No-lectores
ASI COMO hay grandes lectores, también hay excepcionales no-lectores. Uno de ellos es Pierre Bayard, profesor de literatura francesa que publicó hace unos años un ensayo que pasó por provocador, cuando en realidad se trataba de algo mucho más significativo, más auténtico: Cómo hablar de los libros que no se han leído es un texto original, que invita a liberarse de la vergüenza o el remordimiento que provoca no haber leído ciertos títulos “imprescindibles”.
Por injusto que parezca, de los libros realmente influyentes uno sabe bastante sin necesidad de haberlos leído. Los ejemplos más contundentes son el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido de Proust. A propósito, cuando murió este último, Paul Válery escribió que había leído apenas uno de los siete tomos. Sin embargo, eso le bastaba para calibrar el aporte de Proust. “El interés de sus obras reside en cada fragmento”, dice Válery. “Podemos abrir el libro por donde queramos; su vitalidad no depende en absoluto de lo que precede, ni de la ilusión adquirida; se debe, más bien, a lo que podríamos denominar la actividad propia del tejido mismo de su texto”.
Entre leer de cabo a rabo y ni siquiera abrir la tapa hay todo un mundo. Los no-lectores de raza son lectores con el radar afinadísimo, y muy libres: hojean ciertas partes, nada más que lo que les llama la atención o donde detectan esa “actividad propia del tejido mismo del texto”. Alone ocupó una imagen insuperable: no hay que tomarse todo el tonel para saber si el vino está bueno.
En Argentina, cuando Fogwill dirigía su agencia de publicidad contrató a un veinteañero Alan Pauls como redactor publicitario y, aprovechando sus conocimientos en otros idiomas, le encargaba resúmenes de novedades de filosofía y sicología. Fogwill se caracterizaba por dominar una gran cantidad de conocimientos y era, sin duda, un lector voraz y muy atento. Pero es fácil imaginárselo exasperado ante la morosidad de Lacan o Derrida. Puede no haberlos leído completos, pero sabía cuál era la importancia de aquellos textos. Los calibraba en relación al conjunto. Era un maestro para establecer relaciones y oposiciones, es decir, las tensiones de las que se alimenta la cultura.
Siempre he pensado que las extensas críticas de las revistas literarias anglosajonas cumplen ese rol de orientar al público entre el maremágnum de información. Desde luego, también permiten hablar de aquellos libros como si se hubieran leído.
Sospecho que eso está ocurriendo con el libro de Thomas Piketty, que va primero en el ranking de ventas. Es un texto de economía de mil páginas, un estudio detallado de la distribución de la riqueza en más de 20 países a lo largo de tres siglos. ¿Cómo es posible que se hable tanto de semejante ladrillo? ¿Cuántos lo habrán leído realmente? Poco importa. Sucede que por debajo de la estadística y la metodología hay un tema que late con fuerza: la necesidad de colocar la desigualdad en el centro del debate económico. Y ocurre, también, que en el fondo todos tenemos algo de no-lectores.
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