¿Qué tipo de capitalismo?
<P>Es muy probable que en los próximos años, el sistema capitalista experimente reformas importantes. No es que vaya a desaparecer, pero es posible que terminemos con un sistema más ineficiente.</P>
El poco tiempo de haber estallado la crisis financiera, una serie de analistas argumentó que el capitalismo había entrado en una crisis terminal. Ese planteamiento siempre me pareció poco convincente, casi pueril. Después de todo, el que se hubieran cometido excesos -muchos de ellos nacidos de la arrogancia de individuos que se sentían iluminados- no significaba que hubiera que cambiar las bases mismas del sistema. Desde luego que habría reformas y nuevas regulaciones y que los propios bancos alterarían su modus operandi, pero, en mi opinión, el capitalismo al estilo anglosajón continuaría siendo el sistema dominante en el mundo entero.
Hoy día, ya no estoy tan seguro.
Ahora creo que es muy probable que en los próximos años, el sistema capitalista internacional experimente cambios importantes. No es que vaya a desaparecer o que se vaya a volver irreconocible, pero sí creo que se producirán reformas significativas.
Desafortunadamente, creo que muchos de estos cambios serán para peor; es posible que terminemos con un sistema más ineficiente y corrupto.
El suceso más importante que explica mi cambio de opinión es la forma furibunda en la que algunos líderes del Partido Republicano -sí, leyó bien, del Partido Republicano- han atacado el sistema capitalista moderno.
¿Qué quieren los republicanos?
Hace unas semanas, Newt Gingrich, quien aspira a ser el candidato republicano en las elecciones presidenciales de noviembre, sorprendió a todo el mundo al criticar, con vigor, algunas prácticas del capitalismo. Claro, no fue una crítica generalizada; al contrario, fue un comentario muy concreto y pragmático, dirigido en contra del ex gobernador de Massachusetts Mitt Romney, quien aparece liderando las primarias del Partido Republicano. Pero así y todo, el que un prominente político e ideólogo conservador criticara al capitalismo fue algo inédito.
Gingrich dijo que las firmas de private equity, firmas que compran empresas en dificultades para reestructurarlas y luego venderlas, no aportaban nada a la economía nacional y que todas ellas, incluyendo Bain Capital, compañía en la que Romney hizo una gran fortuna, se dedicaban a saquear a empresas pequeñas.
Lo que hacen estas firmas, dijo Gingrich, es enriquecer a unos pocos a costa del sufrimiento de muchos.
Esta frase no es novedosa; de hecho, la hemos escuchado numerosas veces de los activistas de Occupy Wall Street, de políticos populistas y del economista rebelde Joe Stiglitz. Lo raro fue que proviniera de un representante del ala derecha del Partido Republicano, un hombre respetado por los grandes empresarios y que, en su afán por llegar a la Casa Blanca, está siendo respaldado por algunas de las personas más ricas de los Estados Unidos.
El gobernador de Texas, Rick Perry, otro candidato en las primarias republicanas, no quiso quedarse atrás y aseveró que las firmas de private equity actuaban como aves de rapiña, alimentándose de gente caída, pobre y desdichada. Sus palabras, desde luego, también estaban dirigidas en contra de su rival Mitt Romney. (Mientras escribo estas líneas, la prensa acaba de informar que Perry se ha retirado de la contienda electoral y que apoya, nada menos, que a Gingrich. La consigna de los conservadores, evangélicos y fanáticos religiosos parece ser "todos contra Romney").
Romney, por su parte, no se quedó cruzado de brazos y respondió a los ataques diciendo que los dichos de sus rivales eran "poco americanos" y que le recordaban a Obama y a sus demócratas. Luego acusó a sus críticos de querer imponer en los Estados Unidos un sistema capitalista como el europeo, sistema en el que, según él, el Estado se entromete en las decisiones individuales e impide que los inversionistas arriesguen su capital en iniciativas audaces.
Los demócratas, desde luego, se están deleitando ante este espectáculo. Y mientras se soban las manos y sonríen, los partidarios de Obama se encargan de decirles a quienes quieran escucharlos que ellos abogan por un capitalismo verdaderamente productivo y democrático. En ese sistema, nos dicen, los especuladores no tienen cabida, y todos los ciudadanos, al margen de su origen social o de su raza o creencias religiosas, tienen las mismas oportunidades.
