Los pasos de Bolaño en Cataluña

<P>Con motivo de los 10 años de su muerte, se acaba de inaugurar en Barcelona una exposición con material inédito de la vida de Roberto Bolaño en Cataluña. El escritor vivió aquí dos décadas y media, repartidas entre Barcelona, Girona y Blanes. Animados por eso, fuimos a estos lugares a buscar las huellas del autor de <I>Los detectives salvajes</I>. Varios de sus amigos nos ayudaron en la tarea. </P>




Desde que llegó a Barcelona en 1977, Roberto Bolaño escribió muchos de sus poemas y anotaciones y dibujos y diagramas que más tarde le sirvieron para sus cuentos y novelas en unas libretas de tapas de cartón marmoleado de la marca Miquelrius, que solía comprar en la papelería Llenas del barrio del Raval. Las agrupaba por temas y llevaba la cuenta de su numeración con la minuciosidad de un amanuense romano: vol I, vol II, vol III. Esas libretas eran una especie de profecía manuscrita de sus obras completas, una fórmula espontánea de ensayar la inmortalidad. Solía escribir en ellas con bolígrafos de tinta azul, a veces de tinta negra, y siempre con una prolija letra corrida, en la que a menudo una letra a en medio de una palabra se transformaba en una A mayúscula. Bolaño era meticuloso hasta para cambiar de color. Si iba a escribir en rojo brillante, por ejemplo, era porque se le había ocurrido una frase para un lema, una proclama o un imperativo de humor inflamado: VIVE O MUERE, PERO NO HUEVEES.

La papelería Llenas queda justo enfrente de la segunda casa en la que Bolaño vivió en Barcelona. Es un estudio, como se les llama a los microapartamentos en España, de escasos 15 m2 y con el "cagadero en el pasillo", como lo describe el personaje Felipe Müller en Los detectives salvajes. El edificio había sido antes un convento, así que para llegar hasta el estudio había que subir por la escalera B del edificio y, una vez arriba, atravesar un puente peatonal que en invierno vibraba por el viento y el resto del año por el paso de los inquilinos. Allí, en ese diminuto apartamento ubicado en el número 45 de la calle Tallers, Bolaño construyó la mayor parte de su Barcelona geográfica, literaria y sentimental. Allí conoció a sus mejores amigos, se les unió para publicar sus primeras revistas de poesía y arte de vanguardia, se agenció sus primeros libros de novela negra y ciencia ficción, y desde allí salió también a buscar sus primeros trabajos no literarios.

La mitología literaria, propensa siempre a la exageración, presenta al Bolaño de esos años como un pobre vocacional, indolente ante sus propias estrecheces. Sí y no. Un escritor convencido de su arte tiene lo que necesita tener, que es básicamente libros, cine, diversión y otra clase de experiencias vitales, y sobre todo buenos amigos, esa segunda familia buscada. Antoni García Porta es uno de ellos. Con él, Bolaño escribió su primera novela, que firmaron los dos como Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce y con la que ganaron en 1984 el premio Anthropos. García Porta es hoy un escritor hasta cierto punto de culto de la literatura española contemporánea, que entonces tenía 24 años, uno menos que Bolaño, firmaba sus poemas con el seudónimo de Kithoue y, como el resto de la pandilla barcelonesa, incluido el también chileno y también infrarrealista Bruno Montané -el Felipe Müller de Los detectives...-, sólo quería leer, escribir, hablar de literatura, música y sexo, y, en general, pasárselo bien.

Léase pasárselo bien:

-Ir a la bodega de vinos Fortuny, que ahora se llama Caravelle, a jugar pinball, que en España se llama el millón o milloncete, y pasarse las tardes allí, especialmente los viernes, charlando y comiendo bocadillos de tortilla, que allí los hacían especialmente salados. Algunos bebían cerveza y otros té o manzanilla. Bolaño era de estos últimos.

-Ir a jugar futbolín al Tra-Llers del número 39 de la calle Tallers.

-Ir a ver películas europeas y de arte y ensayo. Había dos cines a los que iban con frecuencia: el Céntrico, en el corazón del barrio del Raval, donde hoy queda el edificio de la editorial Grup 62, y el teatro y cine CAPSA, en cuyo piso superior quedaba la editorial La Cloaca.

-Ir a La Cloaca a charlar de poesía y de todo con el editor y amigo de la pandilla, Xavier Sabater. En noviembre de 1978, Sabater publicó Algunos poetas en Barcelona, un libro que contiene cuatro poemas de Bolaño y otros tantos de García Porta y Montané. La introducción está firmada por Carlos Edmundo de Ory, a quien Bolaño también incluyó en Los detectives...

-Tomar el café de la mañana o la tarde en el Cèntric, otro hito de la geografía bolañiana en Barcelona, ubicado en una esquina de Tallers, a 10 metros de su casa, o en el Elisabets o en la Granja Parisienne.

