Manifiesto: María Gracia Omegna, actriz
Una vez en la calle alguien se me acercó para decirme que el acento que le ponía a mi personaje no parecía muy real. Al principio me dio vergüenza, después risa. Luego encontré que estaba bien que me lo dijera, así es que le pedí disculpas y le di las gracias. Trato de aceptar y disfrutar mi trabajo, pero no le doy otra connotación, así es que el ego, esto de ser conocida y que se te acerque la gente en la calle por salir en la tele -creo y espero- no me desorbita tanto. Trabajar en televisión no es sinónimo de logro o éxito.
Mi familia es de gente loca, carácter fuerte, de gritos, de fiestas y bien intensa en todo. Recuerdo que esa intensidad y ansiedad por hacer la disfrutaba cuando chica, porque estaba llena de panoramas siempre. Mi papá era muy bueno para el deporte y siempre nos llevaba al cerro junto a mis hermanos. Como no tenía mucha plata, teníamos que elegir si la plata con la que andábamos se ocupaba para el helado o para la micro. Siempre elegíamos el helado, así es que nos íbamos caminando desde Escuela Militar hasta la punta del San Cristóbal. Me acuerdo también de las muchas veces en que fuimos a alimentar a las palomas de la Plaza de Armas por puro gusto.
Siempre viví en comunas bien pitucas, pero en casas súper pobres. En Las Condes viví en la Villa San Luis, donde había casas que hizo Salvador Allende para la integración social. En Vitacura vivimos en la casa de una tía que nos había prestado el lugar. También viví en Santiago Centro, y partíamos siempre a ver a mi abuela en Puente Alto. Mis papás eran muy nómades y, a raíz de eso, siempre me cambié mucho de casa y colegio. Antes no lo entendía, pero hoy le tomo el peso a que mis papás tenían cuatro niños y era difícil establecerse, porque como buena clase media, siempre sucedían catástrofes una vez al año y teníamos que cambiarnos de casa, porque la plata nunca nos alcanzaba.
Estudié en una universidad muy cuica, donde siempre me sentí rara, porque era un espacio que no me pertenecía. Ese entorno no era parte de mi realidad, pero a la vez me caían bien, porque muchos de ellos vivían el teatro desde otro lugar que yo no conocía. Me di cuenta de que la comodidad los hacía enfrentar la vida teatral con otra perspectiva de la que yo carecía. Al principio odiaba a mis compañeros y ellos encontraban que yo era una insoportable, porque yo respiraba, exhalaba y sudaba teatro. Después me fui adaptando y me di cuenta de que uno también se llena de prejuicios, así es que terminé agradeciendo estudiar en esa universidad, pese a que en algún momento hubiese preferido irme a la Universidad de Chile.
La película Joven y alocada me generó un grupo de fans femeninas bastante grande. Cuando me encuentro con niñas que la vieron, me lo dicen y después se ríen tímidas y se quedan mirándome. Otras me regalan pasteles o dulces. Ellas son más preocupadas. El otro día dije mientras grabábamos en el Puerto que tenía hambre de cosas saladas. Una niña me escuchó y me llevó unas galletas saladas. Eso fue muy bonito y detallista. Cuando se relacionan conmigo desde la película, es como un acto romántico. También me pasó que en una marcha de la igualdad una niña me robó un beso. ¿Qué iba a hacer? Me morí de la risa nomás.
Nunca he sido esclava del rating ni me interesa serlo. Si elegí emigrar en su minuto de TVN fue porque el proyecto alternativo que me proponían entonces me gustó, no por otro motivo. Yo me fijo más en el desafío artístico, el personaje y el proyecto más que en la exposición o audiencia. Hoy estoy en Mega, feliz con Papá a la deriva, y por suerte nos va muy bien, así es que no he tenido dilemas de rating, pero sin dudas prefiero hacer un proyecto interesante en un espacio inseguro, que estar en un lugar seguro, pero con algo que no me interesa.
Sé que no tiendo a caer muy bien, pese a que trato de ser siempre muy respetuosa. Debe ser porque cuando digo las cosas que pienso tiendo a herir sensibilidades. A veces, además, soy muy bruta. Tampoco soy de esos ventiladores abiertos a tirar puras porquerías, pero si me preguntas algo o si me pides la opinión, voy a ser honesta, y si al otro le molesta que lo sea, no tengo nada más por hacer. En general, no ando por la vida preocupada de lo que dice el resto, incluso si eso significa ignorar que crean cosas que a la prensa le gusta debatir como quién es la mejor o peor actriz. Eso no es tema en mi vida.
Siempre he tenido carácter fuerte y he sido muy radical para mis cosas. De chica fui la niñita aplicada, seriota y la encerrada en su pieza. Elegí que mi vida de adolescente fuera medio perna: me gustaba leer y no tener mucho contacto con el mundo. Como mis hermanos eran bien locos, yo sentía que tenía que cumplir el otro rol; el de llevar la contra a todo y nunca querer ser como ellos. Cuando entré a la universidad lo empecé a pasar bien. Se me abrió el mundo y estaba más cómoda, porque era gente a la que le gustaba lo mismo que a mí. Además, tanto cambio de colegio y barrio me hizo no tener amigos de chica, por lo que la universidad fue el primer espacio de estabilidad que tuve en mi vida.
Es cierto que hoy va más gente al teatro, pero también es verdad que en este país se invierte muy poco en cultura. Tuvo que existir un Santiago a Mil para que tuvieran conciencia de que el teatro existía. Es triste el panorama, porque en Chile no existen leyes culturales suficientemente desarrolladas, y eso viene desde la dictadura. Ni siquiera hay buena educación, y esa es la base de todo. No le puedo exigir a alguien que nunca ha ido al teatro que vaya y gaste seis mil pesos en una entrada, pudiendo gastar esos seis mil pesos en una promoción de piscola. Para esa persona tiene más sentido el copete, y es obvio, porque el Estado nunca se ha encargado de educar al respecto. No se puede hacer nada si no hay una educación que te enseñe y guíe debidamente. Esa, lamentablemente, es la madre de nuestro cordero actual.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.