Por qué voy a votar por Obama
<P>Desde que puedo votar en EEUU, lo hice por Kerry en 2004 y por Obama en 2008. Y aunque ahora tuve dudas, por las políticas económicas, volveré a apoyar al Presidente. Para mí fue clave la actitud ultraconservadora del partido republicano.</P>
A semana pasada caí rendido a los pies de Michelle Obama. Y, claro, no fui el único. Millones de personas -incluyendo influyentes dirigentes del partido republicano- coincidieron en que el discurso de la Primera Dama fue lo mejor de ambas convenciones políticas. Fue directa, convincente, profunda, compasiva, intelectual y divertida. Además, la historia sobre una niñez pobre y esforzada, y un padre enfermo, pero convencido de los beneficios de educar a sus hijos, fue enormemente emotiva. Una muchacha afroamericana que pasó de la pobreza y la destitución a Harvard. Nada de mal.
Pero la historia no sólo fue conmovedora. Además, la manera como Michelle la contó fue enormemente efectiva -el timbre de voz fue el adecuado, el uso de los énfasis y de las pausas fue magistral, y el tono conversacional terminó conquistando a los más escépticos. Como muchos analistas comentaron al día siguiente, el arma secreta de Barack Obama para ganar las elecciones es, nada menos, que su esposa.
El discurso de Bill Clinton también fue genial. Lleno de sentido del humor y calidez, y repleto de ideas y comentarios sobre temas de gran importancia para el país. En comparación con Michelle y Clinton, el discurso del Presidente Obama fue un poco decepcionante. No es que hay sido malo; pero no conmovió a la gente como las otras dos alocuciones. Habló de oportunidades y solidaridad, y del hecho de que si trabajamos juntos, podemos dejar la crisis definitivamente atrás.
Una semana antes también estuve pegado a la TV, mirando la convención del partido republicano. Anne Romney, la esposa del candidato, sorprendió a medio mundo y fue enormemente persuasiva. Y Paul Ryan, el joven aspirante a la vicepresidencia, fue sólido, aunque un poco árido y frío.
Lo peor fue el soliloquio de Clint Eastwood. Una perorata larga y deshilvanada que terminó confundiendo a tirios y troyanos. Un amigo republicano con el que comenté la convención está convencido de que el veterano actor es un infiltrado. Un izquierdista mañoso, cuyo único objetivo es desprestigiar al partido de Mitt Romney.
Para la mayoría de los ciudadanos estadounidenses la participación en política se limita a seguir por TV las convenciones partidarias cada cuatro años. Después de este rito veraniego un gran número de ellos ni siquiera vota; de hecho, apenas la mitad de los ciudadanos emiten sus votos en las elecciones presidenciales.
Esta bajísima participación electoral es el resultado de un cúmulo de factores -incluyendo el que tanto la inscripción como el voto sean voluntarios, y el que las elecciones sean en un día de trabajo.
Una de las consecuencias más bizarras de este régimen es que los ciudadanos de mayor edad -los llamados "senior citizens"- tienen un poder enorme. Son ellos, precisamente, los que concurren a votar en forma más asidua, por lo que son cortejados con esmero por todos los candidatos, quienes les prometen la tierra y el mar.
En las elecciones presidenciales de 2008 la tasa de participación de los mayores de 65 años fue del 70%; en contraste apenas un 45% de los jóvenes entre 18 y 24 años emitieron su voto. En esto, como en tantas cosas, Carlos Marx se equivocó rotundamente: más importante que la lucha de clases es la lucha generacional.
Otra característica única del sistema estadounidense -característica que también reduce la participación ciudadana- es que el presidente no es elegido en forma directa. Efectivamente, el primer mandatario es elegido por un Colegio Electoral de 538 miembros, los que, a su vez, son elegidos por los 50 estados.
Los estados pequeños, como New Hampshire, tienen tres representantes en este organismo colegiado; California, el estado con una mayor población, tiene 55 votos en el Colegio Electoral. El candidato que obtiene 270 votos electorales es ungido presidente de la nación.
Pero quizás lo más curioso sea que el candidato que gana un estado se lleva todos esos votos electorales, independientemente del margen del triunfo. Por ejemplo, en California hay 23 millones de personas con derecho a voto, y quien obtenga más preferencias se llevará los 55 representantes en el Colegio. Esto sin importar si la victoria es por 200 votos o por 19 millones de votos. Una manera más drástica de ponerlo es que el candidato perdedor no se llevará a ninguno de los electores, aun cuando haya obtenido el 49.9% de las preferencias ciudadanas.
