Mi padre el Che
<p>La hija mayor de Ernesto "Che" Guevara con la cubana Aleida March estuvo hace poco en Chile para presentar el libro donde su madre recuerda la vida puertas adentro con el revolucionario argentino. La pediatra Aleida Guevara, quien reside en La Habana, también se animó a recordar y habló de su infancia junto al padre, a quien vio por última vez cuando ella tenía seis años. Estas fueron sus palabras. </p>
Aleida Guevara (52) luce cansada. Quienes la rodean quieren una foto con ella y su dedicatoria en el libro que vino a lanzar en Chile. Se trata de Evocación, mi vida al lado del Che, escrito por su madre Aleida March, segunda esposa del Che Guevara y madre de los cuatro hijos que el guerrillero tuvo en Cuba. Aleida es la mayor.
Cuando su padre murió, ella tenía seis años. Por eso, lo fue conociendo con los años y a punta de relatos y recuerdos traspasados por su madre y conocidos. Sin embargo, Aleida habla sobre él como si lo hubiese tenido muy cerca siempre.
De él heredó la vocación por la medicina. Aleida es pediatra, militante del Partido Comunista de Cuba -donde vive junto a sus tres hermanos: Camilo, Celia y Ernesto- y portavoz del Centro de Estudios Che Guevara. Esta es su segunda visita a Chile. La primera ocurrió en 2006, a un año de la muerte de Gladys Marín, pero entonces aún era reacia a comentar la vida junto a su padre. Esta vez se anima a hacerlo. Sentada en la azotea de un local en el Patio Bellavista, narra sus recuerdos de hija.
“Cuando mis papás se casaron, en 1959, él quería tener un varón. Ya tenía una mujercita, Celia, mi hermana mayor, de su matrimonio anterior. El día en que nací, él estaba de viaje en China y le envió un cable a mi mamá que decía: ‘Si es hembra, lánzala por el balcón’. Cuando volvió a Cuba, días después, mi mamá no lo dejó entrar en mi cuarto. Ella era campesina y había estado sola, embarazada y sin su hombre en La Habana. Conmigo pasó 11 horas de trabajo de parto y al final fue cesárea. Con mis otros tres hermanos fue igual. Yo creo que él nunca se dio cuenta de eso. Entonces, cuando vino a conocerme, ella le dijo ‘No, esa no es tu hija, a ella la boté como me pediste’. Bromeaban entre ellos.
Yo aún no tenía nombre. Mi mamá quería ponerme Lidia, el nombre de su hermana que había muerto y que había querido mucho, pero mi papá no lo permitió. El dijo que yo me llamaría Aleida, igual que la mujer que amaba.
Mi papá trabajaba 16 horas diarias. Cuando llegaba, yo estaba durmiendo, y cuando se iba, yo despertaba. A veces me llevaba al círculo infantil para aprovechar de estar más tiempo conmigo, o me despertaba un fin de semana para llevarme a trabajo voluntario. Recuerdo haber entrado por un patio de cañas y que había gente por el otro lado esperando para verlo.
Le encantaban los perros. Tenía uno de mezcla, un perro grande que tenía algo de pastor alemán y dóberman. Se llamaba Muralla y siempre se acostaba en la puerta de su cuarto, en un espacio oscuro que daba al pasillo. Entonces, cuando mi abuela, que vivía con nosotros, le iba a tocar la puerta a mi papá, se pegaba un susto porque se topaba con Muralla. Ella le decía que se fuera, y mi papá despertaba. Abría la puerta y le decía ‘Señora, ¿qué está haciendo con mi perro? Déjelo tranquilo”. Y luego se reían.
Mi papá me besaba en la oscuridad. Cuando él llegaba, yo casi siempre estaba acostada con mi mamá con la excusa de acompañarla. Entonces venía él, me cargaba en sus brazos y me llevaba a mi cama. Me daba un beso tan apretado que casi siempre me despertaba. Yo pensaba: en la oscuridad del cuarto una persona me está apretando y no logro ver quién es.
Yo le tenía temor a la oscuridad. Entonces mi mamá encontró un libro que narraba la historia de un niño que se hacía amigo de un león que lo acompañaba a todas partes y él terminó siendo muy valiente. Con los años, el león decidió dejarlo, porque otros niños lo necesitaban. Me encantó ese cuento apenas me lo leyeron, y mi mamá se dio cuenta. Se lo comentó a mi papá y él me mandó de regalo, desde Africa, un león de peluche. Después de recibirlo, el león me acompañaba a todas partes. Nunca más sentí miedo por la oscuridad.
Guardo sólo dos regalos que él me dio: ese león de peluche y una muñeca.
