00 de Roma, Francisco recorre la Plaza de San Pedro en un papamóvil descapotable, saluda a sus millones de fieles y dice que el verdadero poder del Papa es el servicio. Media hora después, recibe el anillo del pescador y el palio de lana, símbolos del poder pontificio, y asume frente a más de 250 mil personas. Mientras, en Buenos Aires son las 5.30 y una multitud sigue la asunción en una pantalla gigante frente a la Catedral Metropolitana. Ríen y lloran abrazados, orgullosos como si se tratara de un triunfo personal. Los noticieros pasarán durante todo el día notas sobre la historia del mate del Papa, el cartonero que acompañó al Papa, la maestra del colegio al que fue el Papa y hasta los zapatos del Papa. Las iglesias se llenarán de gente que reza, se confiesa y compra estampitas, pósters, rosarios y estatuas con la imagen de Francisco. Muchos porteños y asociaciones defensoras de los derechos civiles cuestionarán que en las escuelas laicas se decrete asueto por un acto católico y dirán que la medida viola la neutralidad religiosa. María Elena, con un cigarrillo en la mano, una manta sobre los hombros y su perro callejero en los pies, mirará la misa por televisión y le pedirá a Dios que Francisco siga siendo su hermano Jorge. Y que no se sienta muy solo.
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