Pero un Partido Republicano fracturado no es el único indicio de que el capitalismo está siendo sometido a una evaluación seria y profunda. Hace unas semanas, el augusto periódico inglés Financial Times, decano de la prensa financiera en el mundo entero, inauguró una serie -y un espacio en su sitio web- titulada "la crisis del capitalismo", en la que comentaristas de distintas convicciones escriben sobre el tema, recomiendan reformas y se turnan para echarles la culpa a diversos villanos.
Acusar a las firmas de private equity de ser rapaces y destruir empleos, es no entender cómo funciona un sistema económico donde las innovaciones tecnológicas son la principal fuente del progreso.
Hace 80 años, el economista austriaco Joseph Schumpeter describió la esencia del capitalismo moderno como un proceso de "destrucción creativa". La idea es que los avances tecnológicos, el motor a vapor, el teléfono, las llantas de caucho, las computadoras y tantos otros, necesariamente "destruyen" a compañías obsoletas que no pueden (o quieren) adoptar los nuevos inventos. Sí, dijo Schumpeter, el capitalismo destruye a compañías que se quedan atrás, pero lo hace al "crear" innovación y eficiencia. Es una destrucción creativa.
Este proceso ha existido desde los albores mismos del capitalismo. Es lo que hacían los pioneros de la industria automotriz y la internet, y los científicos que descubrieron nuevas técnicas médicas; es, definitivamente, lo que hacía ese héroe moderno Steve Jobs.
Las firmas de private equity, en general, tienden a facilitar el ciclo de destrucción creativa. De hecho, en muchos casos lo hacen menos traumático. Lo habitual es que estas firmas compren empresas que, por una razón u otra, se encuentran en dificultades. Una vez compradas, son sometidas a un proceso de reestructuración y modernización y luego, vendidas. Es cierto que casi siempre la reestructuración significa despedir a operarios y reemplazarlos por maquinaria de último modelo. Pero la alternativa no era que la antigua compañía haya seguido funcionando como siempre. La alternativa era que, debido precisamente a su obsolescencia, la empresa en cuestión hubiera desaparecido, generando aún mayor desempleo.
Restringir el private equity sería un error garrafal; sería extirparle al sistema económico moderno su elemento más importante: los inventos y las innovaciones nacidas de la devoción por la eficiencia.
El que Mitt Romney haya dirigido a Bain Capital no es un problema. Pero lo que sí es un problema político serio es que el candidato multimillonario pague -tal como lo reconoció esta semana- una tasa de impuestos mucho más baja que la del promedio de la gente. En efecto, de acuerdo con el código tributario de los Estados Unidos, los dividendos y las ganancias de capital tributan al 15%, mientras que el ingreso corriente, incluyendo el salario de un modesto profesor universitario, lo hace al 37%. Lo que hace Romney es perfectamente legal, pero también es perfectamente abusivo y absurdo.
Son injusticias de este tipo las que le han dado, justificadamente, un mal nombre al capitalismo.
Pero en este mundo al revés en el que vivimos, es muy probable que con la ayuda de los republicanos se introduzcan restricciones al private equity, al mismo tiempo que se mantengan las preferencias tributarias para los más ricos y poderosos.
En Chile, la discusión sobre el sistema económico también se ha intensificado en el último tiempo. Esto ha respondido a una serie de factores, incluyendo las protestas estudiantiles, los llamados a recuperar el crecimiento y la convicción de muchos sobre la necesidad de reformar el sistema tributario.
Creo que un proceso de reflexión y debate es positivo y necesario. También es bueno que se introduzcan reformas a un sistema que, habiendo funcionado bien durante varias décadas, ya está un poco agotado. Lo que temo, sin embargo, es que, como tantas veces en el pasado, terminemos improvisando y cayendo en trampas absurdas. También temo que nuestros políticos se vean malamente influidos por modas extranjeras.
Pero mi mayor temor es que se produzca una competencia populista, donde políticos de derecha e izquierda compitan por halagar a los votantes en el corto plazo, sin tener en consideración los intereses de largo plazo del país. Lo peor es que parece que este torneo populista ya empezó, con la exigencia de algunos parlamentarios de la UDI de eliminar el impuesto a los combustibles. Triste y peligroso.
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