Simón Rodríguez, prócer de la educación pública

<P>Hace 180 años, el maestro de Simón Bolívar pregonó a favor de la calidad de la educación y contra el lucro. </P>




Por el año 1800 el futuro libertador Simón Bolívar vivía en París, lejos de la tiranía que asolaba a América, como varios patriotas exiliados que observaban las novedades políticas de Europa y los ideales de la revolución francesa. Allá se encontró con un viejo profesor, Simón Rodríguez, quien lo había educado de niño, y que lo hizo leer al filósofo David Hume, además de los maestros liberales franceses. Rodríguez había dejado Caracas, donde su carácter extravagante, su anticlericalismo y su afán de dar educación igual a blancos, "pardos y morenos", le había traído la persecución. Juntos se fueron a Italia, y en medio de su recorrido, entre apasionadas conversaciones filosóficas, en una hermosa colina, Bolívar le hizo un juramento solemne. Cuenta Rodríguez: "Volviéndose hacia mí, me dijo: Juro delante de usted, juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor, y juro por la patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español".

Veinticinco años después Bolívar aún seguía en las labores de la Independencia, y recién se reencontraría con su maestro, a quien llamaba el Sócrates de Caracas. Con él, Rodríguez lograría realizar la misión de su vida: educar con calidad para que América no imitara servilmente a Europa, para que el pueblo pensara por sí mismo, con profesores dignos que trabajarían como garantía de las nuevas repúblicas. Cuando supo que estaba de vuelta, Bolívar lo mandó a llamar de inmediato desde Lima. Escribió a uno de sus hombres: "A don Simón Rodríguez yo le pago todo para que me venga a ver. Yo amo a ese hombre con locura. Fue mi maestro, mi compañero de viajes, y es un genio, un portento de gracia y talento para el que lo sabe descubrir y apreciar. Con él podría yo escribir las memorias de mi vida. El es un maestro que enseña divirtiendo y es un amanuense que da preceptos a su dictante. El es todo para mí".

Simón Rodríguez había nacido en 1769, hijo natural de un clérigo. A los 20 años era profesor de la única escuela pública de Caracas, pero renunció porque no encontraba eco a sus ideas libertarias. A los 28 años partió en viaje: en Jamaica aprendió inglés y en Estados Unidos tipografía, que le será muy útil, pues desarrolló una forma de escritura entre musical y pictórica, clave para la nueva y buena disposición de las palabras que cambian el pensamiento. Luego se instaló en París y adquirió una nueva identidad: Samuel Robinson, seudónimo que se había dado en inglés. Sólo en 1823, a los 54 años, volvería a sus tierras y a su nombre, y a su proyecto de educación popular.

De Bolivia a Chile

"Usted formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso", le escribió Bolívar. Lo nombró "Director General de Enseñanza Pública, de Ciencias Físicas, Matemáticas y de Artes de Bolivia". Rodríguez temía que una inmigración de europeos avasallara nuevamente al pueblo originario, por eso se dedicó a educar a los indios. Pero en su afán se encontró con el desprecio del hombre boliviano fuerte, el mariscal Sucre, quien cerró sus escuelas y lo mandó a perseguir por deudas. "Sáqueme usted de aquí, enviándome con qué irme: lo que había guardado para mí, lo he gastado con los muchachos", le escribió a Bolívar. Sin obtener respuesta, bajo tiempos difíciles de guerra, se instaló en Arequipa, y para sobrevivir montó una fábrica de velas.

Tras la muerte de Bolívar, en 1830, recibió una invitación del intendente de Concepción, José Antonio Alemparte, para enseñar en Chile. Aquí se encontró con su viejo vecino, Andrés Bello, y con contertulio nuevos, como José Victorino Lastarria, quien escribió sobre él: "Se decía que en su escuela de Concepción enseñaba, junto con los rudimentos de instrucción primaria, la fabricación de ladrillos, adobes, velas, y otras obras de economía doméstica; pero la educación que impartía estaba lejos de conformarse con las creencias, usos, moralidad y urbanidad de la sociedad en que ejercía su magisterio". También describió su apariencia: "Vestía chaqueta y pantalón como el que usaban entonces los artesanos, pero ya muy desvaído por el uso. Era un viejo enjuto, transparente, de cara angulosa y venerable, mirada osada e inteligente, cabeza calva y de ancha frente".

Muerte entre extraños

En Concepción primero, y luego en Valparaíso, publicó el libro Luces y virtudes sociales, un compendio de su pensamiento libre compuesto al modo de una partitura, que consta íntegro en la nueva edición de Villagrán. Tras la destrucción de su escuela por terremoto, intentó enseñar a leer a niños pobres, pero no logró encontrar apoyo. Según su biógrafo chileno, Miguel Luis Amunátegui, "el origen del descrédito en que había caído eran sus relaciones ilícitas con una india, de quien había tenido dos hijos, a quienes amaba y regocijaban sus viejos días". El hombre tenía entonces 70 años: a esa edad decidió largarse de Chile rumbo al Titicaca, de ahí subió por Perú hasta Ecuador y luego a Bogotá, desde donde partió otra vez de vuelta hasta terminar en un pueblo perdido del Perú, Amotape. Fabricando velas o dando clases por un plato de comida subsistió hasta 1854: murió entre extraños, y declarado hereje por el cura local. "Ay, mi alma", dicen que expiró. Sus restos llegaron al Panteón de los próceres de Lima en 1924, y 30 años después al de Caracas. Y 177 años después de publicado, cuando se siguen discutiendo los mismos temas que lo apasionaron, su libro se reedita en Chile.

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