Revisión a los planes de empleo de emergencia

La extensa permanencia de quienes trabajan en este tipo de programas demuestra que están siendo usados para objetivos distintos a su finalidad.




LA EXCESIVA duración que presentan los programas de empleo de emergencia que cuentan con apoyo estatal -que en promedio se acercan a los cinco años-, demuestra que dichos planes no están cumpliendo los objetivos para los cuales fueron diseñados. No resulta razonable que con los fuertes índices de empleo que exhibe el país, la presencia de este tipo de programas siga tan masificada, por lo que se hace necesario revisar su continuidad y limitar su utilización, permitiendo que se mantengan sólo cuando existan razones plenamente justificadas, como, por ejemplo, ocurrió tras el terremoto de 2010.

Los datos del Ministerio del Trabajo indican que a octubre de este año existe un total de 57 mil personas beneficiadas con algún tipo de programa con apoyo estatal, dentro de los cuales una porción significativa (22.800) forma parte de los programas ProEmpleo, que son quienes se ajustan mayormente a aquellos considerados de “emergencia”. Es llamativa la cantidad, considerando que la economía chilena se encuentra en una situación que podría considerarse de pleno empleo, lo que se traduce en una fuerte demanda por la contratación de trabajadores. Por ello, no se entiende por qué tantos miles siguen permaneciendo bajo esta modalidad especial. El contrasentido es aún mayor, si se considera que diversos sectores productivos reclaman escasez de mano de obra, como ha sido el caso de la agricultura, la minería o la construcción, cuya demanda de empleos muchas veces no requiere de calificaciones especiales.

Tampoco resulta razonable el tiempo promedio de duración que presenta este tipo de empleos, que de acuerdo con los datos de la autoridad se extiende por cinco años. En algunas regiones, como el caso de Atacama, incluso supera los seis años, lo que debe ser motivo de atención, pues ello revela que se ha desnaturalizado el carácter de “emergencia” y han pasado a ser empleos permanentes, sin que exista claridad si dichos puestos de trabajo se justifican o reúnen los requisitos para clasificar en este tipo de programas estatales. Es razonable que el Ministerio del Trabajo haya tomado la decisión de analizar dichos programas y busque acotar el tiempo de permanencia, si bien cabría esperar que ello se hubiese hecho con bastante más antelación, y dicha evaluación continúe una vez que se instale el nuevo gobierno.

Parte importante de los empleos de emergencia se canalizan a través del programa de Inversión en la Comunidad, donde los municipios juegan un rol relevante, pues son éstos los que solicitan este tipo de empleos y quienes entregan los antecedentes que justifican las contrataciones. Este tipo de planes ha jugado un rol relevante en ciertos momentos, ya sea en períodos recesivos o frente a desastres naturales, y es natural que sean los municipios las entidades que canalicen las solicitudes, pues así es posible orientar estos empleos hacia los sectores que más los necesitan. Sin embargo, parece evidente que la provisión de estas plazas se ha convertido en una herramienta político-electoral en manos de algunos alcaldes, por lo que se hace urgente buscar otro tipo de controles, además del municipal, para justificar estos empleos. Lo contrario abre espacio para el clientelismo y prácticas que desnaturalizan este tipo de programas, y supone un uso deficiente de recursos públicos.

Tampoco es saludable que los trabajadores permanezcan demasiado tiempo en empleos de emergencia, ya que al ser éstos en general de baja calificación, se pierde una oportunidad para que opten a cursos de capacitación u otro tipo de actividades que contribuyan a su desarrollo personal, y pierdan la motivación para salir a buscar mejores empleos.

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