Las sombras que dejó Sergio Larraín

<P>En 1978, Sergio Larraín decidió desaparecer en un pueblo escondido al interior de Ovalle. Dejaba atrás una vida glamorosa en la que sus imágenes eran publicadas en revistas como Paris Match y él tenía el privilegio de ser el único chileno de la agencia Magnum. Fue justamente en Tulahuén, perdido en el norte chileno, donde el fotógrafo murió la semana pasada. Fuimos hasta allá. Sus amigos y su hijo reconstituyen la vida y rutinas del artista en estos años. Y muestran, en exclusiva, sus últimas fotos. </P>




La prohibición decía que nunca podría hablar sobre él, su padre. Que cada vez que alguien le preguntara por el paradero de Sergio Larraín, aquella figura mítica de la fotografía chilena, él, Juan José Larraín, el hijo, debía contestar con la única respuesta que su padre le había permitido.

Y esa no era más que el silencio.

La regla había perdurado toda su vida y, al menos hasta que Sergio falleció, a los 81 años, el 7 de febrero pasado, Juan José podía decir que había cumplido. Que nadie llegó hasta la casa y al mundo que su padre mantuvo en Tulahuén, un remoto pueblo de la Cuarta Región, por un descuido suyo.

Juan José era el medio a través del cual el mundo trataba de acercarse a Larraín y, al mismo tiempo, el mecanismo que Larraín eligió para no permitir que el mundo llegara hasta él. Porque Gregoria, la otra hija de Sergio y media hermana de Juan José, no vivía en Tulahuén.

Por eso cuando llegamos hasta su casa preguntando por su padre, Juan José contestó con preguntas evasivas que, de alguna forma, lo tienen que haber devuelto a la regla paterna. A ese hombre que había enterrado hace tres días, pero que seguía pauteando sus respuestas y que quiso regir su vida.

-¿Qué quieren saber?

-Que nos cuentes sobre tu padre. Sobre la vida que llevaban aquí.

-Prefiero que no. Estoy de luto, lleno de papeleos. Mi esposa se fracturó la pierna y después se murió mi papá. Ha sido una semana difícil.

-Pero tú eres el único que nos puede contar de verdad cómo era.

Juan José, que salió de su casa desprevenido, con bermudas y sandalias, levantó la vista.

-Viví con él acá desde los cinco años. Sí, yo puedo decirte cómo era.

Tulahuén es un poblado de casas de adobe, que suena a rancheras todo el día y donde casi todos se apellidan González. Más que un pueblo, es la comunidad de 1.815 personas que decidieron vivir entre el río Grande del Valle del Limarí y el único camino de alquitrán que cruza los pueblos al sureste de Monte Patria.

Tulahuén es un lugar donde no hay semáforos ni cajeros automáticos ni veredas, en el que la gente gasta los días sentada bajo la sombra del porche, mirando cómo pasan las camionetas y los buses hacia Ova-lle, distante a 80 kilómetros.

A ese lugar, al final del callejón de los guindos, llegó Sergio Larraín en 1978. Y compró las 2,5 hectáreas que vendía Dominga Lomboy, una antigua amiga. La llamada había llegado cuando Sergio aún vivía con Juan José en Viña del Mar y los dos viajaban de Arica hasta Chiloé buscando un lugar donde el ex fotógrafo de Magnum pudiera perderse sin dejar rastro. Porque ese era el objetivo final de Larraín: perderse.

Su padre, recuerda Juan José, quería pasar la última etapa de su vida alejado de la sociedad, el desarrollo y la fastuosidad de la civilización, para revivir los veranos felices que pasaba de niño en el campo de su abuela materna en San Vicente de Tagua Tagua.

Por eso, en cuanto el teléfono sonó donde su vecino en Viña para avisarle que el terreno estaba en venta -él nunca quiso tener teléfono en su casa-, Sergio llevó a Juan José hacia la nueva vida que ambos vivirían.

Ese viaje, donde buscó desprenderse de su pasado como fotógrafo del New York Times, Paris Match y Life, podía entenderse como consecuencia de una serie de sucesos tristes: la muerte de su hermano menor, en la década del 50; el viaje posterior que su familia hizo a Europa, donde Larraín sintió que el mundo de opulencia en que había crecido era falso; su experimentación con el LSD; su paso por el culto de Oscar Ichazo en Arica, durante 1968; y el allanamiento que militares hicieron a una casa que tenía en El Arrayán, después del golpe, cuando Juan José recién cumplía dos meses.

Todo eso llevó a Larraín a convencerse, en 1978, de que su presente no podía estar en las figuras fantasmagóricas o en las sombras saturadas que eran la marca registrada de su estilo fotográfico. Que su vida tenía que encontrarla en la pintura de paisajes, la escritura para resolver el mundo y el yoga en su casa en Tulahuén, que miraba el río y donde no aceptaba muebles, televisión ni música que no fueran las composiciones barrocas de Bach.

