Martin, el maratón y la tragedia

<P>Tres víctimas fatales cobró el atentado explosivo en contra del Maratón de Boston, el lunes recién pasado. Uno de los muertos fue el niño de ocho años Martin Richard; su madre y una hermana, además, están dentro de los 176 heridos que dejó la explosión. Los Richard eran una familia comprometida con la comunidad de Dorchester, una zona donde el luto se respira ahora en las calles. </P>




Son las 16 horas del miércoles, tras el Maratón de Boston, en Dorchester, el barrio donde vivía Martin Richard, el niño de ocho años que murió el lunes en las explosiones en la línea final de la tradicional carrera de resistencia. Son las 16 horas, pero el reloj frente a la estación del metro marca las 14.50, la hora de las explosiones. El reloj, que no se mueve, está rodeado de flores.

Un hombre mayor se detiene frente a la plaza. "Paramos el reloj, ¿ve?", y eso es todo lo que dice antes de cruzar hacia Ashmont, la calle que parte de la plaza y lleva en un par de cuadras a la casa de los Richard.

Martin Richard murió en las graderías de la recta final del Maratón de Boston. Lo acompañaban su padre, William Richard; su madre, Denise; su hermano mayor, Henry; y su hermana menor, Jane. Ella, de seis años, fue herida de gravedad en una pierna, Henry no figura entre los lesionados y la mamá, Denise, fue operada el lunes de urgencia con lesiones en la parte superior del cuerpo.

Los Richard trataban de escapar de las graderías en la meta de la carrera, tras la primera explosión, cuando los alcanzó la segunda, dijo a la agencia AP Stephen Lynch, uno de los representantes de Boston en el Congreso y amigo de la familia desde hace 25 años. Una pediatra de la ciudad, Kim Wills, trató de ayudar al niño mientras llegaban las ambulancias, según el relato que hizo su esposo a la televisión local: "Trató de hacer lo que pudo, lo asistió". Cuando la pediatra entregó a Martin a las unidades de emergencia, les informó que ya había fallecido. No lo reconoció hasta que vio sus fotos al día siguiente, porque el rostro del niño estaba ennegrecido por los restos del estallido.

Otras dos personas, Krystle Campbell, de 29 años, y Lingzi Lu, de 23, murieron mientras miraban el maratón. Más de 170 quedaron heridas. Y hasta el cierre de esta edición, uno de los sospechosos había sido muerto por fuerzas policiales y otro era intensamente buscado para su captura. "La carrera se cortó detrás mío", recuerda la chilena Stella Marsiglia, del grupo Santiago Runners, a metros de la meta, en Copley Square. "Sentí que la policía detrás mío corría y gritaba: '¡Se suspende el maratón, se suspende el maratón!' (...). La gente trataba de saltar por las vallas porque el público lo único que quería era alejarse de todo esto".

Las primeras imágenes que circularon el lunes, minutos tras la explosión, mostraban manchas de sangre en Boylston, la recta final del maratón, y los primeros testigos decían haber visto restos humanos en la calle. Los días siguientes -cuando ya se filtraba la información sobre las ollas a presión utilizadas como artefactos explosivos, ollas marca Fragor de seis litros- empezaron a hablar los médicos que atendieron a los heridos. Contaron que, en muchos casos, las amputaciones fueron inmediatas; que habían retirado clavos, vidrios y otros elementos de las heridas de los espectadores; que en los hospitales recibieron pacientes con hemorragias, arterias cortadas, fracturas y quemaduras. "Heridas de guerra", dijo uno de ellos.

Aunque es corredor y ciclista, el padre de Martin, William Richard, no participaba en el maratón ese día. Amigos y vecinos de Dorchester sí corrían y la familia completa estaba en el lugar de la meta para alentarlos. En los metros finales intentaban ubicar a algún conocido en la llegada.

Los Richard eran parte activa de su barrio, de su colegio, de su iglesia y de su comunidad. Comían en Il Tavolo, el restaurante de la esquina. Allí se juntaron los vecinos la mañana siguiente al maratón. En un país donde el individualismo ha erosionado la participación cívica y el compromiso comunitario, los Richard han sido una de esas familias que construyen una vida en comunidad. Como parte de una asociación sin fines de lucro, supervisaron la reconstrucción de la estación de Ashmont y la remodelación de algunos sectores del barrio.

