Los caramelos amargos de Richard Yates
<P>Después del éxito de <I>Vía Revolucionaria</I>, en 1962 Yates pretendía consagrarse con el volumen <I>Once maneras de sentirse solo</I>, que ahora es reeditado por RBA.</P>
Arrendó un descapotable y una casa frente a la playa de Malibú. En marzo de 1962, Richard Yates llegó en busca del glamour de Los Angeles. Era autor de una novela finalista del National Book Award, Vía Revolucionaria, y trabajaba en la adaptación al guión del libro de William Styron, Tendidos en la oscuridad. Todo podía salir bien, pero empezó a salir mal: mientras se daba cuenta de que su nueva casa en realidad era una pocilga, el resfrío que traía se convirtió en neumonía. Estaba convaleciente cuando su segundo libro, Once maneras de sentirse solo, llegó a librerías. De nuevo, algo salió mal: "El libro no vende nada y está recibiendo las mejores críticas en todos los lugares que no cuentan: todos los críticos de Nueva York lo ignoran", escribió Yates en una carta.
La mala racha iba a cambiar. Eso sí, demoraría: dos años después de publicado el volumen de cuentos, la revista francesa Express diría que Yates era un "Flaubert formado en la ruda escuela de las revistas". Y en 1981, The New York Times resumiría Once maneras de sentirse solo asegurando que era el Dublineses (de James Joyce) de Nueva York. Muy tarde, en los 80, Yates se hundiría en el alcohol y era prácticamente un escritor desconocido. En 1962, en cambio, había tenido todo a su favor. De hecho, el libro de cuentos estaba planeado para consolidar la promesa en que se convirtió con Vía Revolucionaria. No sucedió.
De Hemingway a Fitzgerald
Once maneras de sentirse solo vendió apenas dos mil ejemplares, casi nada para el mercado norteamericano. No es raro que en español el libro haya corrido una oscura vida editorial, con varias versiones ya desaparecidas. Ahora reaparece bajo el sello RBA y se lee igual como en 1982 lo leyó el New York Times: un retrato despiadamente certero de la soledad en el Nueva York de la posguerra. En realidad, 11 retratos. Más secos y oscuros que los relatos de John Cheever, los de Yates narran la vida de jóvenes que al inicio de una vida ya parecen malditos: un día antes de que se casen Grace y Ralph (en Lo mejor de todo) ya sabemos que lo suyo terminará mal.
En Ningún dolor, un hombre vegeta en un psiquiátrico mientra su mujer le esconde una vida de bares y romances. Un muy mal aprendiz de escritor y periodista, Leon Sobel, se convierte en el triste hazmerreír de un diario sindical en Luchar con tiburones. A su manera, los dos amigos del cuento Un pianista jodidamente bueno se necesitan: el más gordo, porque alguien debe ayudarlo a hablar con las mujeres; y, el otro, porque requiere a alguien a su sombra.
Formado por cuentos que Yates fue publicando en revistas por más de una década, el libro termina con una historia escrita especialmente para la colección. Se demoró en Constructores, pero valió la pena: un periodista de 22 años pierde su vida en la United Press, en una suerte de versión libre del Hemingway reportero que trabajó para el Kansas City Star. Todas las noches intenta, sin éxito, escribir cuentos. Sólo lo logra cuando empieza a escribir por dinero: cinco dólares le paga un viejo taxista para que escriba sus historias. Ahí, claro, estaba Yates: él también trabajó en la United Press. También se ilusionó con ser Hemingway y, luego, imaginó que podía ser Fitzgerald. El tiempo lo ha ubicado cerca de esos pesos pesados. En 1962 no había caso: en vez de Once maneras de sentirse solo, los lectores prefirieron comprar otro volumen de relatos: Pigeon feathers, de John Updike. El prometedor Yates iba a tener que ser redescubierto.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.