Simplemente Mario

<P>Hubo un tiempo en que Mario Kreutzberger aún no era Don Francisco. Una vida antes de la televisión. Exactos 22 años que mezclan historias del hijo mayor de una familia judía que se movió por Talca, Santiago Centro y Ñuñoa. Le propusimos al animador más famoso de Chile bucear entre esos recuerdos y volver a caminar por el barrio ñuñoíno donde pasó su infancia y adolescencia. Así fue este viaje al pasado. </P>




Mario Kreutzberger se baja de un jeep Land Rover frente a Las Lanzas. Lleva pantalón oscuro, abrigo azul, bufanda y boina de lana. Quizás demasiado abrigado para un día de agosto que se empina sobre los 20 grados. La gente sentada en sillas en la vereda le invita a una cerveza, y él se ríe de sus ganas de hacerlo. Pero les dice: "No puedo, me voy a buscar mi casa, la de cuando era niño". Después de 50 años, Don Francisco vuelve a caminar por su barrio en Plaza Ñuñoa.

Cruza Jorge Washington y la gente lo sigue, lo saluda. Detienen sus autos en Irarrázaval, los micreros tocan bocinas y varios peatones corren a tomarse una foto con él. Kreutzberger mira la plaza. Cuenta que allí se hacían los bailables dominicales y que era el lugar perfecto para las pichangas con los amigos. Llegó a vivir aquí en 1946, a los seis años. Al primer piso de la casa de Irarrázaval 3804. Una construcción antigua aún en pie. Muy blanca y con una gran puerta negra, desde afuera parece un barco. Sus papás subarrendaban. En el segundo piso vivía una señora alemana; y en la buhardilla, la arrendataria.

Se detiene en el paradero donde este sábado hay tres personas esperando el Transantiago, y cuenta que allí tomaba con su papá el tranvía 36 para ir al centro. Una señora se le acerca y completa su frase: "Y usted se sentaba en esa esquina a esperar a su mamá cuando jugaba canasta. Yo era su vecina, y veía que hasta grandes a usted y a su hermano René los obligaban a andar de pantalones cortos". Don Francisco se ríe, asintiendo todo con la cabeza que lo ha hecho famoso.

"Cuando llegábamos en el tranvía a Vicuña Mackenna, el chofer paraba a tomarse una cerveza que le regalaban en la Fuente Suiza. Todos los del tranvía tomaban cerveza, menos yo, que me regalaban una Bilz", recuerda. Luego se bajaban en la fábrica de ropa de su padre, a pasos de Tocornal. No les era un barrio ajeno. Allí había llegado la familia en 1945, desde Talca. Era un barrio pobre, dice Kreutzberger, donde comenzaron a alojarse las primeras familias de la colonia judía en Chile. En calle Copiapó estaba el Colegio Hebreo y a un par de cuadras Maccabi, donde los domingos Mario y su hermano iban a jugar y aprender judaísmo. En ese club él inventó a Don Francisco Zisiguen González, un judío alemán que contaba chistes sobre el escenario. En esos shows conoció a Teresa Muchnick, con quien lleva 50 años de matrimonio.

"Viví como un año en Tocornal, en el centro. Era un barrio rojo, peligroso, y mi papá quiso sacar rápido a la familia de allí. Cuando llegamos a Santiago, mi papá quería trabajar y buscó un lugar para arrendar en 21 de Mayo 631. Era un edificio de adobe con muchas piezas, pero todo para él era muy caro. Entonces, a este gallo que hablaba mal español le dijeron de broma que sólo le alcanzaba para arrendar un baño. Y lo arrendó, le sacó la tina y empezó: puso una mesa y cortaba pantalones. Un día yo me puse a jugar repartiendo tarjetas en 10 de Julio. Le llevé así su primer cliente. Como premio me llevó a tomar once".

Camina por Plaza Ñuñoa y llega a la pérgola que está a punto de venirse abajo. Bajo el techo endeble, cinco adolescentes venden globos. Kreutzberger alega: "Si no acortan las diferencias en este país, van a volver los problemas. Dicen que nos va tan bien como país y tienen la Plaza Ñuñoa hecha una mierda. ¿Cómo se compara el Costanera Center con esta plaza? Tiene que haber un equilibrio. Cuando uno lo dice, dicen que es comunista, pero no se trata de eso".

Una pareja le cuenta que a la pérgola la quieren echar abajo para hacer un restorán y alegan que no se puede, porque debajo hay una subestación eléctrica. "Echarla abajo es una pelotudez. Yo le voy a mandar una carta a Sabat", dice. Se nota molesto.

