Salman Rushdie: "Era una lucha justa, que debía librarse y arriesgar mi vida por ella"

<P>En sus memorias, <I>Joseph Anton</I>, Rushdie cuenta cómo cambió su vida tras la fatwa islámica que lo acorraló una década. </P>




San Valentín de 1989 no fue un día amoroso para Salman Rushdie. A partir de entonces, el escritor nacido en Bombay, en 1947, comenzó a descubrir todos los significados de la palabra odio. Aquel día, Rushdie quedó condenado por una fatwa islámica a ser asesinado donde cualquier musulmán del mundo lo encontrara. Firmado, el ayatolá Jomeini. Iba muy en serio.

Por aquel entonces, Salman era un escritor que comenzaba a labrar su prestigio después de haber triunfado con Hijos de la media noche (Premio Booker 1981). Pero aquel zarpazo cambió su vida de repente. La causa: Los versos satánicos, una novela ambientada en Pakistán, en la que los radicales islámicos consideraban que se insultaba intolerablemente al profeta.

En 1989, los ejemplares quemados de su obra nos retrotraían a las escenas de la Inquisición o la noche de los cristales rotos. Así que Rushdie, decepcionado por la actitud un tanto hipócrita de algunos gobiernos occidentales, decidió emprender una batalla contra la intolerancia. Le costó permanecer 11 años escondido; le costó sacrificar la esmerada crianza de su hijo mayor, varios fracasos amorosos y personales; le costó miedo e incomprensión. Ganó amigos y aliados, ganó decencia y coherencia. Suspiró por una vida normal y se sumió en la depresión tanto como escaló sus propios límites físicos y morales.

Ahora lo cuenta en Joseph Anton, su memoria vital escrita en tercera persona. La historia de un seudónimo que le dio suficiente distancia como para desnudarse personalmente en un ejercicio de detallada sinceridad, donde cuenta sin tapujos la historia de una peripecia que Rushdie equipara a una de sus películas favoritas de todos los tiempos: El ángel exterminador, de Luis Buñuel.

Después de lo que usted ha pasado, debe tener un concepto muy propio de la libertad. ¿Qué es?

Me tocó pensar en eso muy a menudo. Cuando alguien realmente amenaza tu vida, debes plantearte para qué luchas. ¿Merece la pena? Es simplemente un libro. ¿Por qué no lo retiras y sigues con tus cosas, como si nada?

Como planteándose que si va a escribir otro, hágalo con cuidado.

Había mucha gente en aquella época sugiriéndote eso. Que ningún libro merecía la pena tanto sacrificio. Y llegué a la conclusión de que sí, que era necesario encarar la batalla. No sólo eso, sino que se trataba del regreso a una lucha que creíamos haber ganado hacía tiempo. La batalla de la Ilustración. Hace 200 años resultaba claro que el enemigo no era el Estado, sino la Iglesia. Que para crear un clima de auténtica libertad de pensamiento resultaba crucial derrotar el poder de la Iglesia para limitar lo que se podía decir. Gran parte de nuestra actual concepción de la libertad deriva de esa época. Creíamos que no íbamos a volver a luchar por eso.

Que era historia.

Resulta que descubrimos que esa misma batalla se trasladaba a la órbita de otra religión. Yo nunca me he considerado ni un musulmán ni nada que haya crecido en ese entorno. No era relevante para mí la ortodoxia de una religión como la musulmana ni lo que ellos decretaran. No me incluía dentro de su jurisdicción, digamos, pero ellos decidieron extralimitarse en eso para asesinarme. Así que en los términos que se planteó el asunto había dos bandos. En uno militaban la intolerancia, el fanatismo, las amenazas, la violencia… Y en el otro, la libertad, la imaginación, la literatura. Era una lucha justa, que debía librarse y arriesgar mi vida por ella. Merecía la pena.

Más allá de la batalla, ese concepto, libertad, ¿no se convirtió en algo más concreto que abstracto para usted?

Lo que perdí durante más de una década fue espontaneidad. Acostumbrado a estar trabajando en el escritorio de mi casa, decidir salir a dar un paseo antes de que me estallara la cabeza no era posible. Debía avisar a un policía, y él me respondía: "Desde luego, denos una hora y lo preparamos todo". El hecho de no tener en mi bolsillo la llave de la puerta de casa porque no podía salir sin permiso… Simbólicamente era fuerte.

Imagino que se debieron realizar verdaderos esfuerzos diplomáticos bajo cuerda para conseguir su libertad. ¿O no?

Se fue dando, paso a paso, poco a poco. Pero al principio, no.

¿Ni siquiera en detalles que desconocemos?

A lo que se comprometió entonces el gobierno de Margaret Thatcher fue a garantizar mi seguridad, pero no iban a emprender grandes acciones diplomáticas ni políticas en torno al caso. Con el tiempo, entre varios colegas y amigos decidimos que debíamos actuar para cambiar esa tendencia. Si los británicos no mostraban apenas entusiasmo por resolver el caso, debíamos comprometer a otros gobiernos para que levantaran esa bandera. Quienes mostraban la mayor garantía en términos de derechos humanos eran los países nórdicos y Canadá. Los franceses finalmente se comprometieron, salvo en el caso de Mitterrand, a quien no le interesaba el asunto. Hasta que se produjo el cambio crucial.

¿Cuándo?

Cuando Bill Clinton decidió que se trataba de un asunto vital para EE.UU. Eso arrastró al resto. Después, con la llegada de Tony Blair al poder, que me apoyó mucho, todo cambió.

¿Hasta qué punto le marcó en su período de condena?

Mucho, ante todo en lo que se refiere a la amistad. Desde muy joven viví alejado de mi familia. Los amigos para mí son muy importantes, es la familia elegida. En esa época fueron cruciales. Emocionalmente y en sentido práctico. Me apoyaron y me protegieron. En cualquier obra de arte, en una novela, en una obra de teatro, en una película, las crisis revelan el carácter. En una situación de tensión, la gente se revela como realmente es. Como ocurre en una de las películas de uno de mis directores más admirados: El ángel exterminador, de Buñuel.

Sirve para ilustrar su caso.

Lo que él hace es crear una crisis surrealista con todos esos burgueses encerrados en una casa, de donde pueden pero no quieren salir, y entonces todos se revelan como son. La fatwa fue así. Una crisis surrealista que puso a cada uno en su lugar. Mucha gente actuó de forma extraordinaria y otros no estuvieron a la altura. Con mis amigos tuve suerte. No me decepcionaron en absoluto. Me probaron lo lejos que estaban dispuestos a llegar para ayudarme.

¿Se ha planteado si debe haber límites a lo que se dice o se escribe?

No, en absoluto. Si vas por la vida con esas prevenciones, mejor te callas y te quedas en casa. No lo hagas, nadie te obliga.

¿Ni por temor a ofender?

Son novelas. ¿Cómo pueden ofender a alguien? La manera de que no te ofenda es cerrándolo. No lo leas ni lo compres. Puedes elegir lo que lees. Los versos satánicos tiene 600 páginas, cuesta mucho esfuerzo leerlo como para que te sientas insultado por ello. Tienes que ser masoquista.

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