Un día en el barrio de moda de Paris
A las 10 de la noche, 14 devotos peregrinos hacen cola bajo la lluvia para entrar a Le Chateaubriand, el noveno mejor restaurante del mundo, según la revista Restaurant, situado en el número 129 de la avenida Parmentier, en París. Dentro, otras 60 personas cenan el menú-degustación de hoy y otras 10 se apiñan en la barra esperando su turno, bebiendo copas de vino. El ascenso social es así: en cuanto se libere una mesa pasarán a ocuparla los que están en la barra, y su lugar allí será tomado por los 14 peregrinos que, afuera, se mojan bajo la lluvia.
Pero lo más increíble no es la pequeñez de Le Chateaubriand, sino su absoluta desnudez. El local tiene el aspecto de un bar de barrio de los años 20, con sillas de madera y sin un solo cuadro en la pared, excepto una pizarra con el menú. Hasta hace unos años este restaurante estaba out y de pronto se volvió in. En una calle o un barrio al que antes jamás se te habría ocurrido ir, pero que ahora mueres por hacerlo. Ese tipo de lugares donde estás/existes o no estás/no existes.
He aquí la clave de esta historia: el barrio. La avenida Parmentier y sus calles aledañas no son un barrio en un sentido estricto. Los puristas dirán que pertenece al 11e, según la división numérica de París, o a la colonia nororiental de Ménilmontant, sobre la orilla derecha del Sena. Hace una década era una zona pobre de familias obreras o inmigrantes, con bares de toda la vida. "Pero ya sabes: un día ves un local que se sale de la norma, otro día otro, comienzan a llegar universitarios, profesores, gente joven y así, sin que te des cuenta, el barrio ha cambiado y muchos hablan de él. ¡Resulta que está de moda!", explica Laurent Cabut, gerente de Le Chateaubriand.
A cinco calles de aquí, bajando por Parmentier, está la Square Gardette, un parque de árboles muy altos. Rodeado de esas tiendas pequeñas y superespecializadas que sobreviven en la vieja Europa. Son tiendas sólo de vinos, sólo de quesos, sólo de foie gras. Hay escuelas de flamenco o capoeira. Diminutas salas de teatro, talleres de bicicletas y peluquerías. Minimarkets de alimentos orgánicos y centros que imparten cursos de cocina macrobiótica. Y en el número 114 de Parmentier, la casa de reparación de muñecas de Henri Launay. Detrás de los ventanales de su taller, que recibe con cientos de pares de ojos, cabezas, párpados con pestañas y otras partes del cuerpo de muñecas desde el siglo XIX, el viejo Launay calcula que desde 1964, cuando abrió su negocio, debe de haber restaurado unas 40 mil piezas.
Muy cerca está otra de las joyas del barrio: Le Square Gardette, el café restaurante que hace un año abrieron Sébastien Jaudeau y Ba Dienaba. El local es como la sala comedor de una casa de otra época. Hay un primer ambiente con una mesa muy larga, donde uno puede sentarse a leer la prensa, mientras toma desayuno y escucha el aria de una ópera. Con las horas, la música va cambiando a un pop ligero durante el almuerzo, y ya entrada la tarde y noche manda el blues, ragtime, bebop, swing. Todo, en medio de un mobiliario como de la casa de la abuela.
Luego de la mesa larga con la prensa del día, viene el comedor con lamparitas en los rincones. Al fondo, los sillones y sofás de una sala con chimenea. Hay estanterías hasta el techo, repletas de obras de los clásicos franceses o cómics de los 60.
Uno de sus clientes es el artista Pier Stockholm, también nuevo habitante del barrio. Aquí alquiló un local para su taller de pintura. Según él, hoy es imposible alquilar un departamento en la zona. ¿Y comprar uno? Juzgue los precios: uno de 26 m2, 295 mil euros; otro de 50 m2, 400 mil.
Hace una década apareció en castellano Bobos en el paraíso. Ni hippies ni yuppies. Un retrato de la nueva clase triunfadora, el clásico libro de David Brooks. Allí se menciona por primera vez a los bohemios burgueses del nuevo siglo, bobos por sus siglas en inglés (bourgeois bohemians): un grupo que combina la rebeldía bohemia universitaria, cierta estética contracultural reflejada en su modo de vestir, un ferviente culto a la cultura pop y las nuevas tecnologías, y ningún reparo a la frivolidad asociada al éxito, al glamour o al dinero. Allí no sólo caben jovencitos hipsters, sino también madres de familia de 35 años que van con sus bolsos Louis Vuitton a conciertos de música indie o cincuentones con el aspecto de científico loco: pelo alborotado, anteojos de marco grueso. Personas que morirían por una mesa en el mínimo Le Chateaubriand.
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