La soledad del afilador

<P><span style="text-transform:uppercase">[ OSVALDO MARTINEZ]</span> afila cuchillos desde hace más de 30 años. Aunque no le quedan muchos clientes, sigue contento haciendo su trabajo, porque más que un empleo, para él esto es una terapia. </P>




Osvaldo Martínez tiene 69 años y todos los días camina cerca de 30 kilómetros, acompañado de un caballete de metal hecho a mano, un esmeril mecánico y una piedra de afilar, recorriendo los barrios del sector sur de Santiago. San Bernardo, Puente Alto, La Pintana y El Bosque, son algunas de las comunas por donde este afilador de cuchillos y tijeras, deambula.

Pero no todo es esfuerzo y sacrificio en su oficio. Osvaldo reconoce que se divierte mucho cuando en el camino se encuentra con gente que le hace bromas: "¡Es la risión cuando paso yo! '¡Arráncate que viene el afilador!', le dicen los hombres a sus señoras cuando me escuchan venir, y todos se largan a reír. En todos lados es lo mismo, no falta el que hace un comentario en doble sentido". "¡Cuando paso por la feria es mucho peor! Me río no más, y los dejo, pero la gente no sabe que la palabra no es así, la palabra es 'vaciador de cuchillos'. Hay veces en que prefiero no gritar '¡el afiladoooooor!' y mejor grito que se arreglan cuchillos y tijeras, porque sirve solamente para que lo agarren pal leseo a uno", cuenta el afilador.

Osvaldo lleva más de 30 años en este oficio, al que llegó por casualidad, después de un largo período de cesantía. "Lo que pasa es que yo nunca trabajé apatronado, siempre fui independiente. Trabajé en ferias libres, vendí pasteles, fui cartonero. Nunca fui al colegio, entonces no me quedaba otra que trabajar así", cuenta. Y agrega: "Una vez que estaba sin pega, con cinco hijos que mantener, un amigo de donde yo vivía, en la Santa Adriana, allá en Lo Espejo, me dijo que por qué no me dedicaba a afilar cuchillos y tijeras, que era un buen negocio. Y como a mí me gustaba caminar mucho, imagínese que yo salía caminando de La Vega, ahí en Mapocho, cargado con mi carretón de mano y llegaba hasta Fernández Albano, en La Cisterna, entonces me venía como anillo al dedo".

Según cuenta Osvaldo, en los años 60 ser afilador era un buen negocio, y gracias a este trabajo él pudo mantener a sus ocho hijos y comprarse una pequeña casa. Sin embargo, con el tiempo y con cuchillos y tijeras chinas tan baratos, un afilador tiene cada vez menos clientes, y hay veces en que Martínez no aguza un cuchillo en toda la jornada. Pese a todo, su hijo Pablo (33), siguió su camino, y, al igual que su padre, sale a recorrer las calles todos los días, con la esperanza de conseguir algo para el sustento diario.

"Tengo hartos clientes fijos y a ellos les hago precio. Y aunque no gano mucho, no me aburro de caminar, y tampoco me lamento, porque me ayuda para distraerme. En la casa uno se estresa de estar solo, yo me separé hace unos años y miro la casa, no hay nadie más, sólo recuerdos, y caminar es la mejor terapia para mí, sino se pasan tan re lentos los días", dice, con nostalgia, Osvaldo.

De lo que sí se queja, es que desde que apareció el Transantiago, su negocio se ha limitado bastante. "Es que en la micro ya no puedo andar, porque los del Transantiago no me permiten la subida con mi máquina, y sin mi máquina no soy nada. El Transantiago me arruinó el negocio. A veces camino hasta La Pintana, y ahí tomo la Peñaflor, esas micros antiguas que todavía quedan, y ellos me llevan a Puente Alto o Las Vizcachas", señala. "También voy a Rancagua en Metrotren, o si no lo tomo pa Estación Central, y ahí me meto por Exposición o subo por Matucana hasta San Pablo y me doy algunas vueltas, no muchas eso sí, porque tengo que alcanzar el último tren para volver", agrega, mientras se aleja tocando su miniflauta de plástico.

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