-Cruzar la Rambla para ir a buscar, como detectives salvajes, libros de segunda mano a la sala de arte y librería Canuda, un paraíso borgeano y por lo tanto bolañiano con más de 500 m2 de libros de arte y raras ediciones de poesía, narrativa policíaca y ciencia ficción.

-Cuando había más dinero, cruzar la Rambla en busca de la librería Documenta, emblema de la contracultura catalana de los años 70.

-Ir a la papelería Llenas para agenciarse de las libretas Miquelrius o a la Comercial Camu, donde Bolaño compraba las cintas para su máquina de escribir Olivetti.

-Ir a comer un menú al Riera, bar-restaurante de cuina casolana (cocina casera) y precios baratos, que hoy se ha convertido en un sitio para comer al paso döner kebabs, pizzas y otras especialidades del fast food turco.

-Y siempre, al principio cada día y a cualquier hora, juntarse en la plaza Vicenç Martorell, también en el barrio del Raval, donde vivía y aún vive Bruno Montané, y adonde Bolaño, García Porta y el resto del grupo iban a gritarle desde la calle para que bajara a reunirse con ellos y hacer cualquiera de las cosas señaladas arriba. Bruno era el menor de la pandilla, "un tipo muy alto, rubio, que casi nunca abría la boca y que seguía a Arturo Belano (el álter ego de Bolaño) a todas partes".

En 1980, Bolaño dejó Barcelona y se mudó a Girona, otra provincia de Cataluña, donde vivió hasta 1985, cuando se instaló definitivamente en la pequeña ciudad costera de Blanes, hasta su muerte, en julio de 2003. García Porta recuerda que en la primera carta que Bolaño le envió desde Girona le decía que estaba leyendo poemas de Frank O'Hara y escuchando a Charles Mingus. García Porta se ríe. Es sabido que Bolaño no tenía una especial predilección por el jazz. Puesto a elegir, él prefería a Elvis, el rock garajero de Patti Smith, los nerviosos compases funky-punky de los Talking Heads o incluso el punk más rabioso y directo, y a menudo violento, de bandas como Suicide, a los que escuchaba a mucho volumen.

-Ahí tienes un hilo a seguir -bromea García Porta-, la evolución musical de Roberto Bolaño, de Mingus al Aserejé de Las Ketchup.

-¿Le gustaba el Aserejé?

-Vaya que sí le gustaba. Hasta se aprendió el bailecito y todo.

Hacia 2002, cuando el éxito del cuarteto compuesto por las hermanas Muñoz sonaba en medio mundo, García Porta recuerda que Bolaño llegaba de visita a Barcelona y se aparecía donde hubieran quedado en encontrarse -un restaurante, el Cèntric, su casa o la de Montané- cruzando las manos e improvisando los famosos pasitos de baile de Las Ketchup.

El tren de Barcelona a Blanes tarda una hora y media. Es un viaje bonito y apacible, incluso en un día lluvioso de invierno, con el mar discurriendo a gran velocidad a través de la ventana. A Bolaño le encantaba vivir allí, ese pueblo a orillas del Mediterráneo, como él decía, donde hay gente de todo el mundo y que ya existía antes de que naciera Cristo. O también, como lo citan en la entrada del salón de actos de la nueva biblioteca comunal de Blanes, allí donde "yo sólo espero ser considerado un escritor sudamericano más o menos decente que vivió en Blanes y que quiso a este pueblo". Allí, en esa ciudad que es también la primera playa de la Costa Brava gerundensa, Bolaño pasó 18 años de su vida en unos ocho apartamentos o estudios distintos.

Su primera casa fue el almacén de la tienda de ropa que su madre, Victoria Avalos, tenía en el barrio turístico de Els Pins. Su madre fue la segunda de un grupo de chilenos que hacia mediados de los 70 llegaron a Cataluña tras pasar unos años en México. El primero fue el pintor Alvaro Montané, hermano de Bruno, a quien Bolaño menciona en La pista de hielo y que además aparece como ilustrador en varias de las revistas que hicieron juntos, como Rimbaud, vuelve a casa, de un solo número, o la más sostenida Berthe Trépat, que llegó hasta el cuatro. Más tarde llegarían la madre de Bolaño, su hermana Salomé y, un par de años después, el escritor, cuyo plan original era seguir hasta Suecia. La tienda de la madre quedaba en una esquina: en verano, Bolaño sacaba una mesa a la calle con una pequeña selección de objetos de bisutería para atraer clientes.

Con su mujer, Carolina López, futura madre de sus dos hijos, Lautaro y Alexandra, Bolaño se mudó después a un apartamento situado encima de una panadería en los lindes entre Els Pins y el centro histórico de Blanes. La calle se llama Aurora y hoy, justo enfrente, queda la biblioteca comarcal cuyo salón de actos lleva el nombre de Roberto Bolaño. Allí la pareja vivió un tiempo, hasta que encontraron dos pisos de alquiler separados por menos de 20 metros en la céntrica calle del Lloro. Uno de ellos, el más grande, fue elegido como vivienda, y el otro, como estudio para que Bolaño pudiera escribir y leer y fumar y jugar juegos de estrategia en su computadora hasta la madrugada, a veces pasándose la noche entera en vela, pero sin alterar el sueño de nadie, excepto el suyo propio.

