Los filósofos y la muerte

<P>Poco se ha escrito sobre cómo han muerto los grandes pensadores de la cultura occidental. El británico Simon Critchley retrata las últimas horas vividas por 190 figuras del pensamiento. De paso, analiza el terror a la desaparición que caracteriza a la sociedad moderna y expone su ideal de un buen morir.</P>




Junto a sus evidentes hazañas militares, Alejandro Magno también destacó por su amor a las artes y la cultura. El macedonio siempre acogió a mentes brillantes. Aristóteles fue su instructor de juventud. Pero no fue el único filósofo que lo formó. También influyó mucho en él Anaxarco. Aunque poco se sabe de su vida y pensamiento (se dice que afirmaba no saber nada, ni siquiera del hecho de no saber nada), sí existen pistas sobre la forma en que murió. Fue en un banquete de Nicocreonte, dictador de Chipre, que Anaxarco insultó al anfitrión y éste ordenó que el filósofo fuera machacado con unas mazas de hierro hasta morir. "Machacad, machacad la bolsa que contiene a Anaxarco, pero a Anaxarco no lo machacáis", alcanzó a decir el filósofo. Indignado, Nicocreonte mandó que le cortaran la lengua, pero él "se la cortó a mordiscos y se la escupió al tirano".

El episodio está en El libro de los filósofos muertos, del académico británico Simon Critchley, director del departamento de filosofía de la prestigiosa New School for Social Research en Nueva York. El texto aborda una temática infrecuente en las biografías de los grandes pensadores. Poco se ha escrito sobre la forma en que murieron. En total, son 190 los retratos que hace el autor de las últimas horas vividas por los filósofos, desde la antiguedad hasta nuestros días.

Muchas de ellas son irrisorias y otras francamente absurdas. Así, según recoge la tradición, Heráclito -quien creía en que todo fluye-, murió ahogado en un particular flujo: excrementos de vaca. Otro de los filósofos fundacionales, Zenón de Elea, murió apuñalado tras morderle la oreja a un tirano. En el mundo árabe-medieval, Avicena falleció de una sobredosis de opio, "tras entregarse demasiado enérgicamente a la actividad sexual". Más contemporáneamente, el vienés Ludwig Wittgenstein murió al día siguiente de su cumpleaños, después que una amiga le regaló una manta eléctrica y le deseó que cumpliera "muchos años más". En respuesta el filósofo le dijo: "No habrá más".

Critchley plantea que estas muertes muestran algo más que el fin de su existencia biológica. "Hacer filosofía", escribió Cicerón, "es aprender a morir". El ensayista agrega que aprender a morir es aprender a vivir bien. Y esta tesis, mucho más que las anécdotas, es la que articula lo mejor del libro.

Para Critchley, abordar el tema es además un asunto necesario, puesto que vivimos en una sociedad que le tiene "un terror desbordante a la desaparición". Así, la modernidad "nos anima a negar el hecho de la muerte y a lanzarnos de cabeza a los placeres aguados del olvido, de la intoxicación y a la estúpida acumulación de dineros y posesiones". Pero por otra parte, este horror "nos empuja ciegamente a creer en formas mágicas de salvación". Como las que, a juicio suyo, ofrecen las religiones tradicionales y toda la industria de la llamada New Age.

Sin embargo, ya en el pensamiento de los autores antiguos se puede vislumbrar una manera distinta de enfrentar este "hecho cierto, pero de plazo indeterminado", como dirían los juristas. Es lo que Critchley llama el "ideal de la muerte filosófica", cuyo ejemplo más conocido es el de Sócrates. Pero fuera del mundo griego, también hubo pensadores que dieron muestras de este "credo". Roma fue uno de los lugares más destacables. Séneca, seguidor de la corriente de los estoicos y tutor de Nerón, es uno de los ejemplos más idealizados hasta hoy. Tras convertirse en una de las figuras intelectuales más respetadas del imperio, Nerón lo obligó a suicidarse, acusándolo de participar en una conspiración en su contra. Pese a tener la posibilidad de huir, Séneca siguió la orden, cortándose las venas tras una cena con sus amigos y familiares más cercanos.

Antes ya había escrito: "El que no sepa morir bien vivirá malamente". Según Critchley, Séneca afirmaba que "el filósofo disfruta de una larga vida, porque no se preocupa de su brevedad". Así, el problema "no es que tengamos poco tiempo para vivir, es que derrochamos gran parte de él". La clave está en evitar la ansiedad "por el miedo al futuro" y centrarse en una vida virtuosa en el presente.

Esa filosofía fue también la que impregnó el pensamiento de Marco Aurelio, "El Sabio". En su obra literaria más conocida, Meditaciones, quien pasó a ser conocido como uno de los llamados "emperadores buenos" escribe: "Vivir cada día como si fuera el último, nunca perturbados, nunca apáticos, sin adoptar nunca pose alguna". O lo que es lo mismo: "Esperar la muerte con buen ánimo". Después de todo, la vida no es más que "una breve estancia en una tierra extraña; y tras el prestigio, el olvido".

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