Primavera en la Costa Brava

<P>La Costa Brava es el patio de juegos de Barcelona. Y un viaje en auto por sus cerca de 220 km de ruta junto al Mediterráneo, salpicados de pueblitos blancos, playas de todo tipo y algunos de los mejores restaurantes del mundo, es la mejor manera de conocerla. </P>




A nadie le interesa que el autor de este artículo sea fanático de las road movies y de Roberto Bolaño, pero los datos son pertinentes. Porque lo que viene es un viaje en auto en busca de Blanes, el balneario donde vivió el escritor -y que muchas personas visitan como quien peregrina a la tumba de Jim Morrison, en el cementerio parisino de Père-Lachaise-, disfrazado de recorrido turístico por una de las más bellas latitudes de España. Y de paso, también, es un intento por mostrar los atractivos de Cataluña, más allá de la fiesta non stop, las piruetas de Messi en el Camp Nou y el bellísimo barrio Gótico de Barcelona.

El viaje puede empezar en la misma capital catalana y puede ser de norte a sur o viceversa. O también es posible comenzar en Girona, situada a 100 km de Barcelona, y donde aterrizan los vuelos bajo costo de Ryanair, que es la forma más utilizada de arribar a la región desde otros puntos de Europa y España.

Digamos que nos bajamos del avión y que arrendamos, por unos 200 euros los tres días, un auto en el mismo aeropuerto. E imaginemos que ya el hambre hace estragos en nuestra personalidad y que usted se informó, antes de viajar, de que en esta pequeña ciudad se ubica el cuarto mejor restaurante del mundo, el Celler de Can Roca (www.cellercanroca.com), e hizo una reserva con tiempo. Y ahora está frente a la puerta para degustar algunos de los postres que uno de los tres hermanos dueños del restaurante, Jordi Roca -de reciente visita en Chile-, prepara con renombrados perfumes, o su técnica culinaria de cocción al vacío.

Girona tiene méritos de sobra para un reportaje propio, sin embargo, buscamos el Mediterráneo (mentira, buscamos Blanes, pero eso usted ya lo sabe). Así que abróchese el cinturón, ponga un flamenquito de Ojos de Brujo o de Camarón en el reproductor (recuerde que es una road movie y la banda sonora es fundamental), baje la ventana para sentir los perfumes primaverales y vaya lento para no perder tiempo.

Portbou es el primer (o último) pueblo de la Costa Brava y está a un paso de Francia. Se ubica a unos 70 km de Girona y en sus calles algunos obreros conversan en francés, catalán y castellano, y miran la pequeña cala (playa) que tiene piedras como arena. Una suave brisa -que puede transformarse en un minuto en un fuerte viento- invita a caminar por la costanera y luego a ir a conocer la estación de trenes de fierro y cristal, con grandes relojes que piden ser fotografiados. Siéntese en alguno de los chiringuitos del borde costero a tomar un café y deténgase un minuto frente al particular monumento en honor al filósofo e historiador alemán Walter Benjamin, quien murió aquí en 1940, bajo misteriosas circunstancias (dicen que fue asesinado por agentes secretos estalinistas).

Siguiendo hacia el sur, la sinuosa carretera -maneje con cuidado, disfrute el paisaje- nos llevará a una península conocida como Parque Natural Cap de Creus, que cae sobre el Mediterráneo en forma de acantilados y creando calas de aguas transparentes, a las que se accede solo por botes. Cuando vaya por el camino, esté atento a las indicaciones para visitar el monasterio Sant Pere de Rodes en lo alto de la península, con incomparables vistas de la zona y cuyas primeras referencias históricas datan del año 878. Pero abajo, junto al mar, se sitúa un pueblito de película que, no es casualidad, fue elegido como residencia temporal de Picasso, Duchamp y Dalí: Cadaqués (foto principal). Casas blancas, somnolientos botes, restaurantes y puestos de artesanías y frutas y recuerdos y cafecitos y queribles callecitas y playitas y todo en diminutivo, porque a uno le dan ganas de echarse el lugar al bolsillo y llevárselo a casa. Tres recomendaciones. Visite la iglesia de Santa María de Cadaqués; conozca la casa-museo de Salvador Dalí, donde es necesario reservar al menos un día antes (ver recuadro); y recorra pausadamente el casco histórico del pueblito que, seguramente, no querrá abandonar.

