Manifiesto: Tomás Moulián, sociólogo




Le tengo mucho miedo a la muerte. Quizá el fantasma de mis dos hermanos muertos me ronda, pero es un miedo metafísico. Me da miedo la muerte porque no quiero dejar de ver a las personas que quiero: a mis hijos, por ejemplo, que son lo que más amo en la vida. Morirse es no saber qué va a ser de ellos. Los mayores ya están orientados en sus vidas, pero me gustaría ver crecer a Catalina, la menor. Me da miedo pensar que no la veré llegar a la universidad. Por eso y más, no quiero morir.

He tenido tres esposas y con las tres tengo hijos. Con la primera, con quien tengo uno, me divorcié hace un año, aunque estamos separados hace más de 40. Ese fue, digamos, el matrimonio legal. Después estuve con Giselle Munizaga, socióloga, y con quien tuve cuatro hijos. Luego de esa separación, conocí a Carolina, con quien tuve a Catalina, mi hija de 16 años. Con ella me separé hace seis años, pero hace dos vivimos juntos, siendo amigos. Con ella tenemos una comunidad habitacional. Con nosotros viven sus hijos -a quienes quiero como si fueran míos-, y nuestra hija. Suena enredado, pero es algo a lo que estoy acostumbrado. Antes, tuve la misma relación con un grupo de estudiantes de la Escuela de Sociología de la UC, donde eran dos mujeres y dos hombres. Fue una experiencia comunitaria donde había relaciones afectivas, pero no sexuales. Ahora tengo el mismo vínculo, pero con Carolina, mi última pareja. Llevamos separados seis años y hace dos vivimos juntos. Es algo muy moderno para mis 76 años.

Viví por opción propia en una población. Tenía 18 años. Antes de eso, estaba con mis padres a una cuadra del Estadio Nacional. No me acuerdo cuáles fueron los argumentos que me di a mí mismo ni a ellos para hacer esa operación, pero los convencí. Había conocido a un amigo que era cristiano de avanzada. El me hizo ver que sería bueno para mi desarrollo como católico irme a vivir a una población, y así fue. No recuerdo cuánto tiempo estuve viviendo en lo que hoy es la Santa Julia, pero me hice muy amigo de la gente que vivía cerca. Si tuviera que elegir, volvería a vivir esa experiencia.

Antes me daba un poco de pudor ser hincha de Católica. Tengo mis reservas al respecto, porque es un equipo que es demasiado de barrio alto y yo vivo en el centro; mi hija menor estudia en el Liceo 7 y mi vida es más austera. Movilizarme a San Carlos de Apoquindo es una epopeya para mí. El gusto se lo debo a mi padre. Como él era vasco, no podía ser de la Unión Española; del Colo-Colo tampoco, porque, según él -y porque los vascos son racistas consagrados- eran indios; entonces no le quedó más que la UC. Me gusta el fútbol, aunque soy malo para jugar. De niño me esmeraba mucho, pero no me resultaba. Por lo mismo, siempre quise ser entrenador de fútbol.

Crecí pensando, por culpa de mi padre, que mi madre era intelectualmente débil. Ella tuvo una meningitis cuando joven que, por los tiempos en que crecimos, nos hizo creer a todos que era poco inteligente. Nosotros, como éramos chicos, seguimos la idea que mi padre nos instaló sobre ella. Fue algo muy cruel, y ella, lamentablemente, asumió el rol de mujer dependiente, sumisa y empezó a vestirse como empleada doméstica. Mi padre no era mala persona, pero sí era machista. Cuando él murió, yo me hice cargo de mi madre y me di cuenta de que era una persona que pensaba perfectamente bien. Lo que ocurrió con ella es que fue fruto de la dominación masculina. Yo, hasta su muerte, la acompañé y conversamos varias veces del tema. Fue muy triste todo, porque juntos concluimos que, simplemente, ella había sido una víctima de la familia.

Cuando asumí la Rectoría de la Arcis ya había problemas. No me arrepiento de haber aceptado el cargo, pero sí fue difícil. Cuando asumí estaba como jefe de directorio Jorge Arrate. El me dijo que no tenían plata para pagar los sueldos. El problema, entonces, viene desde el origen. Recuerdo que me enfrenté muchas veces con Max Marambio, porque yo me ponía de acuerdo con el sindicato para mejorar salarios. El, en cambio, trataba de defender la plata de la universidad y se oponía. El tema de las platas es complejo desde siempre y no le veo salida próxima. Fuera de eso, el cargo fue una bonita experiencia.

Respeto mucho a Eugenio Tironi y a Enrique Correa. Ellos, es cierto, se convirtieron en empresarios importantes, pero no los critico por eso. Ahora que gané el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales -por el que estoy contento y emocionado-, Tironi ha sido muy generoso conmigo y se lo agradezco. Sé que lo critican mucho, pero no sé lo que dicen particularmente, porque no tengo Twitter ni conozco los blogs. Sé también que hablan mal de Enrique Correa, pero yo lo veo de otra manera: ellos siguieron su camino de acuerdo a sus intereses, proyectos y circunstancias.

La depresión, que también he padecido, es el karma de los Moulián. Me he medicado correctamente cuando ha correspondido, pero la situación no es fácil. De los cuatro hermanos que éramos, dos murieron. Luis, el menor, mi partner, el historiador con el que conversaba los temas que me interesaban y, además, es papá de Vasco Moulián, se suicidó. El, antes de morir, intentó suicidarse dos veces producto de su depresión. El fumaba mucho y lo internaron. Cuando hablaron de un trasplante de pulmón se asustó, dejó de tomar los antidepresivos, se desestabilizó y, en medio de todo eso, se suicidó. La depresión puede tener consecuencias terribles, pero si se trata, no debería haber mayores problemas, como ha sido mi caso.

No quería ser sociólogo, pero fue la opción que se me presentó. Por problemas económicos que había en mi casa tuve que entrar a trabajar. De suerte, el pintor Alberto Pérez -que entonces era mi amigo- me recomendó en una biblioteca que era de los jesuitas. Como no existían los computadores, tenía que anotar en un cuaderno grande y a mano los libros que la gente sacaba. Era agotador. Ahí había un cura que recién había llegado a Chile y con quien tuve un gran vínculo: Roger Vekemans. El, que abrió la Escuela de Sociología en la Universidad Católica, valoró mi trabajo en la biblioteca y, posteriormente, me convidó a estudiar con él. Ahí hice grandes amigos, como Rodrigo Ambrosio, fundador del Mapu, y Claudio Orrego padre. Ese cura no imaginó cómo marcaría mi futuro.

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