Stephen King: El rey
<p>Pocos han influido tanto en la cultura popular como este escritor. Sus ideas se expanden rápidamente: tiene 25 libros que han sido adaptados al cine o la televisión, su trabajo ha inspirado obras de teatro y hay huellas suyas en series, películas y cómic de gente muy diversa. Con dos nuevos libros anunciados para 2015, queda King para rato. </p>
Como cuenta el escritor Neil Gaiman en la entrevista que le hizo a Stephen King en abril del 2012, el autor de Carrie tiene dos casas. Una, en Bangor en la zona de Maine, es antigua, enorme y luce como el escenario perfecto de uno de sus libros. La otra está en Florida y es un cubo de cemento y cristal diseñado por un hombre que construía edificios de mall. Y dentro de esa segunda vivienda, explica Gaiman, en el estudio hay dos escritorios: uno es amplio y cómodo y tiene una espléndida vista a la playa cercana. El segundo está en un rincón, de espaldas a las ventanas. En ese escritorio es donde trabaja el dueño de casa.
Y el detalle no es menor porque siempre -incluso desde su primer protagonista escritor, el novelista Ben Mears, de La hora del vampiro- King ha dibujado en sus libros la figura del autor como un artesano de moral seudo calvinista. Una especie de carpintero del lenguaje, mucho más cercano a los mecánicos, obreros y cocineros que pueblan sus grandes libros que a los artistas arrebatados por la inspiración que suele presentar el cine.
Por eso tal vez una de las mejores historias de Stephen King, el autor popular activo más importante del mundo, no esté en sus trabajos de ficción sino en Mientras escribo (2000), su ensayo autobiográfico sobre el oficio: es la historia de cómo, en medio de la pobreza y la desesperación por llegar a fin de mes, recibió el llamado de su editor para notificarle que la editorial Doubleday había vendido los derechos de tapa blanda de Carrie. Es un perfecto momento a lo Stephen King. Es el Día de la Madre, es domingo y toda la ciudad está muerta. Solo, sin posibilidad de darle las buenas nuevas a su mujer hasta que ella vuelva a casa, decide comprarle algo para celebrar. Tras recorrer todo el barrio, lo único que encuentra abierto es una farmacia y el regalo que le compra a Tabitha King a cuenta de su primer gran cheque es un secador de pelo.
Humor negro, emoción, una vuelta de tuerca e incluso una desesperada carrera del héroe contra la adversidad. La anécdota tiene casi todos los elementos de una novela de King y ese raro talento suyo para cruzar géneros -para moverse en un mismo libro desde la sátira al terror y de ahí al drama e incluso a la fantasía pura- le ha convertido en un referente y también en un blanco fácil. Sobre todo entre quienes miran con distancia su inveterada costumbre de contar en veinte capítulos lo que otros autores despacharían en tres párrafos. Recuerdo que la narradora de un divertido cuento de vampiros a principios de los 90 decía en un momento: “Luego de leer las primeras quinientas páginas del nuevo de Stephen King, salí al pasillo a fumar” y la frase era un guiño, pero también el desafío natural de un escritor cachorro por caerle a palos al prócer.
Recuerdo además que la frase me hizo reír porque en esa época yo estaba empezando a leer a Stephen King. Y a diferencia de otros tantos autores de rigor, leer sus libros no era trabajo. Más bien lo contrario. Me salté clases y perdí un par de notas por terminar de leer La hora del vampiro y luego, en una semana de vacaciones, me devoré La danza de la muerte y El resplandor. Alguien me regaló un ejemplar viejo y sucio de Carrie, cuya estructura en base a cartas y fragmentos de diarios me recordó al Drácula de Bram Stoker, lo que por supuesto viniendo de un adicto a los libros de género como King no era un accidente sino una referencia adrede. Y Francisco Ortega, quien se tomaría veinte años para publicar El horror de Berkoff, su propia historia-de-terror-en-pueblo-chico me prestó en ese lejano 1992 su copia de El talismán, la novela que King co-escribiera con Peter Straub en 1984 y cuyas seiscientas y tantas páginas leí en un largo fin de semana.
Ahora: esa es exactamente la clase de testimonio que puso en guardia a toda una generación de críticos y académicos respecto al valor de Stephen King. Sí, dijeron, el tipo sabe redactar y ha leído con cuidado y provecho a clásicos como Dickens, Poe y Bierce. Por cierto tiene un oído privilegiado para captar la forma en que la gente normal se expresa en la calle, en el bar, en el colegio o en sus lechos de muerte. Y sin duda sus libros son de lectura rápida. Pero este sujeto -dijeron varios, entre ellos el temible crítico Peter S. Prescott de la Newsweek- trabaja con materiales de cuarta, con clichés, con historias de revista infantil, con argumentos de películas de serie B y no lo hace con ironía (como lo habían hecho diez años antes novelistas como John Barth o Robert Coover), sino con genuino afecto hacia esa chatarra.