-Si Bolaño tenía un vicio, además de fumar, era dormir poco -dirá un día después uno de sus mejores amigos de sus andanzas barcelonesas.

-Yo a veces estaba aquí, en la tienda, que acababa de abrir a las 10 de la mañana, y veía asomar la cabeza de Roberto por la puerta. "¿Se puede?", me preguntaba sonriendo. "No he pegado ojo en toda la noche y en un rato me volveré al estudio a dormir", decía. "Pero ya que pasaba por aquí, pensé: voy a reírme un rato con mi amigo Santi".

Esto último lo cuenta Santi Serramitjana, dueño de la tienda de juegos de mesa Jocker Jocs, a unos 300 metros del antiguo estudio de Bolaño en la calle del Lloro. Serramitjana conserva dos libros autografiados por su amigo chileno: La senda de los elefantes, en la edición original publicada por el Ayuntamiento de Toledo tras ganar el premio Félix Urabayen, que más tarde se reeditó como Monsieur Pain, y La pista de hielo, también en edición original, con la que ganó el Premio Ciudad de Alcalá de Henares. Ambos se los regaló en 1994. En la dedicatoria de La senda..., Bolaño escribe: "Para Santi/ que sabe más de fútbol/ que yo y que además/ es un buen amigo y/ proveedor". Serramitjana era su proveedor de juegos de estrategia, primero en sus versiones de mesa y más tarde en formato videojuego para PC. Su favorito era The Settlers, del que llegó a coleccionar hasta el número IV.

-Era muy bromista el tío -recuerda Serramitjana-. Nunca sabías si hablaba en serio o te estaba tomando el pelo. Yo también le hacía bromas. Le decía: "Pero tú, escritor, vamos a ver: tú en literatura juegas en Segunda B, ¿no?". "Sí", decía, "pero algún día voy a jugar en la Champions".

Atornillado a su estudio de la calle del Lloro, lo que con el tiempo fue cambiando en la vida blanesa de Bolaño fue la dirección de su casa familiar. Con Carolina y el pequeño Lautaro, que había nacido en 1990, se mudaron a otra más bonita y luminosa, ubicada a unos pasos del mar, y unos meses más tarde a otra más, la cuarta de la pareja en Blanes, en la calle Ample, también a pocos metros de la playa. A inicios de 2003, cuando ya había nacido Alexandra y Bolaño era cada vez más consciente de la gravedad de su mal y de la urgencia de conseguir un donante de hígado para que le hicieran un trasplante -se sentía débil y a veces le costaba subir las escaleras-, hizo un último esfuerzo por mudarse de nuevo a Barcelona. Su idea era conseguir un apartamento para descansar tras la operación, algo que nunca ocurrió. Lo que hizo, en cambio, fue alquilar un estudio más grande y cómodo y mejor calefaccionado en la cuarta planta de un edificio en el centro de Blanes, su octavo espacio vital en la ciudad.

Narcís Serra es otro de sus amigos de su época en Blanes. Es el dueño de una tienda de alquiler de videos, La Botiga del Cinema, con más de seis mil títulos que incluyen el tipo de rarezas que le encantaban a Bolaño, desde las películas japonesas de samuráis a los westerns y los atormentados personajes de Fassbinder. Serra lo conoció en 1988, cuando un día apareció por su tienda y a la pregunta de qué hacía un chileno por ahí, en un pueblito playero de poco más de 25 mil habitantes, Bolaño le respondió: "Soy poeta". Se frecuentaron desde entonces y Serra fue testigo de cómo su fama fue creciendo hasta la categoría de mito. En esos últimos años, recuerda, lo que más le seducía era saber qué podía hacer un escritor "que siempre había ido a su bola" viajando por ahí, invitado y celebrado en distintos países de Europa y perseguido por documentalistas y académicos que llegaban de todas partes del mundo. Serra le preguntaba: "¿Y tú qué haces cuando vas por ahí?". Y Bolaño, todo sonrisa, le decía: "Pues voy, me siento y les suelto el rollo o lo que ellos quieran oír".

Bolaño tenía una elaborada clasificación del silencio literario. Para él, había básicamente tres tipos. El de Rulfo, que es el silencio aceptado: el del escritor que un día decide que ya no tiene nada que decir o que no encuentra la forma de decirlo y voluntariamente se calla. Luego está el de Rimbaud, que es el silencio buscado, el viaje hacia la mudez sin retorno. El tercero, que él identificaba con Georg Büchner, que murió a los 24 años, fue también el que lo calló a él, el silencio de la muerte, el peor de todos, "el que corta de tajo lo que pudo ser y nunca más va a poder ser, lo que no sabremos jamás". En abril, Bolaño hubiese cumplido 60 años, pero en julio se cumplirán 10 de su muerte. Parra tiene razón: "Le debemos un hígado a Bolaño".

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