Liguria: La posibilidad de un boliche

El lunes se cumplen 25 años desde que se inauguró el primero de estos bares. Aunque algunos han cerrado, y hay otros nuevos, estos locales se han convertido en un hito de la ciudad de Santiago. Aquí explicamos por qué. <br>




Chesterton decía que Londres era un enigma y París una explicación. Siguiendo la misma línea, uno podría agregar a eso que Santiago es una promesa. La promesa de una ciudad.

Una metrópoli -más que una aglomeración de calles y gente- es historia, leyendas y es una forma de vida que se prueba en aquello que ocurre entre el trabajo y el hogar, la manera en que sus habitantes ocupan su tiempo libre, transitan por sus avenidas y habitan la oscuridad. Las ciudades, como los gatos, se revelan de noche ¿Y cómo ha sido Santiago de noche? La literatura y la historia nos indican que a principios del siglo XX, definitivamente aburrida para la mayoría. La diversión era un asunto que se movía, como un péndulo, entre las fiestas familiares puertas adentro y la marginalidad de las cantinas de mala muerte.

Luego, entrado ya el siglo, vendrían los deslumbres del Crillón, los salones de baile del centro y el under de cromagnon representado por La Carlina de calle Vivaceta. Aquel burdel era a la noche santiaguina lo que la palta reina a su gastronomía, un escudo de armas que revelaba una manera de entender la ciudad y la diversión: doméstica, hipócrita, colorida y menesterosa. El surgimiento de los grandes espectáculos revisteriles duró sólo un par de décadas antes de estallar en el Bim Bam Bum y hundirse luego en el toque de queda. La noche semiclausurada de los ochenta -El Trolley, Matucana, el Venezia, la extravagancia descriteriada de Regine's- dio paso a un fin de siglo que tuvo como sello una nueva cartografía del ocio dominada por las fiestas de Blondie, los bares de calle Suecia y el surgimiento de un boliche que alcanzaría el rango de inevitable en el plazo de una década: El Liguria.

   ¿Cómo explicar el éxito de Liguria? La primera razón fue la oportunidad. Apareció justo en el cambio de época que necesariamente significaba un nuevo ánimo. La democracia y el crecimiento económico mantenían a la ciudad en un entusiasmo adolescente que no lograba encauzarse del todo, a medio camino entre la ansiedad por el aterrizaje de la globalización en su formato de consumo chatarra y la expansión de una cultura juvenil con ansia de mercado y onda. Liguria irrumpe con MTV latino, la era de los megaconciertos y recoge a los desencantados de un destape a la española que sencillamente nunca fue. Surgió como el lugar apropiado para la nueva burguesía que mezclaba titulares socialdemócratas con estrategias neoliberales.

La bohemia que había crecido escuchando las viejas glorias de Il Bosco -aquel bar de San Antonio con la Alameda, fetiche de toda una generación de escritores- necesitaba un nuevo punto de referencia, algo menos enclenque que los habituales boliches criollos iluminados con tubos fluorescentes y con una barra estrecha de madera terciada. El Liguria fue el punto en el que se encontró el hambre con las ganas de comer: una reinterpretación bien dispuesta de la cultura de la picada -aquella fantasía del lugar secreto, con comida abundante, casera y barata- que tanto fascina al santiaguino. En este nuevo modelo de la picada no habría nada secreto ni tampoco barato, sino más bien una reducción de elementos que evocaban aquel mundo imaginario pretérito donde todo -se suponía- era mejor. Carteles de otro tiempo, fotos familiares en marcos de carey, latones de galletas a granel, letreros de oficios ya desaparecidos.

Una puesta en escena levantada sobre el imaginario de lo criollo, lo propio, lo nuestro, todo lo que antiguamente solía confundirse con lo feo, kitsch, ñoño y -por lo tanto- indeseable. El Liguria elevó la modesta jarrita enlozada verde agua hasta el sitial de objeto de culto y transformó los grabados de la lira popular en un sello de agua de chilenidad.  

En ese sentido el Liguria se adelantó a la retromanía que encarnarían décadas después los hipsters, sólo que en clave folclórica, sumándose a la marea de rescate de la bohemia perdida encabezada por La Negra Ester, escoltada por Los Tres y animada por la exaltación de la cueca brava. Una disneylandia patrimonial que reunía a la carne mechada, la estrella rockera y el político con ansia de votos en un mismo sitio. El broche que amarró la rebeldía con el establishment del poder. Inauguraba, además, el surgimiento del adulto joven como grupo etario, extendiendo la juventud hasta límites inconcebibles en otras décadas.

La aparición del Liguria cambió el eje de la noche santiaguina, volvió la mirada sobre Providencia que le disputó a Ñuñoa el sitial del nuevo barrio bohemio de fin de siglo. La ciudad necesitaba una nueva tradición y el Liguria la creó y logró que se mantuviera más allá de los ciclos de la moda. Los 25 años de vida son las credenciales de que el boliche se sobrepuso al mero entusiasmo. Un paso más rumbo a la promesa de una ciudad con carácter, una en donde la vida de cualquiera pueda transformarse en leyenda.

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