Poeta siempre
JULIO VIO nacer a Ricardo Eliezer Neftalí Reyes Basoalto, el desconocido más famoso de Chile. Nació un invierno en Parral y apenas supo de la muerte de su madre ni del segundo casamiento de su padre, pues a los dos años ya estaba en Temuco.
Cuántos chilenos conocimos Imperial, Loncoche y Pillanlelbún a través de su descripción de la humedad de La Frontera, del brillo del verde que golpea los ojos y de la fragancia de la madera penetrando los pulmones. Hasta en las más recónditas latitudes conocen los sonidos del bosque siempreverde, la inmensidad de la araucaria y el recorrido del tren por Labranza, Boroa, Ranquilco, Carahue e Imperial.
Fue al liceo en Temuco. Allí leyó a Emilio Salgari -¿quién no recuerda a Sandokán, tigre de la Malasia haciendo amor y justicia en el mar?-, sintió la embriaguez de la naturaleza, esperó con ansias la leche nevada dominical de su madre, subió al tren de su padre, sufrió los primeros contactos con la otra mitad del mundo, conoció a Gabriela Mistral y escribió su primer poema.
Pero cuántos chilenos escribimos un poema a nuestra madre, leímos a Salgari, nos enamoramos del amor, viajamos con la imaginación y nos escondimos en el bosque; y no llegamos a ser poetas. ¿Qué será lo que habrá convertido a Neftalí Reyes en Pablo Neruda? Neruda, en verdad, nació en Temuco un día de octubre de 1920, al pie de página de un poema titulado “Hombre”. Ese día se descubrió, pues allí estaba el poeta desde siempre, y aunque se repitieran millones de veces las circunstancias que rodearon la vida de Neftalí, habría un solo Pablo Neruda.
Fue quizás la búsqueda de la Guillermina, desde que entró un día a su casa en Temuco, “con dos relámpagos azules/que me atravesaron el pelo/y me clavaron como espadas/contra los muros del invierno”. Porque esa sí que es inspiración, la que aparece, cuando “Mi corazón ha caminado con intransferibles zapatos/ y he digerido las espinas/No tuve tregua donde estuve/donde yo pegué me pegaron/donde me mataron caí/y resucité con frescura/y luego, y luego, y luego…/Es tan largo contar las cosas/Vine a vivir en este mundo/Pero…¿dónde estará la Guillermina?” ¿Habrá sabido esa chica que el niño “oscuro, funeral y ceremonioso” no ha cesado ni cesará jamás de buscarla?
Los arqueólogos del futuro llamarán al siglo veinte chileno el siglo de Neruda. Vivido o leído, con Neruda da lo mismo. Todo es poesía. “El mayor poeta es el que hace el pan de cada día”, nos decía, tocando con su poesía todo lo que reflejaban sus ojos. Gabriela Mistral lo llamó “un místico de la materia” y su alma ha vuelto a cada una de las cosas que cubrió con su verbo. Por eso, caminando por Chile lo encontramos a diario. Las piedras chilenas son nerudianas, como las peluquerías, las araucarias y los trenes. No sólo los libros nos recuerdan a Pablo Neruda; es la vida, las noches estrelladas, los marineros, las olas del mar y las piedras en la arena.
“Chileno a perpetuidad”, se confesó en su periplo por el mundo. En marzo de 1921 ya estaba en el Pedagógico, la bohemia estudiantil, la revista de la FECH, la Fiesta de la Primavera y las primeras ediciones de sus poemas. Y en esa tan afortunada tradición republicana, fue enviado de cónsul a Rangún, luego a Singapur y más tarde a España, desde donde volvió con un barco cargado de republicanos, hoy tan sureños como él.
Y no hablemos de su muerte, de la tristeza que lo embargó cuando el cielo se cargó de metralla y la tierra de caídos, de la pena por la destrucción de su casa porteña ni de su funeral bajo rigurosa vigilancia. Porque Neftalí Reyes, nuestro Pablo Neruda, preferiría que hablásemos de sus amores, sus alegrías y sus vidas. Y “ahora me dejen tranquilo/ahora se acostumbren sin mí/pero porque pido silencio/no crean que voy a morirme/me pasa todo lo contrario/sucede que voy a vivirme”.
Pepe Auth
Diputado Partido Por la Democracia
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