Los desconocidos rituales en lo alto de la ciudad
<P>Una vez al mes, un centenar de santiaguinos se reúne a honrar a la Tierra en el cerro San Cristóbal. Llueva o truene. </P>
ABIAN anunciado lluvia ese sábado. Pero a las 4 de la tarde y a pesar de las nubes oscuras, de a poco empiezan a llegar los convocados hasta el Jardín Mapulemu, en el cerro San Cristóbal.
Vienen abrigados; traen mantas y frazadas para instalarse en círculo sobre el pasto húmedo de esta explanada, que está a 20 minutos del ingreso por Av. Pedro de Valdivia Norte, y donde disciplinas relacionadas con la sanación celebran sus rituales.
Espacio Sagrado, una escuela donde se hacen cursos y diplomados de técnicas de sanación a través de la música y el arte, suele venir a este parque el día más próximo al de la luna creciente (debe ser un sábado o un domingo), para participar de las "ceremonias de sonido". La misión es darle gracias a la Tierra por sus dones, "por la vida que emana de ella, que es su hogar", según afirman los participantes de este ritual que congrega a más de 100 personas en cada ceremonia. Llevan tres años en esto, reuniendo a personas de todas las edades, profesiones y credos.
Los ritos son una iniciativa de Claudio Guzmán e Irina Taki, quienes crearon Espacio Sagrado en 2006. "El primer encuentro fue en diciembre de 2007. Convocamos por redes sociales y llegaron 100 personas. Hemos llegado a tener hasta 250 asistentes", dice Guzmán, ingeniero en sonido. Uno de ellos es José Pablo Stange, que trabaja en una agencia de comunicaciones. "Me motivó poder compartir a través de la música las buenas intenciones hacia el planeta y la gente", dice.
El día sigue oscuro. A medida que van llegando, los visitantes dejan ofrendas en un pequeño altar que se forma al centro del círculo humano. Depositan ramos de flores, cristales, frutas o botellas de agua, cualquier cosa que se quiera "cargar con las energías que se generan durante la sesión". Sólo después de esto empiezan los ruidos.
Guzmán parte tocando su tambor chamánico y la concurrencia le sigue con didgeridoos, maracas, flautas e, incluso, caracolas de mar. La música improvisada hace eco en el cerro. A un costado del lugar, unos patos graznan a coro entre los árboles, a medida que la música va subiendo de volumen. Aparecen también perros callejeros, que intentan jugar con los intérpretes. No todos tocan; uno de los asistentes prefiere bailar alrededor del altar, como si estuviera en un trance. Los tambores paran sólo para dar paso al sonido de los cuencos de cuarzo y metal, cuyas vibraciones se apoderan de todo el espacio.
A eso de las 6.00 ya llueve a cántaros. El grupo cuenta con estos imprevistos en invierno y no se inmuta. Con total naturalidad se encaminan al cierre de la sesión. Se toman de las manos y dan las gracias a la Tierra. A la que cubre el cerro, las calles de Bellavista y el resto del mundo.
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