Preparado, listo... ¡ya!
<P>Asombrosamente repuesto de una crisis diabética que el año pasado lo tuvo grave y lo redujo en 20 kilos, de la talla 52 a la 46, el dramaturgo Juan Radrigán vive un gran momento.<I> Hechos consumados</I> será remontada en Santiago a Mil 2010 y ahora escribe su obra número 40, que estrena a fin de año con Víctor Carrasco en la dirección.</P>
Fue repentino. Una mañana de 1979, como si hubiera estado esperando el fogonazo, Juan Galvarino Radrigán Rojas, 48 años, agnóstico, 1.65 de altura, dos hijos en edad escolar, prendió un cigarrillo, tomó un lápiz y escribió. "No seai porfiá po, Sabina, saca la cuenta", anotó en unas hojas blancas, sin líneas. Pero la historia era más larga y él la tenía en la cabeza. Entonces siguió escribiendo como contratado, como venía pensando que alguna vez lo haría mientras paraba la olla con oficios de mecánico de telares, desabollador, vendedor de chocolates, pintor de brocha gorda, albañil, cuidador de una salitrera, cargador de la Vega y carpintero. Había escrito cuentos y una novela, pero no se hallaba del todo en la narrativa. "Para mí fue fácil", admitiría sobre su abrupta incursión en la dramaturgia. "A pesar de escribir drama, no tuve ningún drama".
El debut en el teatro ocurrió cuatro meses después del soplo inicial, y se llamó Testimonios de las muertes de Sabina. A esas alturas, se ganaba la vida vendiendo libros usados en Plaza Almagro, su barrio de siempre. Lo que más le sobraba era tiempo para escribir. Las brutas (1980), El loco y la triste (1980), Hechos consumados (1981) o El toro por las astas (1982) fueron las señales de una dramaturgia que abría una grieta inesperada en la escena cultural de los 80. Su nombre era sinónimo de personajes marginales, humor amargo y extrañamiento. Era asomarse al desarraigo, al más allá y a la ausencia de Dios en rincones baldíos y con el habla de la calle inspiradamente pulida. Era también dialogar con secretas y acaso inconscientes influencias: Pablo de Rokha, Juan Emar, César Vallejo, Juan Rulfo y sobre todo Samuel Beckett y la Biblia (para él, un libro de poesía).
Pero a comienzos de los 90, cuando llegó la democracia, el hombre quedó pasmado. ¿Cómo seguir hablando de la derrota en una atmósfera generalizada de triunfo? Estuvo varios años bloqueado, hasta que de golpe apareció una idea: "La lucha entre el bien y el mal no ha terminado", se dijo. "Es la misma lesera no más". Y volvió a las hojas en blanco, sin líneas.
Lo que salió esta vez fue El encuentramiento, una ópera teatral dirigida por Willy Semler y musicalizada por Patricio Solovera, que estrenó en 1996. Concebida como una "fantasía histórica", la obra recrea el mito mapuche que narra un duelo de payadores entre el Mulato Taguada y don Javier de la Rosa, durante la noche de San Juan de 1790. A este montaje siguió el enlace con Rodrigo Pérez en Los fantasmas borrachos (1997) y una avalancha de estrenos.
Juan Radrigán habla poco y bajito. Pero habla: "Nadie que sea feliz escribe", sentencia una tarde helada, asombrosamente repuesto de una crisis diabética que el año pasado lo tuvo grave y lo redujo en 20 kilos. De la talla 52 a la 46. Su cabeza le trajo una idea recurrente: "El muerto que aún no soy está mirándome".
Flaco como un poste, tuvo que ajustar la dieta y los horarios. Pero volvió a fumar (cigarrillos light) y a tomar (agüitas de hierba) y a reunirse en el restaurante Marco Polo con sus cada vez más abundantes discípulos. "Fíjate que Dios no escribe", señala. "No lo necesita, porque es un tipo feliz, un gordo muy feliz. ¿Para qué va a escribir el hombrón?".
¿Para qué escribe usted?
¿Yo?... Anda a saber tú para qué. Yo creo que eso no lo sabe nadie".
Radrigán se queda callado; uno de esos silencios teatrales en el hormigueo del boliche céntrico. "Cuando lo sepamos quizás vamos a dejar de escribir", agrega. Más vale, entonces, que el hombre no lo averigüe. Que ni los 72 años de vida, ni la diabetes, ni la temida felicidad le den la clave. Que siga atento al soplo de la intuición, sumando seguidores. Porque decir Radrigán hoy es decir historia del teatro nacional. Obras como Las brutas, El loco y la triste o Hechos consumados se han convertido en clásicos de la dramaturgia chilena, y son repuestas permanentemente por grupos nacionales y extranjeros. "Se empecinan en hacer obras mías", comenta con extrañeza, como si hablara de otra persona. "Yo siempre les doy permiso, pero les pido que no me lleven a verlas. Háganlas, ni un problema, pero por favor, no me obliguen a ir a verlas".
Y las hacen, claro que las hacen. Hechos consumados, en efecto, será una de las 19 piezas escogidas para los festejos del Bicentenario en el próximo Festival Santiago a Mil. Se trata de la versión a cargo de Alfredo Castro, que en 1999 fue aplaudida por el sugerente alejamiento de la interpretación naturalista y las conmovedoras actuaciones de Amparo Noguera y José Soza. Y, por si fuera poco, el autor acaba de ganar una beca del Consejo Nacional del Libro y la Lectura para escribir Bailando para ojos muertos, la obra número 40 de su historial, que pretende estrenar a fin de año con Víctor Carrasco en la dirección. Y tiene listo también Oratorio de la lluvia negra, un texto postulado sin fortuna al último Fondart. Las razones esgrimidas por el jurado son de orden técnico: "Que falta una fotocopia, que el certificado, que la coma está mal puesta", se queja el dramaturgo con energía renovada. Y apunta sus dardos a la burocracia administrativa: "Parece que el texto ya no significa nada: les importa el puro papeleo. Esto se está poniendo maquiavélico".
Pero Juan Radrigán, uno de los nombres que sonó fuerte para el Premio Nacional de Teatro (que este año recayó finalmente en el actor Ramón Núñez), ya no se hace mala sangre. Porque su método es infalible: escribir con un pie acá y el otro allá. Rápido, antes de llorar, como apuntara su venerado Beckett. Preparado, listo... ¡ya!
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