Perseguido por los Chicago boys

<P><I>El viernes 24 salen a la venta las memorias del economista Sebastián Edwards. En ellas habla de la difícil relación con su padre, de los profesores que lo marcaron, de las clases de marxismo de Marta Harnecker y de su vida como activista político. Habla de su difícil interacción con Miguel Kast y José Piñera, y de sus relaciones con Rolf Lüders. Cuenta las tensiones que le generó llegar a Chicago y narra cómo encontró un ancla intelectual en otras disciplinas. Escribe sobre sus experiencias, de su relación con libros y lecturas, de su desilusión con el socialismo, y de su peregrinar por el mundo. Este es un adelanto.</I></P>




Mi camino a la Universidad de Chicago empezó tres meses después del Golpe de Estado, en diciembre de 1973, cuando decidí postular a la Escuela de Economía de la Universidad Católica junto a mi amigo Felipe Montt. La Facultad de Economía Política de la Universidad de Chile, en la que nosotros estudiábamos, había sido clausurada por los militares, por ser un centro de izquierdistas y de revolucionarios, de indeseables y de vagos. Intentar cambiarse al reducto de los Chicago boys era una idea audaz, casi descabellada, pero no teníamos nada que perder. Lo peor que podía pasar era que nos cerraran la puerta en las narices y que siguiéramos, como tantos otros estudiantes exonerados, a la espera de que el rector-militar decidiera qué iba a suceder con nuestras vidas.

Tras un proceso repleto de humillaciones, logramos juntar los antecedentes requeridos para la postulación. Y así fue como en marzo de 1974, Felipe Montt y yo entramos a la Escuela de Economía de la Universidad Católica, trinchera de los famosos Chicago boys. Al principio andábamos por los pasillos con la cabeza gacha, un poco temerosos, con el típico aire de los vencidos. Algunos de los estudiantes habían sido mis compañeros de colegio, otros habían sido adversarios en lides deportivas, y unos pocos, rivales de amoríos adolescentes.

Unas semanas después del Golpe, varios Chicago boys que habían emigrado durante el gobierno de Allende empezaron a regresar al país. Casi todos se incorporaron de inmediato a labores de gobierno. Dictaban algunas clases en la Universidad Católica, pero su labor principal era en los organismos estatales de la dictadura. Los boys más jóvenes mostraban un enorme entusiasmo por el nuevo régimen y trabajaban hasta altas horas de la noche en proyectos que implicaban cambiar todo de raíz. Juan Carlos Méndez trabajó en temas de presupuesto, y Ernesto Silva ayudó a implementar nuevos procedimientos para evaluar las inversiones públicas. Pero el que brillaba como un faro en medio de una tormenta era Miguel Kast, quien muy pronto se erguiría como el líder indiscutido de los economistas noveles que apoyaban a Pinochet. Kast y el abogado Jaime Guzmán formaban una dupla formidable. Ya en 1974 trabajaban para construir los cimientos ideológicos de la Unión Demócrata Independiente (UDI), el partido conservador e integrista que por décadas dominaría la derecha chilena. Kast proporcionaba los fundamentos económicos, mientras que Guzmán contribuía con los elementos jurídicos y constitucionales, con los principios doctrinarios sobre los que, según ellos, se erguiría un régimen nacionalista y conservador que llevaría al país hacia el desarrollo y la prosperidad.