Se detiene frente a la que fue su primera casa en Ñuñoa, esa que parece un barco. Y recuerda que fue la tercera casa en que su familia vivió en Chile. Porque antes de ésta y la de Santiago Centro, estuvo la de la 1 sur con la 1 oriente, en pleno centro de Talca, donde hoy se levanta un negocio de celulares. Mario Kreutzberger nació el 28 de diciembre de 1940, en el hospital de esa ciudad y vivió allí hasta los cuatro años. De esa casa se acuerda que "era de adobe y muy, muy pobre". Sus papás, Erich y Anne, venían escapando del régimen nazi que los había obligado a casarse escondidos y vivir la Noche de los Cristales Rotos aterrados en la ciudad de Neisse. El padre estuvo entre los 30 mil judíos detenidos. Pasó varios meses en un campo de concentración y nunca les contó a sus hijos lo que vivió allí. Erich y Anne tomaron por separado un barco rumbo a América Latina.

Se juntaron en 1939, en Santiago, pero rápidamente partieron a Talca. Mario Kreutzberger se acuerda que esos primeros años en Chile los vivió en un clima polarizado, pues en Europa se desarrollaba la II Guerra Mundial y él, sin tener idea, formaba parte del bando más golpeado. "Una vez fuimos con mis papás a un matrimonio y cuando escuchaba la liturgia en la iglesia no entendía por qué era tan terrible ser judío. Mi papá me mostró en el techo la pintura de Cristo y los apóstoles de la Ultima Cena. '¿Los ves?, esos son todos judíos', me dijo". Y él, un niño rubio y corpulento, asintió con la cabeza.

De los cuatro años que vivió en Talca, él dice que no se acuerda mucho. Así y todo, cuando se relaja, habla como talquino. Con esa "z" que se asoma de repente y acordándose de los "sánguches con pan francés" que comía donde unos árabes en el centro. Lo que sí recuerda es que un día, a los cuatro años, caminando de la mano con su papá por la alameda talquina, vio las ruinas del incendio de la Compañía de Fósforos. El padre encontró entre las cenizas una moneda blanca, la escupió y le dijo "esto es para tener buena suerte". Semanas después, la familia se fue en tren a vivir a Santiago.

Erich Kreutzberger había levantado en Talca una tienda para confeccionar ropa, "La Americana", que después continuó con el nombre "Kreutzberger" en ese baño del centro de Santiago. En ese barrio que no le gustaba y que lo hizo llevarse pronto a su familia a esta casa de Irarrázaval, frente a la cual está ahora Mario. Recuerda que en esta casa le dio tifus, "terminé flaco como tallarín". Luego apunta una librería y dice que antes allí estaban una ferretería de los dueños de la Fuente Alemana, la farmacia Santa Julia y un establo donde iba a tomar leche recién sacada de la vaca. "Tuve tres veces fiebre aftosa, mis nietos no me creen", cuenta.

Mira la panadería Santa Julia y cuenta que en esos años también existía, pero era mucho más chica. Allí compraba "colegiales", un pastel parecido al berlín, con la plata que se ganaba trabajando. En plena campaña presidencial de 1952, el encargado de gritar a favor del candidato radical en la Plaza Ñuñoa era analfabeto, entonces, cuenta Kreutzberger, "para no perder la pega, me ofrecía unas monedas para que yo hablara. Un día a mi mamá le pareció escuchar mi voz diciendo 'porque el candidato Pedro Enrique Alfonso…'. Fue a la plaza, me pescó, me sacó y me retó más que la cresta. Ellos eran extranjeros y venían muertos de miedo de la política. Me dijo: 'Nunca te metas en política, nunca'".

En la casa de Irarrázaval, subarrendando el primer piso, los Kreutzberger estuvieron apenas un par de años. En 1948 se cambiaron a otra en Brown Norte, hoy demolida, y en 1951 -con la economía familiar ya más firme- compraron su primera vivienda a sólo unas cuadras. En la calle Santa Julia, número 296.

Mientras todos esos cambios de domicilio se sucedían, Mario Kreutzberger estudiaba en el liceo comunal de Ñuñoa. El lo dice claro: "Nunca fui bueno para los estudios. Tenía un compañero de curso que era muy, muy pobre. Sus dos papás eran alcohólicos y él era el mejor del curso. Almorzaba y comía acá en mi casa. Siempre trataba de explicarme las materias, pero no había caso. Hoy es un reconocido ingeniero forestal".