Martin Richard no estaba en la meta del maratón por casualidad: estaba creciendo en una cultura deportiva. Ya jugaba en una liga infantil de béisbol y ya era un fan de los Boston Bruins, el equipo de hockey en hielo de la camiseta negro amarilla con la que el niño aparece en fotografías.

Los Bruins jugaron el primer evento deportivo que se hizo tras el maratón, el miércoles. Un partido donde el comentarista deportivo local dijo que 17.565 personas lloraron en el estadio, cuando el equipo se paró en cancha para honrar a las víctimas y cantó el himno nacional con un mensaje en sus cascos: "Fuerza, Boston".

La noche del lunes, mientras su hija y su esposa estaban en el hospital y Martin ya había fallecido, William Richard volvió a su casa en Dorchester y salió minutos más tarde. "Parecía un muerto caminando", le dijo al Daily Mail su vecina Jane Sherman.

El mismo martes, William Richard entregó un mensaje por escrito a los medios, pidiendo paciencia y privacidad: "Agradecemos a nuestra familia y amigos, a los que conocemos y a quienes no hemos visto nunca, por sus pensamientos y oraciones".

La casa de los Richard está en la zona de Ashmont muy cerca del centro de Dorchester, del metro y de la parroquia católica Santa Ana, donde los vecinos improvisaron una vigilia el martes por la noche. En un barrio diverso, el lugar donde vivió Martin Luther King y la población afroamericana es mayoritaria, la zona de Ashmont es el lugar donde llegaron los irlandeses para trabajar en la construcción del ferrocarril del sureste de Massachusetts.

Un bombero de la Sexta Compañía dice: "Siempre hay niños jugando, pero ahora cerraron la calle. La gente dejó flores, dejó mensajes, pero el papá pidió que por favor ya no más".

La policía acordonó con cinta amarilla la casa de los Richard, en la calle Carruth, y una patrulla está estacionada en la puerta. Los niños juegan en los patios de las casas sin rejas en este barrio de casas victorianas. Martin Richard era un niño de ocho años en tercero básico, que se encaramaba a los árboles y sólo bajaba cuando su mamá -una mujer de risa contagiosa, como describió una de sus amigas- salía a llamarlo a la puerta, "como si estuviera haciendo algo malo", contaba una vecina de 80 años a la agencia AP. Tenía una de esas sonrisas que valen un millón de dólares, "y sabías que esa sonrisa se iba a quedar con él cuando creciera", declaraba una amiga de la familia al Washington Post. Contaban que lo vieron el viernes de la mano de su mamá caminando a comprar leche, que era caballero y compuesto, que parecía un poco mayor a su edad. El y su hermana asistían al House Charter School, donde la madre trabajaba en la biblioteca. El director del colegio emitió una declaración pública. Dijo que Martin era "un niño brillante, lleno de energía, con grandes sueños y esperanzas".

William Richard es vicepresidente de una compañía de manejo ambiental, EST. Pero los costos de recuperar a su familia, en todos los sentidos, serán altos. En internet, a partir de la iniciativa de uno de los investigadores del MIT que conocía a los Richard, ya se organizó un sitio -richardfamilyfund.org- que recoge donaciones para apoyarlos.

Reporta el diario local de Dorchester que la familia de Martin ayudó a restaurar el reloj y la Plaza Peabody, la que, más que plaza, es una breve esquina con un tramo de vereda, una franja de pasto y una sola banca. La mañana del martes, cuando Boston amanecía entre soldados y policías, cuenta el diario que un vecino, "Jeff Gonyeau, de la calle Ocean", cambió la hora y paró el reloj. Gonyeau también puso las flores y crespones, y se fue con el único juego de llaves de la plaza.

Con el paso de las horas fueron apareciendo flores, tarjetas, un conejo y dos osos de peluche; un diario que ya amarillea con la foto de Martin en la portada, un guante de béisbol nuevo y réplicas del mensaje que el niño escribió un día en el colegio: "Que no hieran a más gente: paz". Según la nota del Dorchester Reporter, el reloj de Peabody no volverá a andar "hasta que se haga justicia para Martin".

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