A principios de 1975 postulé a la posición de ayudante de cátedra de la materia de teoría monetaria en la Universidad Católica. Para mi sorpresa, fui elegido. El director docente me informó que ese año el curso sería impartido por Miguel Kast, quien ya se había convertido en el subdirector de la Oficina Nacional de Planificación, el organismo desde el que se dirigía el programa de reformas que transformaría a Chile. Una semana antes de que comenzara el trimestre, me junté con Miguel en su casa, para conversar sobre el enfoque que le daría al curso. Me explicó que seguiría estrictamente lo que había aprendido en Chicago y me pasó un cuaderno con sus apuntes de clases. Agregó que no era necesario leer ar- tículos o libros, y que con esas notas bastaba. Los apuntes eran ordenados, claros y pulcros, escritos con una caligrafía redonda y de fácil lectura. No había borrones ni palabras tachadas. Cuando se lo comenté, Kast me dijo que esa era la cuarta versión de las notas, y me explicó que su técnica de estudio consistía en prestar mucha atención en clases y tomar apuntes lo más detallados posibles. Luego los traspasaba en limpio, a lo menos tres veces.

-Así aprendes los fundamentos, lo que el profesor cree que es importante. No es necesario ir a los detalles que distraen, a las técnicas innecesarias, a los ejercicios diletantes de las publicaciones académicas -dijo Miguel con una sonrisa un tanto burlona.

Para mí, estudiar economía era precisamente lo contrario. Lo que decía el profesor era un mínimo atisbo, un intersticio por el cual uno se metía en las ideas de otros, en elucubraciones que podían ser sofisticadas, pero que también podían ser inconducentes; podían ser círculos o espirales, pero eso uno no lo sabía de antemano, sólo lo descubría después de leer mucho y de pensar un poco. Cuando se lo dije, Miguel echó la cabeza para atrás y se rió con ganas. Aseveró que el costo de leer esos artículos superaba el beneficio derivado de ello y que, por lo tanto, desde el punto de vista de la teoría de decisiones económicas mi enfoque era incorrecto.

Establecimos una rutina predecible. Nos juntábamos dos noches por semana en su departamento de Carlos Antúnez con Providencia, para hablar sobre los temas que correspondía cubrir en los próximos días. Cuando su trabajo en Odeplán se hizo más pesado, me pidió que dictara algunas de las clases. Yo lo hacía con gusto; cada vez me sentía más dueño de la cátedra. Nuestras reuniones nocturnas continuaron bajo la idea de que Miguel dictaría la próxima lección, lo que nunca sucedía. Algunas noches nos desviábamos de Milton Friedman, la inflación y la teoría monetaria, y Miguel me hablaba de religión. Trataba de que yo me interesara en el movimiento católico Schöenstatt, del que era un miembro devoto. Cuando yo me resistía, me miraba sorprendido, como si lo mío fuera incomprensible. De a poco empezó a contarme sobre algunos de sus proyectos para el gobierno, especialmente aquellos destinados a reducir la pobreza. Los ojos le brillaban con entusiasmo y optimismo; era una mirada pícara y juvenil. En más de una ocasión sugirió que trabajara para él, a lo que yo siempre respondía de la misma manera:

-Quiero ser académico, lo mío es la teoría.

El trataba de disuadirme. Me decía que si trabajaba en Odeplán, el gobierno de Pinochet financiaría mis estudios de posgrado. Con suavidad, yo le explicaba que alguien tenía que quedarse en la universidad y que las carreras académicas también tenían un valor.

-Tienes razón- concedía mientras se mordía las uñas.

Nunca mencionó el hecho de que yo viniera del otro lado o que hubiera sido partidario de Allende y la Unidad Popular, o que hubiéramos sido adversarios. Al salir de su casa, ya bien entrada la noche, me parecía estar viviendo en dos mundos paralelos: uno, en apariencia amable y simple, donde la religión y las fuerzas del mercado eran los principios que guiaban vidas y comportamientos, y otro repleto de miedo, desapariciones y desesperación.

Un día de marzo de 1976, el director del Instituto de Economía de la Universidad Católica me llamó a su oficina para despedirme de mi trabajo. Ya no sería más profesor asistente. Dominique Hachette era un francés un tanto irascible, educado en la Universidad de Chicago. Pero estaba lejos del dogmatismo y de las posiciones puramente ideológicas. Era un Chicago boy amplio de criterio y con una visión abierta sobre la vida y el mundo.