Lo anterior implica que, en principio, basta con ganar los 11 estados más grandes para llegar a la presidencia. Además, es posible que quien sea elegido no haya obtenido el mayor número de votos populares. De hecho, esto sucedió el año 2000 cuando George W. Bush obtuvo medio millón de votos menos que Al Gore.
Según las encuestas, en este momento el Presidente Obama tiene prácticamente asegurados 237 votos electorales, mientras que Mitt Romney tiene seguros 191 de estos votos. Los 110 votos restantes corresponden a estados donde hay un empate virtual, y donde el desenlace no se sabrá hasta el último momento.
Entre 1973 y el año 2001 fui un simple observador de la política. No tenía derecho a voto ni en mi país, Chile, ni en los Estados Unidos, donde había vivido por cerca de 25 años.
Aún no puedo votar en las elecciones chilenas, pero desde hace poco más de 10 años puedo hacerlo en EEUU. En el año 2004 voté por John Kerry, y en el 2008 por Barack Obama. Pero la verdad es que en ninguna de esas oportunidades mi voto fue importante para decidir el futuro del país.
Esta vez volveré a votar por Obama, y nuevamente mi voto no será crucial. Esto es así porque California es un estado donde los demócratas siempre ganan por márgenes amplísimos, y se quedan con los 55 votos electorales.
Pero a pesar de la irrelevancia de mi voto, sigo concurriendo a las urnas. Entrar en la caseta de votación me produce una sensación de plenitud difícil de igualar; también -y por qué no decirlo- me produce un cierto sentimiento de revancha. Lo que no he podido hacer en las elecciones chilenas desde el retorno de la democracia, puedo hacerlo en los Estados Unidos.
Pero aun cuando sus votos no son cruciales -como en California-, un gran número de ciudadanos encuentran maneras de contribuir a las campañas. Muchos californianos viajan a los estados en disputa para hacer proselitismo, mientras que otros trabajan en bancos telefónicos llamando a votantes indecisos.
Pero la manera más efectiva y directa de ayudar a las campañas -aun cuando uno viva en un estado que no está en disputa-, es por medio de contribuciones monetarias. De acuerdo con la ley, cada persona natural puede aportar hasta US$ 2.500 a cada candidato. Estas contribuciones son completamente públicas, y cualquier persona puede ir a internet para saber cuánto donó su vecino.
Si bien en las elecciones anteriores contribuí con el máximo a las campañas de Kerry y Obama, este año no estaba seguro si iba a hacerlo.
Pero después de atiborrarme de discursos durante dos semanas, decidí donarle el máximo permitido a Obama. Claro, ese dinero no será usado en California -aquí no se ha gastado ni un dólar- sino que en Florida, en Ohio, o en Carolina del Norte.
Las razones de mis dudas iniciales y de mi decisión final por apoyar monetariamente a Obama son muchas, y empiezan con la economía. En cierto modo las políticas del Presidente han sido decepcionantes. A pesar de la retórica y de las promesas, el ambiente regulatorio no ha mejorado, y las trabas a la iniciativa y al emprendimiento se han hecho cada vez más pesadas. Además, el estímulo fiscal estuvo pobremente diseñado y su implementación dejó mucho que desear. Pero lo peor es que hasta ahora el presidente no ha presentado un plan claro para enfrentar la gran tormenta fiscal que se cierne ante nuestros ojos.
Pero lo que ofrecen los republicanos en materia económica tampoco es muy convincente. La negativa absoluta a aumentar impuestos, o disminuir los gastos militares son, por ponerlos en términos simples, consecuencia de un dogmatismo extremo. Además, la insistencia del Tea Party -el ala radical y crecientemente influyente del partido- por despedir a Ben Bernanke o eliminar a la Reserva Federal es completamente descabellada.
Pero lo que, para mí, desequilibró la balanza en forma definitiva, fue la actitud crecientemente ultraconservadora del partido republicano en temas sociales y valóricos. Los viejos republicanos tolerantes y compasivos, internacionalistas y abiertos a nuevas ideas han ido desapareciendo. En su lugar ha surgido un grupo de individuos crecientemente fanáticos, que propugnan un populismo nacionalista y enormemente excluyente. Es gente que aborrece la diversidad, y que, si pudieran, deportarían a cada persona de piel oscura o aceituna, o de apellidos castellanos, que encontraran en su camino.
Cuando pienso que el país podría ser gobernado, en los hechos, por un grupo de predicadores evangélicos que interpretan la Biblia en forma literal, me aterro. Ese no es el país donde quiero vivir, y haré lo que esté a mi alcance para evitar que ello suceda.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.