Los colores y olores del río Mapocho

<P>El espectáculo de luces del Mapocho sirve de pretexto para revisar su carga histórica. ¿Qué se encontraría si se excavara su lecho? ¿Qué historias se desentrañarían? El río guarda la memoria de Santiago en sus sedimentos, un caudal mutilado por autopistas y, aparentemente, domado, hasta que se desborda. </P>




En 1999, el artista británico Mark Dion inició un ambicioso proyecto llamado Excavación en el Támesis. El trabajo consistió en hurgar en el barro y la mugre de dos orillas del río que cruza Londres buscando desechos que luego clasificó, ordenó y expuso en un enorme gabinete de caoba en una sala de la Tate Modern. Dion tenía en mente hacer a través de su obra una reconstrucción del pasado industrial de la capital y, por extensión, del río. Muñecas, cubiertos, porcelanas, peinetas, frascos de todo tipo, tarjetas de crédito, placas dentales, fragmentos que dispuso ordenadamente en base a una taxonomía propia en vitrinas y cajoneras del mismo modo en que se exhiben piezas arqueológicas. Cruzó códigos, mezcló referentes, agitó la historia y de pronto los desechos eran arte.

Después de ver el proyecto de Dion lo único que le cabe pensar a un capitalino bien nacido es que si fuera por recoger mugre y trastos, el Mapocho no tendría nada que envidiarle al Támesis. Sobre todo, después de fijar la vista en el lecho del río durante la proyección nocturna de pinturas que se inauguró esta semana. Detrás de esos colores proyectados en el lecho siempre parece haber algo sospechoso. Más que pintarlo, acicalarlo, cruzarlo con guirnaldas, soñar con la marina para yates o teñirlo de púrpura galáctica para transformarlo en un torrente sexy momentáneo, habría que escarbar en su identidad urbana. Lo que los santiaguinos han hecho con el río. Aquella identidad que le concedió la gracia de atesorar la basura de los habitantes de lo que primero fuera una aldea miserable y luego un pueblo austero, que era la manera elegante de decirle a la pobreza en Chile hasta hace poco.

En el siglo XVII el jesuita Alonso de Ovalle informaba en una carta que una de las grandes ventajas que tenía el río Mapocho era la cantidad de acequias que se desprendían de él hacia las casas del villorrio. El Mapocho, más que agua, era un torrente, y su destino manifiesto era barrer "y llevar toda la basura e inmundicias". El cura había sentado así las bases para el rasgo principal que tendría para los santiaguinos el río en adelante: la de un vertedero. Uno práctico por lo torrentoso y cercano. Ideal para un villorrio, eficiente para un pueblo, insalubre para una ciudad.

La mugre que circula a tajo abierto es como si no fuera mugre, debieron pensar los primeros capitalinos. Ese pensamiento se transformó en un modo de vida o en un acto de fe, porque a principios del siglo XX Santiago olía, y olía mal.

Al menos eso cuenta Germán Riesco en el libro sobre la presidencia de su padre. Una ciudad sin alcantarillas, pero con acequias que tenían como desagüe el río. El desecho huele, y lo que huele espanta. Es un efecto reflejo que la sabia naturaleza se encargó de distribuir con distintas funciones en el reino animal: el hedor será un arma para el chingue, una consecuencia para los ermitaños y una forma de vida para los usuarios del Metro de París. Para nuestro río ha sido una fatalidad impuesta por la ciudad. Una fatalidad que a las autoridades de la República les tomó 200 años decidirse a solucionar con una alcantarilla paralela. Es posible que antes la población no haya estado preparada para tal paso, para convivir con un río medianamente limpio. Mal que mal la gente puede llegar a ser rehén de sus malas costumbres. Tal vez fue eso lo que sucedió con el Mapocho. Su condición de oloroso vertedero nunca fue tomada en cuenta como una variable para que la ciudad terminara dándole la espalda y sólo se ocupara de él con el motivo de alguna crecida dramática o como una guía para construir una autopista.

Gran parte de las imágenes que la cultura popular ha preservado del Mapocho no hacen referencia a la belleza natural ni urbana, sino a la idea de despojos de todo tipo que el río arrastra. La era de la televisión en directo logró darle a una generación una metáfora espléndida del rol de vertedero orográfico cuando la crecida del año 82 socavó parte del lecho en donde existía una automotora y un Austin Mini blanco cayó al torrente. La televisión captó el momento y a los curiosos mirando. El río surgía como un personaje cobrando venganza en una secuencia que por fortuna no tenía víctimas. El destino se encargaba de sumarle un relato más a un historial dominado por el murmullo provocado por los despojos arrojados.

Los restos del puente Cal y Canto -el intento más importante por darle dignidad al río-, los trozos mutilados de las víctimas del crimen de las cajitas de agua, los cuerpos arrojados de ejecutados políticos y los desechos de humanidad que describe Alfredo Gómez Morel en la novela autobiográfica El río -ambientada en el lecho del Mapocho- son ejemplos. Todas esas imágenes dicen más de miseria y horror que de cualquier otra cosa. Como si la ciudad no quisiera darle otro destino.

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