El mismo lo ha contado varias veces: "Los pistilos y la química me hicieron salirme del colegio a los 16 años". No terminó la secundaria y empezó a trabajar en la fábrica de ropa de su padre, con el sueño de ser en el futuro animador, actor o humorista. Desde hacía un tiempo tomaba clases de teatro por las tardes, en Maccabi, con Hugo Müller. Pero la historia de la deserción tiene un antecedente un poco más duro. A los 13 años, alumnos de cursos superiores lo agarraron a combos y patadas por ser judío. Lo dejaron moreteado, cerca de la calle Manuel de Salas. El escolar hizo la cimarra en la Plaza Ñuñoa por una semana, hasta que el rector llegó a verlo a la casa. Le dijo que lo que le pasó era injusto, pero que debía aprender a defenderse. Volvió al colegio con una defensa nueva: el humor. Contaba chistes y hacía reír a la gente.

-En ese momento, el humor fue una manera de protegerme. En vez de un golpe, tiraba un chiste. Pero tampoco fue invivible. Digamos que una vez me hicieron un bullying violento, pero no volvió a pasar porque a la próxima me defendí a combos.

Mario Kreutzberger pudo haber sido tres cosas antes que animador de televisión. Su mamá, quien había sido cantante de ópera, lo metió desde los ocho años al Conservatorio de Música y cuando años más tarde lo escucharon cantar para su Bar Mitzvah, lo ficharon como posible rabino-cantante. Pero él dejó todo eso luego de que en el colegio se burlaran de su voz. Más grande, su papá, que era un boxeador aficionado, lo empezó a entrenar en el deporte de los combos. Incluso, en la casa de calle Santa Julia improvisaron en el patio un ring con piso de tierra, cuerdas amarradas al parrón y un saco de tierra que hacía de punching bag. "Me gustó harto el boxeo, fui a probarme a un club, pero cuando me pegaron duro, dije que no más". Descartado entonces el canto y el box, lo natural era seguir el camino familiar y se dedicó a trabajar como sastre.

A los 16 años empezó a recorrer Chile con muestras de trajes. Tomaba un tren hasta Concepción y se bajaba en todos los pueblos a ofrecer ropa. Tomaba las medidas y después enviaba las prendas por encomienda.

-Mis primeras ilusiones empezaron cuando empecé a vender ropa por Chile. Tomaba las maletas y partía al sur. Viajaba con maletas llenas. Como siempre me ha gustado comer, a pueblo que llegaba iba a comer a los clubes radicales. Me gusta la comida chilena. En Curicó pedía chahual, que es como comerse un cuaderno, pura celulosa. Un fruto de un cactus que se corta en varias partes como el repollo y se aliña con limón, sal y aceite. En el norte me bajaba en Copiapó y me iba en citroneta por el desierto de Atacama".

El oficio de vendedor viajero se le pegó al cuerpo. Cuando se convirtió en Don Francisco y ya conducía Sábados Gigantes, siguió vendiendo ropa y viajando con sus maletas por 10 años. Juntó los dos trabajos y creó la sección "Usted no conoce Chile". Fue el comienzo de la famosa "Cámara viajera".

Con el tiempo, el negocio familiar de la ropa a medida creció en el centro. Salió del baño a una oficina, de una oficina a un edificio y de allí a toda una cuadra en Almirante Barroso con Santa Ana. Los Kreutzberger se compraron un auto, se fueron de vacaciones por primera vez a Llolleo y, a los siete años, Mario conoció el mar. El negocio pasó a llamarse "Croston Clothes" y antes de que Don Francisco se casara, a los 22 años, tenían casi 200 empleados. Por eso, a los 19 años, Kreutzberger -que había cursado Contabilidad dos años- dejó la casa familiar en Ñuñoa y se fue a estudiar corte y confección en la Universidad Técnica de Nueva York. Su papá le dio 100 dólares semanales para vivir, comer y estudiar.

-No sabía nada de inglés y tenía poca plata. Al principio comía salchichas de un dólar. Pero al rato gané plata. Cuando llegué al Hotel Stanford, me di cuenta que en el mesón, debajo de la recepción, había un vidrio con tarjetas. Era un hotel para latinos. Pregunté para qué eran las tarjetas y me dijeron que era gente que se ofrecía para acompañar a otras, principalmente ancianos, a sus diligencias. Mandé a hacer mi tarjeta y la puse. Como a la semana, una señora pidió que alguien la acompañara y la recepcionista me lo dio a mí. Después de estudiar, me fui a hacer diligencias con una señora. Cobraba US$ 3 la hora. Además, en las tiendas daban comisiones a los que llevaban clientes. Cuando regresé a Chile, le di a mi papá un cheque por los 24 meses que me había mantenido.