La queja principal sobre King (al menos hasta la publicación de Misery en 1987) fue que el sujeto era un artesano de talento obsesionado con ganar dinero e inventar franquicias que luego vendía al cine o a la televisión. Que era un mercanchifle con algo de estilo, no muy por encima de autores de género tan desdeñados como Nelson DeMille o Dean Koontz. Y, por cierto, la relación de su trabajo con el cine fue temprana y fructífera. La primera adaptación de una novela suya se estrenó en 1976 y fue Carrie, de Brian de Palma. Desde entonces hasta ahora, 25 de sus libros han sido llevados al cine o a la televisión, por directores que van desde la flor y nata del gremio (Kubrick, Cronenberg, John Carpenter) hasta nulidades como Mick Garris, quien ostenta el inexplicable récord de haber producido seis adaptaciones de obras de King, incluyendo la horrenda miniserie de 1997 basada en El resplandor.
Pero la suspicacia de algunos críticos no evitó que el mundo de sus ficciones se expandiera como un virus. Películas, obras de teatro y televisión han bebido de su trabajo. El propio Damon Lindelof, co-creador de la serie Lost, ha reconocido en múltiples oportunidades lo mucho que el show le debía a La danza de la muerte (1978), ese relato coral sobre un grupo de sobrevivientes a una gripe misteriosa que extermina a casi toda la humanidad. Y huellas y citas directas a otros tantos libros de King se pueden encontrar en series, películas y cómic de gente tan diversa como Clive Barker, JJ Abrams, Chris Carter, George RR Martin, JK Rowling y el propio Neil Gaiman, creador del clásico cómic Sandman. El 2009 apareció uno de los más hermosos homenajes a su obra, una colección de imágenes inspiradas en sus libros llamada Knowing Darkness, donde participaron gente de la talla de Drew Struzan (el ilustrador de los afiches originales de Star Wars) y dibujantes de historieta como Dave McKean y Berni Wrightson.
La serie Under the Dome, basada en su libro homónimo de 2009, empezó hace poco su segunda temporada. El sitio imdb.com acredita al menos 17 cortos o largometrajes a partir de relatos de King en distintas fases de post-producción. Y el propio autor, que el año pasado editó Dr. Sueño (la esperadísima secuela de El resplandor) y hace un mes lanzó Mr. Mercedes, ya anunció dos libros más de aquí al 2015.
Tenemos Stephen King para rato. E incluso quienes aún le niegan la sal y el agua y ponen sus libros en la misma categoría que la serie Crepúsculo o 50 sombras de Grey han llegado a reconocer que su impacto en la cultura popular es equivalente al que pudieron tener desde otros ámbitos tipos como Rod Serling o Phil Spector: fenómenos tectónicos que alteraron las industrias en las que operaron de formas que aún no terminan de calcularse.
Y lo digo con alegría porque no puedo tener mucha distancia respecto a estos libros. Nunca he dejado de leer a King incluso después de descalabros infinitos como las 560 páginas de Los Tommyknockers o las 350 de El Juego de Gerald. En sus peores momentos, ha sido un escritor de pata pesada, descripciones agobiantes y desenlaces que se huelen desde la segunda página. Pero en sus mejores momentos ha encontrado esa mezcla de tono, lenguaje y ritmo que definen al gran escritor de género. Son esas escenas las que se vienen a la memoria repasando su bibliografía y es en ellas donde cristaliza lo mejor de su estilo y su mundo: la sensación táctil que queda en la mano de una madre un segundo antes de perder a su hijo en Cementerio de animales; el héroe iniciando el fuego que arrasará su pueblo natal en La hora del vampiro; la visita de Danny Torrance a la habitación 217 en El resplandor; el hombre que recupera su vida al costo de olvidar su infancia al final de It (Eso); la primera descripción de los malignos miembros del Nudo en Dr. Sueño; el baile final en el epílogo de 11/22/63. Chesterton decía que la literatura era un lujo, pero la ficción era una necesidad. Esas escenas de King son grandes momentos de ficción, pero además excelentes piezas literarias. Son el trabajo de un artesano que desde la chatarra denunciada por colegas que no merecen siquiera limpiarle el teclado con un trapo ha construido un universo imaginado que hoy apenas cabe en sus libros.
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