Mi vecino es un astrónomo
<P><span style="text-transform:uppercase">[con vista al cielo] </span>En los extremos precordilleranos de Las Condes, Lo Barnechea, Peñalolén y Cajón del Maipo personas construyeron sus propios observatorios en el techo de sus casas. Otros salen a la calle con sus artilugios a mirar desde la vereda. El cielo de Santiago está plagado de estrellas. </P>
La escena fue la siguiente. En el puente de Vespucio sobre Kennedy, a las 2 de la mañana, el profesor de artes Hugo Soto montó un telescopio en la vibrante vereda. Conectó una cámara fotográfica al telescopio. Al poco rato, salió la luna cuarto menguante en la cordillera. Tomó y tomó fotos. Los pocos autos nocturnos pasaban a 100 kms/h y uno que otro por curioso casi lo rozaba con el parachoques para ver qué hacía.
El resultado no fue el mejor, pero sorprendente igual: logró meter el dorado hotel Hyatt, el río de luces de Kennedy y el borde rugoso de la cordillera de los Andes, dentro de una inmensa luna naranja plagada de cráteres asomando en Los Andes. No resultó totalmente satisfecho con el montaje. El puente vibraba y el viento de los autos movía el telescopio. Seguro que caminará desde su casa, muy cerca de ahí, una y otra noche hasta lograrlo.
Es un camino sin retorno, hasta conseguir una foto parecida a una muy famosa de otro astrofotógrafo, Roberto Antezana, que mostró Cristián Warnken en Una Belleza Nueva. En ella, Antezana metió a la virgen del San Cristóbal en una luna inmensa llena de cráteres y montañas lunares. La tomó con su cámara y telescopio desde la vereda del puente del Arzobispo muchos años atrás.
Sidewalk astronomers o astrónomos de vereda es el nombre que en el hemisferio norte reciben los astrónomos aficionados. Los sidewalkers son también un movimiento antiguo ya, fundado en los 70 por el monje John Dobson, que en sus ratos libres hacía telescopios. Su idea era que estos aparatos -pesados, metálicos y grandes para los que incluso había que hacer una cúpula- fueran tan livianos y desarmables que se pudieran montar sobre la vereda o cupieran en un auto pequeño. Diseñó entonces una estructura desarmable, tan precisa y práctica, que hoy se conoce por su nombre: "telescopio dobsoniano" y es el molde para los aficionados de todo el mundo.
Dobson vino a Chile en 2004 y quedó sorprendido al ver los artilugios que hacían los astrónomos de barrio en Santiago, siguiendo su diseño.
En "la cota mil", es decir, en las zonas altas de la capital, es fácil encontrarlos. En Peñalolén, con Santiago a sus pies, el ingeniero civil Carlos Contreras tiene el telescopio hecho a mano más grande construido en Chile y, según algunos astrónomos amateurs, el más grande del mundo: "Un dobsoniano de 51 centímetros de diámetro o 20 pulgadas, hecho por Ricardo González, una especie de Da Vinci santiaguino que, de vendedor de repuestos de auto, pintor y tallador de espejos de astronomía, llegó a trabajar al cerro Tololo en el espejo de cuatro metros. Hasta los 90, era el más grande del mundo. Carlos Contreras fue su mejor amigo y hoy conserva el aparato, que cabe en un maletero de auto.
Contreras es el astrónomo de Peñalolén. Conocido por todos por su barba de científico loco, llegó ahí en los 70 y tiene un club astronómico con varios telescopios hechos a mano en soportes de madera. Pero ya ve poco, no por su edad (70), sino por la luz de Santiago que contamina el cielo. "La luz urbana va dejando ciegos los telescopios de la ciudad: el del cerro San Cristóbal (de 1902 y durante 50 años el más potente de Sudamérica); el del Cerro Calán, de la U. de Chile, en Las Condes; el de la Quinta Normal; y el del antiguo Liceo de Recoleta, entre otros, no tienen oscuridad suficiente para observar…Por eso es importante que sean portátiles".
Contreras arma el telescopio dobsoniano en su taller. Es impresionante: "Un artilugio de madera de un metro y medio de largo con rodamientos y engranajes de reloj que permiten seguir el movimiento de las estrellas. Un telescopio de 50 centímetros comercial y no desarmable -que debe quedar fijo en un soporte y ojalá bajo una cúpula- cuesta $ 20 millones". Inversión que algunos entusiastas, que encontraron un barrio todavía oscuro, alcanzan y superan para horror de sus esposas. Como el empresario José Sánchez, con 30 años de astrónomo amateur, que acaba de invertir US$ 2 millones para construir su propio "Observatorio Andino" sobre el techo de su casa, en el Kilómetro 9 del camino a Farellones.
En una ruta paralela a la de Farellones, hacia el Arrayán, el grupo de aficionados de la Asociación Chilena de Astronomía y Astronáutica (ACHAYA) instaló cuatro telescopios. El último fue comprado con la donación que dejó un socio en su testamento.
Ahí se reúnen dentistas, profesores, liceanos, empresarios o ingenieros como Jody Tapia, quien explica que los cajones precordilleranos -de Las Condes, Lo Barnechea- tapan un poco la luz de la capital y todavía permiten observar bien las estrellas. Pero además, ellos combaten la luz de Santiago con softwares y técnicas que se transmiten de boca en boca.
La fotografía digital les significó un renacimiento. "Una cámara normal", dice Jody, "permite ver mejor que el ojo humano y equipos que antes costaban millones". Se ve una foto rojo intensa de la nebulosa Eta-carina captada sobre Santiago con una cámara amateur. A simple vista, por un potente telescopio, se observa apenas un tenue manchón gris. En las terrazas de ACHAYA, cuando hay algún evento astronómico -Venus pasando frente al sol o un cometa que se estrelló en Júpiter-, se juntan hasta una treintena de personas con sus telescopios.
Al llegar a San Alfonso, en el Cajón del Maipo, otro aficionado, Leopoldo Hoffman, tiene un observatorio en su camping Roan Jasé. Es dueño de un dobsoniano de 30 centímetros hecho por Ricardo González, otra obra de ingeniería amateur. Ahí el cielo es estrecho por las cumbres, pero prístino. Se puede ver la Nebulosa de Orión, que en verano está sobre las cabezas, palpitante y sobrecogedora.
"Mirar el cielo es el hobby más antiguo que hay", dice el empresario de instrumental médico Roberto Zepeda, conocido en el mundo de la astronomía aficionada de Santiago por su singular apodo: Caylo. "Es tan simple, que con un palo clavado en el suelo, uno puede determinar los solsticios, los equinoccios y los eclipses. Saber la hora o los puntos cardinales por su sombra…".
Caylo dice que tanto el que observa con un palito como el que tiene una fortuna en telescopios, son igualmente astrónomos aficionados. El es un sidewalker. Tiene un telescopio por si alguien quiere ir a ver la profundidad del cielo en las veredas de Ñuñoa.b
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