Después de graduado, yo me había empleado en la universidad, donde Hachette me asignó la cátedra de teoría monetaria. Era un encargo razonable, ya que durante el semestre anterior, y ante las repetidas ausencias de Miguel Kast, había dictado la mayoría de las clases de esa materia y, a pesar de mis 22 años, los alumnos respondían bien a mi estilo y temperamento.

Me senté frente a Hachette sin saber por qué me había citado. Imaginé que querría hablarme sobre mi proyecto de investigación, un estudio alambicado sobre las consecuencias para el tipo de cambio y las cuentas externas de la incorporación de Chile al Pacto Andino, una especie de mercado común para los países de la cuenca del Pacífico latinoamericano. Estaba equivocado. Lo que me dijo no tenía nada que ver con investigación.

-Vas a tener que dejar el instituto- me espetó sin preámbulos.

Mis ojos deben haber delatado miedo y preocupación. Hachette esbozó una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora:

-No inmediatamente, pero sí a fines del semestre. Tienes algún tiempo para buscar otro empleo.

-¿Por qué? -le pregunté, fijando la vista en el crucifijo empotrado en la pared, detrás del escritorio.

-Me llamaron de Odeplán -dijo Dominique.

Enseguida se explayó:

-Llamó Miguel Kast y dijo que en el gobierno hay una gran consternación porque alguien como tú esté impartiendo el curso más importante de la carrera. Nada menos que teoría monetaria, la materia que Milton Friedman dicta en Chicago-. A pesar de haber vivido en Chile durante casi 40 años, Dominique aún mantenía las erres guturales de su francés natal.

Entendí de inmediato lo que quería decir con eso de "alguien como tú". Tragué saliva y me quedé en silencio, petrificado, consciente de que no había nada que decir. Odeplán era el gobierno, es decir, los militares. Dominique volvió a sonreír y se arregló el mechón que constantemente le caía sobre la frente. Dijo:

-Traté de convencerlos de que eras un buen profesor. Les hablé de tus calificaciones y de tu tesis. Insinué cambiarte de cátedra, pero todo fue inútil. Miguel Kast quiere que salgas a la brevedad. Vas a tener que renunciar.

Salí de su oficina como en un trance y me dirigí al baño, donde me lavé la cara con agua fría. Mi expulsión de la universidad -porque eso era lo que había sucedido- descarrilaba mi plan de transformarme en académico. Sabía que era una senda difícil, pero igual había decidido intentarlo. Uno de los obstáculos era que después del Golpe la mayoría de las fundaciones internacionales habían salido de Chile y casi no existían becas. La opción más fácil era, tal como había señalado Miguel Kast, emplearse en el gobierno y hacer un apostolado en provincias. La recompensa era el financiamiento para estudiar una maestría en alguna universidad estadounidense. Al terminar, los ungidos tenían que regresar a Chile para engrosar las tropas misioneras dirigidas por el propio Kast. Pero en esa época yo ya creía que para todo había un límite, incluso para el dolor y la tristeza. Y para mí ese límite estaba claro: yo nunca iba a trabajar para Pinochet. No importaba qué pasara o cuánto dinero necesitara, eso era algo que yo no iba a hacer. Nunca recibiría un peso de la dictadura.

Al día siguiente me encontré con Dominique en un pasillo.

-Acabo de recibir una llamada del rector. Me pidió la renuncia como director del instituto. Aunque no lo sé con certeza, creo que detrás de esto también está el largo brazo de Odeplán.

Unas semanas antes de ser despedido de la Católica, por pura coincidencia, me llamaron de la oficina de Rolf Lüders, vicepresidente de uno de los conglomerados financieros e industriales más dinámicos y modernos del país. Rolf, que además era uno de los primeros Chicago boys, quería saber si estaba interesado en un empleo en el departamento de estudios económicos en ese grupo conocido como "los pirañas". Mi primera idea fue rechazar la invitación, pero ahora que la ira y el desprecio de Miguel Kast habían caído sobre mí y no tenía empleo, el Grupo BHC aparecía como mi tabla de salvación.