Sergio Larraín transformó esa casa, en el callejón de los guindos, en un templo donde pocos tenían el privilegio de entrar. Aunque para Juan José aquel lugar se convirtió en otra cosa: un rincón de adobe del que algún día tendría que arrancar.

La imaginación de Tulahuén se preocupó de inventar cosas que Sergio Larraín no se molestó en explicar. Por el pueblo podían escucharse historias como que el fotógrafo caminaba desnudo por su campo, que tenía una pieza pintada negra y que convivía con una gran serpiente.

Si mitos así corrían, era porque Larraín sólo salía de su casa un par de días a la semana, primero en citroneta, después en bicicleta y finalmente caminando, para hacer lo mismo: dejar las cartas que escribía en la sede de la cooperativa de Tulahuén para que las mandaran a la oficina de correos en Ovalle o para comprar en el almacén Santa Alicia, del matrimonio de Raquel y Arturo Castillo, una lista que no variaba. Pedía cereales, verduras, frutas y nunca, en 32 años, pidió fiado.

Aunque también había días en que regalaba cosas.

Una vez, recuerda Raquel, Sergio llegó con un cuadro al óleo que pintó: un florero lleno de flores amarillas, secándose sobre una mesa al lado de una ventana. La pintura quedó en la casa de Raquel, quien sólo ahora comprendió quién era ese hombre, "sólo ahora nos hemos dado cuenta de la fama que tenía".

La familia Villalobos Cortés, vecina de Larraín, también recibió paisajes al óleo. A ellos, que prefieren no dar sus nombres, sólo les llamaba la atención la vida modesta del hombre con el que sólo intercambiaron saludos y que no hacía nada por cortar los espinos y la maleza que crecían libres en su patio.

Larraín, en la memoria de los tulahueninos, era un hombre que hablaba poco, que alguna vez intentó hacer clases de yoga en la cooperativa y en la escuela básica del pueblo. Sólo que cuando lo intentó, no pudo aguantar las risas que los mantras y las posiciones extrañas les producían a los vecinos.

Por eso eligió formas silenciosas de ayudar al pueblo que él esperaba que nunca se desarrollara ni dejara el anonimato: todos los meses, cuenta María Narea, de la cooperativa de Tulahuén, donaba $ 5.000 para que se regara la plaza.

Y cuando llegó, les abrió una cuenta corriente en Ovalle, con 15 mil pesos de la época, a 10 personas de escasos recursos de Tulahuén. El compromiso era que ahorraran para poder mantener un huerto y vivir una vida autárquica y sustentable, lejos del consumo o del capitalismo.

-También nos regalaba unos libritos -dice María Narea-. Los hacía él, eran bien divertidos. Déjeme ir a buscar uno para mostrárselo.

Lo que María trae es un libro pequeño, como de bolsillo, publicado en agosto de 2008, en una edición propia y autofinanciada de mil ejemplares, donde Larraín incluyó textos fragmentados en máquina de escribir, mezclados con dibujos, donde explicaba cómo plantar un manzano; citaba a Buda y decía que "no hay más salida que la sana".

-Son como locos- dice María.

El profesor Daniel Valenzuela recuerda el día que salió con su hijo hacia el río Grande y se encontró con un tipo delgado, que pintaba paisajes al lado de un niño y que, sin haberlo visto antes, le dijo que estaba "hastiado de la sociedad y que había venido aquí a descansar".

Valenzuela era un cristiano adventista que había llegado a hacerse cargo de la escuela básica. Quizás por eso Larraín aceptó hacerlo parte de su mundo y sus teorías, que incluían pensamientos como que había que reducir la tasa de natalidad: controlarla con asistentes sociales, para que no nacieran niños que no fueran producto del amor.

Larraín, en confianza, también decía cosas como que los países no deberían ser liderados por políticos, sino por grupos interdisciplinarios, que incluyeran desde científicos hasta obreros.

-Para Sergio, la antigüedad era poder, sabiduría -dice Valenzuela-. Entonces, yo le decía que leyera la Biblia, que es el libro más antiguo y donde está toda la sabiduría. Y él me contestaba "puede ser, pero hay libros más antiguos".

En esos ratos que compartieron en la casa de Larraín, sentados en colchones frente a una pequeña estatua de Buda, o caminando por el patio, Daniel entendió por qué su amigo estaba decepcionado de la religión, la política y por qué incluso se oponía a que llegaran autos a Tulahuén.

-Una vez me contó cuando lo mandaron a fotografiar el matrimonio del Sha de Irán. Me dijo "te mueres la fastuosidad, los excesos de la boda. Y después tener que volver a París, que era más pompa aún. Todo eso es falso. Esta es la felicidad".

Después, Larraín agarró un damasco de un árbol y se lo mostró a Valenzuela. "Este es el Edén", le dijo.

Hay otras tres personas que conocieron bien a Larraín en Tulahuén. Uno es Haroldo Villarroel, que trabajó como mediero en el campo del fotógrafo desde los 15 años y a quien Larraín le regaló su primera bicicleta a los 17. Otro es Riter Iriarte, técnico agrícola que siguió el yoga, la idea del cultivo autosustentable y que acompañó a Larraín durante sus últimos días en la casa de Ovalle, cuando sorteaba su hipertensión pintando en la Plaza de Armas por la mañana y comiendo sándwiches de pollo con morrón por la tarde. El tercero es su hijo Juan José.