El Hotel Stanford, en la 32 con Broadway, hoy recibe a los coreanos que migran a Nueva York. Hace 52 años, Kreutzberger vio allí lo que pensó era "una radio con pantalla negra". La encendió y miró por primera vez televisión. No paró de ver tele. Cuando en 1961 volvió y fue a pedir trabajo a la oficina de Eduardo Tironi, director de Canal 13, dijo que entre su experiencia estaba haber visto televisión todos los días durante dos años.

Mario Kreutzberger camina por la calle Santa Julia. Busca el número 296. El de su última casa en Ñuñoa, en la que vivió una década hasta 1962, "año en que me casé con la Temy y la televisión", y su padre le regaló un departamento en Las Condes. Erich y Anne también se mudaron al mismo edificio en Augusto Leguía, y ocho años después, al inicio de la UP, decidieron regresar a Alemania.

Mientras camina, Mario dice que el tiempo ya debe haber destruido esta casa en Santa Julia. Pero se equivoca. La encuentra pintada de rojo, con portón de fierro y un naranjo que conoce de memoria. "Está igual", comenta.

Se apoya sobre la reja. Por su lado pasa una mujer, que se detiene y le dice: "Yo trabajé en su película". Se refiere al documental Testigos del silencio (2007), que trata del Holocausto y cuenta la historia que su padre no le contó. La mujer le dice que es buena la película. Kreutzberger le responde que "ha ganado dos festivales, pero la presentamos en 20… tampoco debe ser tan buena".

Aunque responda con humor, el judaísmo es algo que Kreutzberger ha estudiado últimamente y el documental vino a cerrar un ciclo pendiente de su historia. Kreutzberger comenzó a hacer los ritos de su religión que con la II Guerra Mundial no vivió cuando niño. "No soy religioso, soy agnóstico. Pero desde hace un año y medio hago el shabat en Miami, con un rabino amigo. Invitamos a judíos, no judíos, americanos, latinos, homosexuales, tenemos la diversidad en la mesa. Para Yom Kipur (día del arrepentimiento, en el que se ayuna) no trabajo, por respeto". Hoy puede recitar de memoria pasajes de la Torá y relacionarlos con la actualidad.

Toca el timbre y aparece Paulina Hernández, quien grita hacia adentro de la casa: "Papá, es Don Francisco". Un dormido dueño de casa, ese sábado en la tarde, cree que le están hablando de lo que transmite la tele. Apurado se levanta e invita a pasar al animador.

Mario Kreutzberger mira cada espacio de la casa. Se acuerda que a los 20 años se tomó una foto en la chimenea y hoy pide repetirla para dársela a su esposa. Se acuerda que en la terraza "mis papás hacían fiestas alemanas, comían piernas de cerdo con chucrut, un amigo traía un barril de cerveza y venía una acordeonista".

Recorre el patio y muestra que debajo del parrón estaba el ring de boxeo. Recuerda varias cosas más: que en ese patio vivía su perro Gaspa, que jugaban a la pelota en un sitio eriazo a un par de metros, que en la cocina tenían un comedor de diario, que a dos casas vivía Coco Legrand y, al frente, la sobrina de María de la Cruz, primera mujer diputada en Chile, del Partido Laborista. Pasa por debajo de un árbol y dice que el tilo fue su primer negocio.

-Teníamos un equipo de fútbol, el Club Unión Lautaro. Yo era secretario. Un día se me ocurrió sacar todo el tilo de la calle, y en el verano lo secamos arriba del gallinero. Mandamos a hacer un timbre, compramos bolsitas de papel, metimos el tilo y las timbramos. En bicicletas las llevamos y las vendimos en todas las farmacias de Ñuñoa. Con la plata compramos equipos, camisetas, pelotas. Mi mamá era la encargada de lavar las camisetas. Yo para el fútbol era malo, para lo que era menos malo era al arco".

Mario Kreutzberger termina de recorrer la que aún llama "mi casa". Cuenta que allí fue la primera vez que tuvo pieza solo y que en el verano tenían una piscina. Hoy hay otra ahí mismo, desocupada.

Luego, parado debajo del tilo, le hace al dueño de casa una última pregunta:

-¿Esta casa le ha traído buena suerte?

-Algo… No me puedo quejar.

-Se lo pregunto porque a mí sí me trajo buena suerte, mucha.

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