Al cabo de un mes, tras una infinidad de entrevistas y tests psicológicos, me uní al conglomerado presidido por Javier Vial. Mi labor consistía en hacer estudios de coyuntura y editar un informativo mensual con proyecciones y análisis de tendencias y mercados. Durante el primer año mi jefe fue Juan Ariztía, un ingeniero que había estudiado un MBA en la Universidad de Chicago, y cuya mente funcionaba como reloj. Hacía preguntas agudas y no quedaba satisfecho con las respuestas hasta que el problema era analizado desde todos los ángulos. Yo tenía 23 años, y por primera vez me enfrentaba al mundo de las finanzas, un mundo misterioso y audaz, donde las agallas y la rapidez eran valoradas y recompensadas con dinero y prestigio social. Mis compañeros eran inteligentes y competitivos, interesados en los deportes y amantes de la naturaleza. Entre ellos se encontraban Ignacio Guerrero, quien me había defendido en la Universidad Católica cuando un grupo de alumnos había pedido mi expulsión; Sergio Baeza, un hombre brillante, educado en Francia, que había sido profesor mío y cuya especialidad era evaluar la viabilidad de complejos proyectos de inversión, y Hernán Echaurren, un muchacho ágil, inteligente y divertido, que estudió su pregrado en la Academia de la Fuerza Aérea de Estados Unidos.

Un día, muy tarde, ya casi de noche, Rolf Lüders me citó a su oficina del BHC -una habitación pequeña y austera, muy diferente a las de los otros ejecutivos que yo conocía- y me explicó que lo acababa de llamar Miguel Kast desde Odeplán para decirle que yo era un "comunista" y que le extrañaba que me hubiera empleado. Sugería que me despidiera en el acto. Mientras Lüders hablaba, yo tiritaba, y revivía mi experiencia frente a Dominique Hachette tan sólo unos meses antes. Pero esta vez no había un crucifijo en la pared; en su lugar había un enorme óleo con motivos abstractos del pintor Benito Rojo.

-Mira -me dijo Rolf con seriedad-, esto es muy simple. Yo estoy contento con tu trabajo, y en tu vida privada tú puedes pensar lo que quieras y hacer lo que te dé la gana. Si quieres ser comunista, puedes serlo. No tengo ningún problema con eso. Pero sí te voy a poner algunas condiciones.

Hizo una pausa, se frotó las manos y luego explicó:

-Son dos condiciones: primero, no puedes dedicarte al comunismo durante horas laborales. Segundo, y esto es muy importante, si decides hacer activismo comunista, no puedes hacerlo entre los operarios de nuestras empresas, no puedes aleonar a nuestros obreros. Eso sería servir a dos señores, y sería muy ineficiente. También sería un poco desleal. Si quieres hacer activismo en otras empresas y fuera de las horas de trabajo, es cuestión tuya.

Le di las gracias y traté de hablarle sobre mis planes futuros. Las palabras me salieron entrecortadas, un balbuceo apenas. También intenté explicarle que no pensaba hacer ningún tipo de activismo político -hacerlo era un suicidio. No alcanzaría a presentarme ante los obreros cuando los agentes de régimen caerían sobre mí y me lanzarían a alguna cárcel clandestina.

Rolf me interrumpió con una sonrisa:

-No me des explicaciones, no las necesito. Si haces bien tu trabajo, vas a seguir con tu empleo aquí. No sólo eso: si haces un buen trabajo, nosotros te vamos a defender.

A los pocos meses, cuanto tuve un altercado mayor con José Piñera a través de la prensa, pude comprobar que Lüders era un hombre valiente y de palabra. Me defendió sin ninguna vacilación, aun cuando volvieron a llamarlo del gobierno -incluso de los aparatos de seguridad- para exigirle que me despidiera.

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