Si decide partir, continúe hacia el sur unos 30 km hasta otro pueblito junto al Mediterráneo llamado Roses, que ha saltado a la fama porque allí se ubica otro restaurante de primer nivel, considerado, hasta el año pasado, el mejor del mundo durante cuatro años consecutivos: el reconocido Bulli del chef Fedrán Adrià. Todo lo que este señor toca se convierte en éxito instantáneo, pero tiene tantos detractores como seguidores. El hecho de que el restaurante cierre el 30 de julio, durante dos temporadas, para reabrir el 2014 como Bullifundation (www.bullifoundation.org), una especie de "centro de creatividad multidisciplinario" con la cocina como eje, y las más de dos millones de solicitudes de reserva al año podrán atentar contra sus ganas de conseguir una mesa y probar la cocina molecular de Adrià, que si bien marca pauta y se encuentra en la vanguardia mundial, no opaca la tremenda oferta culinaria, simple y honesta de la región. "La cocina ha de ser justa, sostenible y solidaria", decía con razón otro chef español de categoría mundial y recientemente fallecido, el gran Santi Santamaría. Y para comprobarlo, diríjase a la pequeña cala de Aiguablava (foto 2), a unos 35 km de Roses. Allí encontrará uno de los hoteles de la red Paradores, situado en el borde de un acantilado y a pasos de la maravillosa Aiguablava, y deje que el chef Luis Martínez lo sorprenda con sus preparaciones regionales que mezclan armónicamente el mar i muntanya: tostada de allioli (ajo y aceite, un clásico catalán) con naranja amarga; brochetas de manzana y butifarra dulce (cuya pasta de carne cruda se adoba con azúcar, cáscara de limón, canela, sal y pimienta) y suquet de corvina (foto 3), un plato de pescadores que combina a la perfección con un cava (el champán catalán) de la casa Codorníu.

El día siguiente comienza con otro clásico de la gastronomía catalana, la tostada con tomate y aceite de oliva, para luego seguir hacia el sur, dejando que el perfume de la menta, hinojo y romero entren por la ventana del auto (y suba el volumen, recuerde que es una película). Con el Mediterráneo a la izquierda pasamos por Calella de Palafruguell, tierra del más conocido escritor catalán, Josep Pla (si realiza este recorrido, lea Viaje en autobús para ambientarse) y de los exquisitos erizos de mar. Otra localidad de blancas construcciones y playitas de aguas turquesas que mantiene la mística de los pueblitos de pescadores y que en julio se llena de turistas, habaneras (típicas canciones cubanas) y cremat, tradicional bebida que se elabora quemando ron en cazuelas de barro con una rama de canela, limón y granos de café.

De vuelta al camino pasamos por Palamós, para abarrotarnos de gambas, y luego por lo que se conoce como Selva Marítima que, y según Bolaño, es "una franja de tierra junto al mar, y tres pueblos o tres ciudades pequeñas, que no pueden ser más diferentes la una de la otra y que son, viniendo desde Barcelona, las tres primeras ciudades de la Costa Brava: Blanes (foto 1), que es más antigua que Nueva York y que en ocasiones parece una mezcla rabiosa de Tiro, Pompeya y Brooklyn; Lloret de Mar, que sólo se parece a Lloret de Mar (...) y Tossa, en donde hay un Chagall y la estatua de una mujer que en días de niebla echa a andar en busca de un hombre gentil".

Y sentado en la playa de Blanes, conversando un cigarro con la sombra de Bolaño, el escritor dice desde un libro que en este balneario "se tuestan cada verano todos los valientes de Europa, los de aquí y los del otro lado de los Pirineos, las gordas y los gordos, los feos, los esqueléticos, las chicas más guapas de Barcelona, los niños de todo pelaje, las viejas y los viejos, los enfermos terminales y los resacosos, todos semidesnudos, todos expuestos al sol del Mediterráneo".

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