Sin luz en la colina
HUBO una época en que Estados Unidos se veía a sí mismo -siguiendo una frase que pronunció en 1630 John Winthrop, el primer gobernador de la colonia de Massachusetts- como “la ciudad sobre la colina”, un ejemplo al que todos miraban admirados buscando iluminación.
Hoy es difícil que alguien crea en el excepcionalismo norteamericano: el país no logra despegar del pegajoso letargo económico en que está sumido desde 2008; el auge de China hace que muchos cuestionen su liderazgo geopolítico; potencias como Rusia e Irán desafían constantemente su liderazgo sin que haya respuesta significativa desde Washington; la promoción de la democracia, un rasgo clave de la diplomacia estadounidense, ha dejado de ser parte de la agenda, como queda en evidencia con el anuncio de ayer de que se reanudarán las relaciones diplomáticas con Cuba.
Es sintomático que en el discurso a través del cual Obama comunicó el inicio de “un nuevo capítulo” en las relaciones entre Washington y La Habana, el mandatario norteamericano no pronunciara jamás la palabra “democracia”, y que sólo hablara de “libertad” y “apertura” en referencia a la posibilidad de realizar visitas turísticas a la isla y de comerciar con ella. De hecho, Obama no hizo pública ninguna exigencia al régimen de Raúl Castro, mientras éste sí se sintió con la confianza para exigir el fin del “bloqueo”. O sea, el mundo al revés: el democrático y poderoso Estados Unidos se dejó desafiar por una dictadura caribeña que lleva 55 años en el poder.
Eso no es casualidad. Para el Presidente norteamericano, Estados Unidos tiene poco que predicar al mundo y debe comportarse como un “país normal”. Obama es un realista clásico que sólo ve la utilidad de las cosas en la medida que promueven intereses. El es de los que consideran que esa es la manera más adecuada de conducir la política exterior, sin consideración a ideales ni bienes superiores: el poder y el interés son los principios cardinales. Es por eso que Obama señaló ayer que pretende poner fin a una política que ha sido incapaz de “hacer avanzar nuestros intereses” respecto de Cuba.
Pero ni siquiera Henry Kissinger, el realista por excelencia, cree hoy que la simple promoción de los intereses propios es la vía para tener éxito en el sistema internacional. En World Order, su último libro, repite una y otra vez que son necesarios el poder y la legitimidad para que Estados Unidos sostenga una política exterior viable. Otros han venido diciéndolo desde hace tiempo: según Zbigniew Brzezinski, ex asesor de seguridad nacional en tiempos de Jimmy Carter, Estados Unidos se mueve “entre el poder y los principios”.
Obama parece creer que sólo el primero importa. Esto lo ha llevado a perder liderazgo a nivel global y a hacer concesiones ignominiosas que ninguno de sus antecesores hubiera aceptado. El ruso Vladimir Putin, el egipcio Abdelfatah Al-Sisi y, ahora también, los hermanos Castro se han beneficiado de ese pragmatismo que ni siquiera se atreve a plantearle condiciones al régimen dictatorial más añejo del mundo. La “ciudad sobre la colina” ya no ilumina a nadie.
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