Ojo con el "supranacionalismo"

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CHILE ha tenido el raro privilegio en las últimas semanas de acoger a varios premios Nobel. El último fue Mario Vargas Llosa, flamante galardonado en literatura. De su riquísima visita quedó dando vueltas su divertida conversación con Sebastián Edwards, a quien acusó amigablemente de "nacionalista" por mostrarse contrario a la propuesta del escritor de que los países latinoamericanos sigan el modelo de integración europeo.
No es una novedad que Vargas Llosa describa al nacionalismo como una lacra. En su discurso en Estocolmo señaló que, "junto a la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia", agregando que "nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado". La solución sería, como dijo en Chile, "trabajar de manera sistemática para desvanecer las fronteras", como lo están haciendo los países de la Unión Europea.
Nadie puede rebatir el éxito de la UE en evitar la repetición de los conflictos que en la primera mitad del siglo XX costaron la vida a decenas de millones de europeos. Pero es llamativo que un férreo defensor de la democracia como Vargas Llosa abogue por ese modelo, un experimento de ingeniería política que constituye el ejemplo perfecto de lo que el filósofo inglés Roger Scruton denomina "la falacia de la planificación": la creencia de que es conveniente que las sociedades pueden ser organizadas desde arriba adoptando un plan común, cuya ejecución depende de una autoridad central que responde a unos pocos.
Se supone que, a través del principio de la subsidiariedad (la toma de decisiones debe estar en el nivel más bajo posible), la construcción europea promovería la descentralización. Sin embargo, hace exactamente lo contrario. En la práctica, son las instituciones europeas las que deciden dónde comienza a ejercerse la subsidiariedad, centralizando la toma de decisiones a través de un pesado conjunto de regulaciones. El acquis communautaire (el conjunto de normas vigentes de la UE) incluye leyes, dictámenes y reglamentos que acumulan 170.000 páginas y ha dado origen a una enorme y todopoderosa burocracia. Así lo han entendido millones de europeos que critican el "déficit democrático" de la UE. Scruton explica que, mientras en una verdadera democracia las instituciones deben ser influenciadas desde arriba, pero controladas desde abajo, en la UE pasa al revés: un grupo selecto de funcionarios de la Comisión Europea adopta decisiones que afectan a millones de ciudadanos que están impedidos de fiscalizarlos al no existir un proceso electoral que lo permita.  
Hasta ahora, la experiencia de la UE muestra que los entes supranacionales no producen democracias. Estas sólo han tenido éxito cuando se alojan en Estados nacionales, que son los que reconocen derechos a sus ciudadanos y a los que éstos les otorgan legitimidad. En Europa, la lenta construcción de las identidades nacionales dio un techo común a gente de orígenes muy diversos que aprendió a respetarse mutuamente y se terminó dotando de autoridades que responden a sus gobernados.
La UE no ha conseguido eso y, más bien, da la impresión de ir en sentido contrario. Por lo mismo, hay que tener cuidado de ponerla como ejemplo a seguir, aunque quien lo diga corra el riesgo de ser motejado por el Nobel de Literatura como "nacionalista".

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