Marruecos: Alí Babá en la Medina de Tetuán
<P>Un viaje con más de una sorpresa. Entre trabalenguas e idiomas ininteligibles, insistentes personajes, los atractivos de Tetuán pueden hacer caer hasta al más cauto de los visitantes. Aquí la historia de cómo nuestro cronista se hizo de un par de tapetes sin siquiera pensarlo.</P>
Ya estamos en el corazón de la Medina de Tetuán y, aunque camino rápido, me es imposible seguirle la pista a Rachid, el guía marroquí que me abordó de una manera sigilosa e incisiva apenas estacioné el auto. Yo lo veo desde atrás y me sorprende la manera que tiene de esquivar a los ríos de gente que suben y bajan. Rachid se mueve por ese laberinto de calles de paredes blancas y estrechas, como si fuese un ratón que conoce perfectamente los caminos de las alcantarillas. No va con la típica vestimenta de los hombres marroquíes (túnica cerrada y babuchas), sino que lleva zapatillas Nike, jeans, camiseta blanca y una gorra del F.C. Barcelona. Pero en el momento en que desembocamos a los puestos de mercado, lo pierdo de vista: me he distraído con el hipnótico rezo que proviene de la mezquita de la Medina; con los olores de la ingente cantidad de especias que se venden en los puestos del mercado, una paleta de extraños colores rojizos, verdes y amarillos dentro de costales de yute; el cúrcuma, la canela, el azafrán, el páprika, el jengibre atraen las miradas como si los ojos pudiesen paladear sus sabores. De modo que sigo caminando despacio, algo desorientado, cuando escucho la voz de Rachid gritando mi nombre. Giré a la derecha y lo vi dentro de un bullicioso y típico café marroquí, sentado a una mesa con una taza humeante delante de él. Al sentarme veo que el local está lleno sólo de hombres (a las mujeres no se les permite la entrada). Todos toman el té, charlan animadamente y juegan a las cartas. Ya viene Mohammed, me dice Rachid al oído. ¿Quién es Mohammed?, le pregunto, pero no me responde. En ese momento mi corazón da un brinco, como si fuese el presagio de lo que viviría unos minutos más adelante. Porque nada de eso me imaginaba horas antes de llegar a Tetuán, cuando recorría el camino con dirección a Ceuta, entre los acantilados verdes de la zona montañosa del Rif, con las aguas del Mediterráneo a la derecha.
Sin embargo, me habían hablado maravillas de la autenticidad de la Medina de Tetuán y por eso decidí desviarme hacia el interior, sin pensar en lo que me ocurriría. Y fue mientras estacionaba el vehículo que se me acercó este sujeto con mucho sigilo. Rachid, me dijo que se llamaba y que podía ser mi guía. ¿Primera vez en Tetuán?, me preguntó (su español era correcto). Pituska, le respondí sin mirarlo, sin embargo, volvió a la carga: ¿Español? ¿English? ¿Français?; Raskut malanat, le dije. ¿Ruso, Russian?, se le iluminó la sonrisa creyendo haber acertado, pero yo seguía respondiendo palabras ininteligibles. Y es que una semana en Marruecos había sido suficiente para darme cuenta de lo intrusivos que eran los comerciantes marroquíes y, para evitar su asedio, me refugiaba en un "idioma" inventado por mí.
De cualquier manera, cuando cruzamos la Puerta de los Vientos y caminábamos entre los puestos de telas, cerámica y especias, me sentí algo agobiado por la cantidad de gente. De pronto, comprendí que para ahorrar tiempo no estaba del todo mal tener un guía en Tetuán. Iba a estar poco tiempo en la ciudad y un local, sin duda, me podría enseñar lo interesante. Le confesé la verdad a Rachid, que yo no era croata ni ruso, le dije que venía de España. En el momento en que acordamos el precio y nos dimos la mano, sus gruesos labios se abrieron en una sonrisa que levantó sus mofletes, muy caídos para los 25 años que me dijo que tenía, como si los años los hubiesen descolgado por el persistente esfuerzo de hablar y capturar la atención de los extranjeros como yo. "No se va a arrepentir", sentenció.