Una semana después de enterrar a su padre, Juan José Larraín pudo decir que no fue fácil ser hijo de Sergio. Que nunca lo trató como a un niño, que siempre fue demasiado estricto, que nunca quiso que se separara de su lado. Que en su casa el yoga era una obligación, que a los cinco años tuvo que ser él quien le pidiera a su padre que lo metiera al colegio. Y que nunca pudo vivir una existencia normal, que incluyera ver los monitos animados de la tele.

Juan José, sentado en la plaza que su padre ayudaba a regar, asoma una verdad que el resto de Tulahuén sólo intuía, cuando al preguntarles por el hijo de Sergio a las señoras del pueblo, éstas sólo decían que era demasiado callado. Que era como un "niño bonito, pero dañado".

La verdad es que mientras el resto de sus compañeros de escuela llevaba vidas normales dentro de la ruralidad, Juan José era una especie de prisionero de la celda moral que era su hogar, donde pocas veces se celebraban cumpleaños y donde le tocó presenciar cosas duras que no quiere entrar a explicar.

-Mi viejo me hizo cosas duras, que no voy a contar. Pero era difícil. Me decía que en Santiago los niños no sabían qué era lo real. Que no sabían que la comida venía de la tierra. Que pensaban que los huevos y la carne salían del supermercado. Y para mi gusto, ver todo eso fue demasiado real. Quizás habría preferido pensar que la carne viene del supermercado.

Juan José hace una pausa.

-Yo le decía las cosas a la cara cuando nos peleábamos. Yo creo que él me respetaba. Aunque según el resto, él me tenía miedo.

Mientras todo Tulahuén veía a Larraín como un viejo de pocas palabras, adentro de la casa del callejón de los guindos, padre e hijo peleaban en una convivencia difícil, que hizo que Juan José jurara dejar el pueblo en cuanto cumpliera 18. Lo que quedaba, por mientras, era escaparse subiendo el cerro Tulahuén durante un día junto a Haroldo, acampar allá arriba de noche, recorrerlo y volver tres días después. Lo que le quedaba a Juan José era la pena de sentir que le había faltado una madre -Paz Huneeus lo había dejado cuando él era muy pequeño- y juraba que en cuanto pudiera, saldría a buscarla a Estados Unidos.

-De mi padre aprendí algunas cosas -dice-. Me enseñó fotografía, a revelar en la pieza oscura que teníamos en la casa. Me gustaba ese oficio, pero entendí que nunca podría dedicarme a eso. Era mucho el peso de mi apellido. Nunca podría sacarme la sombra de mi papá.

El día de partir le llegó a Juan José en cuanto terminó el colegio, a pesar de que Sergio le decía que no partiera al mundo del que había intentado protegerlo. Tomó un avión a Nueva York, encontró a Paz, su madre, y no volvió por siete años. A veces le escribía cartas a su padre.

Juan José dice que ese viaje le sirvió para empezar a encontrarse. Pero también entendió lo difícil que era adaptarse. Que quizás encontrarse con ese mundo después de estar 18 años en Tulahuén, no era lo mejor. Entonces, volvió un día de 2001 al callejón de los guindos y se encontró con Sergio y Haroldo esperándolo con un asado. Y entonces Juan José se quedó en el pueblo, pero en otra casa.

Así, con una convivencia geográficamente cercana, pero afectivamente distante, pasaron 11 años. Juan José se casó, tuvo un hijo, se separó y volvió a emparejarse.

Entonces llegó esa llamada de Oscar Gatica, el asistente de yoga que tenía Larraín padre, diciendo que se apuraran y que le trajeran un casete de David Ogalde, un arpista de La Serena que Sergio disfrutaba.

Pero Juan José, que viajó en su camioneta con Haroldo, no llegó a tiempo.

Cuando entró a la casa, su padre yacía sin vida, acompañado de Gatica, que junto a Haroldo lo limpiaron y lo vistieron con las prendas blancas que Sergio dejó como su última tenida.

Juan José dice que no pudo llorar. Que su mundo colapsó y que recién pudo hacerlo en el funeral, cuando no tuvo fuerzas para dar un discurso en el cementerio de Tulahuén, donde su padre fue sepultado, sin ataúd y en tierra, como había pedido, al sonido del casete de Ogalde.

Ahí, en la tierra seca de los cerros y bajo los sauces, un poco más lejos de su hijo, que piensa quedarse hasta su muerte en el pueblo donde su padre decidió desaparecer, puede ser la única forma de que los dos finalmente se reconcilien.

Pero para eso todavía falta.

-Hoy -dice Juan José- no sé si sentir pena, rabia o alivio. Todavía está todo muy confuso.

Cuando termina, se levanta y camina hacia su camioneta.

Aún lleva una sombra tras de él.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.