En uno de mis últimos viajes a Argentina, un conductor de televisión me preguntó qué había heredado de mi padre. Lo primero que le respondí fue que la forma los ojos y la sonrisa, que se parecen mucho a las de él. El hombre no quería saber eso. Me preguntó nuevamente: ¿Qué heredaste? Le dije ‘mi padre tenía una mano adelante y la otra atrás, ¿qué más voy a heredar? No heredé nada’. Luego me dio un ataque de risa. ‘Usted no tiene idea de cómo era mi padre’, respondí.
La última vez que lo vi con vida fue a mis seis años, a fines de octubre de 1966, antes de que él partiera a Bolivia. En esa ocasión no lo reconocí, pues ya había cambiado su identidad y estaba disfrazado. Se presentó como Ramón, dijo que era amigo de mi papá. Decía ser español, pero se oía como argentino. No lo reconocí jamás, peor fue la última vez que lo vi.
Días antes de que se confirmara la muerte de mi padre, el tío Fidel, como le he dicho siempre, me mandó a buscar. A esas alturas, y con tanto murmullo, a mí y a mis hermanos nos habían sacado de la escuela. Fidel no dio la noticia hasta el 18 de octubre de 1967, aunque el 9 lo habían asesinado.
Nos mandaron a una playa y eso me sorprendió, porque en mitad del curso a ningún niño lo mandan a la playa. En esos días me enfermé y tuve que ir hasta La Habana para ver a un dentista. Me mandó a tomar eritromicina. Y fui a casa del tío Fidel, donde estaba también Celia Sánchez Manduley, la tía Celia. Ella me dio las primeras dosis del medicamento que yo tragaba apenas. Mi mamá estaba en el campo, haciendo unos trabajos con mi tía y mis abuelos. Esa misma noche hablamos con Fidel.
Era 11 de octubre. También mi hermana mayor estaba invitada a comer esa noche. Al final de la cena, él me dice que había recibido una carta de mi papá que decía: ‘Si los hombres mueren como quieren morir, no hay que llorar por ellos’. Yo no entendía nada. Luego dijo: ‘¿Ustedes me dan su palabra de pioneras?’ Yo aún no lo era, pero mi hermana sí. Entonces volvió a preguntar: ‘¿Tú me das tu palabra de revolucionaria entonces?’ Ahí entendí todo. Yo tenía casi siete años. Si mataban a mi papá, nosotros no teníamos que llorar, porque él habría muerto luchando por lo que quería. Esa carta nunca existió. Lo supe días después. Fue sólo la forma en que Fidel preparó a dos niñas para enfrentar la muerte de su padre.
Y no fue todo. Al día siguiente regresé a la casa del tío Fidel y me dijo: ‘Llévale este plato de sopa a tu mamá. Está en mi cuarto’. Yo llevaba varios días sin ver a mi madre, así que subí las escaleras muy feliz por reencontrarme con ella. Llegué y la vi llorando descontrolada. Ella siempre lloraba con facilidad, pero nunca antes la había visto así. Estaba destruida.
Me senté en la cama y le pregunté qué le pasaba. Tengo su imagen diciéndome ‘tengo que hablar contigo’. Pero fue incapaz de decirme que mi papá había muerto. Sacó una carta de despedida que mi papá había dejado escrita de puño y letra antes de morir. Esta sí era real. Empezaba así: ‘Cuando ustedes lean esto, será porque yo ya no estoy entre ustedes’. Al final se despide: ‘Un beso, papá’. Yo uní el principio con el final y entendí que ya no tenía papá. Comencé a llorar. Lloramos largo rato, hasta que me acordé de mi tío Fidel y lo que habíamos conversado la noche anterior. Me sequé las lágrimas y le dije a mi mamá que no podíamos llorar por él, que papá había muerto como quería. Mi mamá no podía creer que una niña estuviera diciendo semejante cosa.
Después me acosté con ella y nos quedamos dormidas. Cuando amaneció, yo tenía puesta una almohada junto a mí. Le pregunté a mi mamá por qué eso estaba ahí, y me dice que Fidel la había puesto para que no me cayera. Ah, le dije, es que mi tío no sabe que ya soy grande. Ella y yo echamos a reír.
Más grande, con 10 u 11 años, robé la llave del despacho de mi papá y leí varias cartas que se enviaban él y mamá cuando estaban separados por sus viajes. Hay postales en las que él se refiere a ella como “mi única”, “mi querida”.
De mi papá y mi mamá prácticamente no tengo imágenes juntos. He construido algunas en base a fotografías que he visto una y otra vez. La foto de la portada del libro que escribió mi madre es una en la que aparecen los dos durante un pedacito de los dos o tres días que tuvieron de luna de miel en una finca. Es puro amor.
Yo me siento orgullosa por quien fue y es mi padre. El rompió fronteras. Yo he estado en Japón, una cultura y un mundo diferente al nuestro, y me he topado desde gente común y corriente hasta presidentes de partidos políticos que me reciben porque sienten gran respeto por él. Cuando veo que mi padre se multiplica en miles de jóvenes en una manifestación estudiantil, cuando su imagen está ahí en medio, eso es verlo vivir”.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.