La mayoría de marroquíes, además del árabe, dominan el francés y el español. Hasta mediados del siglo XX, el norte de Marruecos había sido colonia española, mientras que el norte había sido parte del Protectorado francés. Todo esto me lo cuenta Rachid, pero ya sentados en el café dentro de la Medina, mientras esperamos -con mucha ansiedad en mi caso-, al tal Mohammed. Finalmente, aparece un tipo huesudo con túnica color marfil, de barba rala y unos ojos líquidos e inquietos, que me observaban como si ya conociesen todo sobre mí. Atravesamos el umbral de la puerta trasera del café y pasamos a un patio amplio, con mucha gente trabajando dentro de unas fosas llenas de un líquido color terracota, de donde proviene un olor tan asqueroso que me produjo una arcada.
Es el lugar donde se realiza la labor de curtir la piel de los corderos, para que no tenga una descomposición biológica y se puedan utilizar como tapetes, explica en un excelente español Mohammed. En las fosas se procede a limpiar las pieles de la grasa, luego se ablandan con líquidos alcalinos y salados y, finalmente, se curten con otras sustancias químicas.
Rachid interrumpe a Mohammed y le dice que no se moleste en explicar tanto, que yo no entiendo el español (en el café le había pedido a Rachid que, por favor, no delatase mi origen). Al escuchar esto, Mohammed me mira con cierto recelo, pero yo sigo observando las fosas, como si no me diese cuenta de nada. Y ahí, nos invita a la terraza de su casa, desde donde se contempla esa maravillosa vista de Tetuán, con las casitas blancas sobre en monte Yebel Dersa, como si quisiesen agarrarse unas de otras para no caerse.
Inesperadamente llega un niño (me imagino que es el hijo por la manera como Mohammed le acaricia la cabeza). En una bandeja trae varias tazas de té, pero yo niego con la cabeza. Mohammed inclina su cabeza y se toma el pecho. Rachid me mira y hace un gesto para que acepte ese cumplido de la casa. Después bajamos a una planta y entramos a una sala amplia, de techo muy alto, atestada de tapetes de todos los colores y formatos. Cuando Mohammed cierra la puerta, todo el bullicio de la ciudad desaparece. El calor es infernal. Aparecen dos muchachos altos y fornidos, unos mellizos árabes que empiezan a tender, de manera coreográfica, las alfombras a lo largo y ancho de la sala. ¿Cuál te gusta?, me pregunta Mohammed. Lanzovich, le respondo. Me mira de soslayo, extrañado.
Los dos muchachos continúan poniendo otros tapetes en el suelo, sobre los que ya hemos visto, hasta que Mohammed levanta la mano en señal de que se detengan. Esto no tiene fin, pienso yo, cuando de repente él se pone de rodillas, los toca, me explica sobre las texturas y los tintes utilizados; y al final, señala los diferentes precios. What do you like?, Paskitov, le respondo. ¿Cuál te gusta?, Perestroika ¿Trè Joli?, Trotski. Mohammed comienza a lanzar una pregunta tras otra, sin parar; y yo a cada una de ellas respondo en mi dialecto con sonoridades balcánicas. Al cabo, percibo que mi cerebro se atonta al no tener ya más referencias racionales y siento que el rubor se me sube a las mejillas. Mohammed se me acerca y arruga el entrecejo, Where are you from?, pregunta mordiendo cada palabra. Y es ahí que, entre la lógica de haber comprendido el inglés y el agotamiento creativo de haber sacado tanta palabra rara de la chistera, señalo el norte con el dedo índice, Rancaskov.
Mohammed da un salto triunfal sobre su sitio. He understands English!, dice. Había caído en su trampa. Hago una mueca tonta: no hay vuelta atrás, debo hablar en inglés. Con la lógica resuelta, y luego de una clase magistral de cómo vender, termino finalmente con dos tapetes sobre los hombros. Después de atravesar un largo pasillo flanqueado por celosías de madera, cruzamos la puerta de arco morisco y salimos a la calle. Mohammed se despide de nosotros con una venia y cierra la puerta. Yo no le dije nada, me dice Rachid. No te preocupes, le doy lo que habíamos acordado y me despido de él. Camino entre esas calles blancas y arcos abovedados, donde me llega un profundo olor a curry a las nasales. Y por unos segundos, tengo esa sensación extraña en el pecho, la misma que seguro tuvo Alí Babá después de haber sido rodeado por 40 ladrones.
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