Un peatón furioso




Soy enemigo de los ciclistas urbanos. El comienzo de esta beligerancia tiene fecha, lugar y hora. El miércoles 29 de agosto de 2006 caminaba por calle Pío Nono, frente a la escuela de Derecho de la Universidad de Chile. Eran cerca de las cinco de la tarde y regresaba de una cita con un traumatólogo, a causa de un codo fracturado e intervenido días atrás. Llevaba un yeso y sentía dolor. La gente se movía por la vereda rápido y en grupos.

Sobrevino un segundo de vacío y de pronto sentí un golpe formidable.

Ingresó justo por la punta del codo, aquel operado y cubierto por yeso, desde atrás. El agresor era una mujer joven, guapa, con un gorro plástico en su cabeza colorina, y montaba una extraordinaria bicicleta de paseo. Ella siguió imperturbable y tras sobrepasarme, dijo con desgano:

-Sorry.

Se alejó impune.

El grupo de personas de adelante la retrasó y aproveché de encararla. Le dije que tuviera cuidado, que me habían operado el codo hacía una semana y que ella no podía andar entremedio de gente, en una vereda, y transitando como si fuese su calle, porque los peatones no usamos espejos retrovisores. Me miró como si yo fuera un ex miembro de la Gestapo.

-Oye, qué onda. Cuídate el codo solo. Además, yo soy ciclista, ¿me cachai?

El inicio de mi animadversión fue desde la emocionalidad irracional del dolor físico y de la indolencia de la agresora involuntaria. Pero la respuesta de esa muchacha tiene la causa del problema central con los ciclistas urbanos: la arrogancia de una causa justa.

¿Quién no puede estar a favor del uso de la bicicleta? Por los motivos de salud más elementales o porque se trata del medio de transporte más eficaz en lugares de distancias pequeñas. Se agradece la ayuda que entrega al medioambiente y es una herramienta de diseño casi perfecta. Además, nadie puede aplaudir la indiferencia casi criminal de los municipios respecto de entregarles vías exclusivas a los ciclistas para que se muevan con seguridad por la ciudad y no mueran atropellados por micros o autos. Hay verdaderos mártires y todos debiéramos presionar para que exista un respeto vial al ciclista y a su bicicleta. Los parlamentarios y el gobierno tendrían que proponer leyes; la autoridad debiera pensar y ejecutar una reforma al sistema vial e incorporarlos, con derechos y deberes.

Y es una de las causas que más aplausos puede recibir, porque se trata de justicia y de decencia. De bien común, si se quiere.

Pero frente a esta lucha bien parida, la de los ciclistas por ser respetados, hay una realidad extraña. Es políticamente correcto apoyar a los ciclistas urbanos, porque son los sometidos sin caminos, pero siento que un número no menor de ellos se escuda en esas buenas intenciones para actuar por simple y pedestre capricho.

Para aprovecharse y convertirse en seres detestables.

Pareciera que como no cuentan con todas las garantías, ellos se las quitan a los demás. Y noto que lo demuestran con cierto orgullo. No manejo, pero tras llamar a mi hermana el jueves pasado, me contó una situación que ya es normal: "Se me cruzó un ciclista completamente por delante, le toqué la bocina y él me saludó con su dedo medio levantado".

Su tragedia es esta: las calles son para los autos y las veredas son para los peatones. Cuando no hay lugares para uno, la regla número uno es respetar el mínimo para que los demás me respeten, aún si no me respetan. Sé que necesitan desplazarse, pero muchas veces esa necesidad se transforma en un desafío, una temeridad y un riesgo para todos. O en el peor de los casos, de ignorancia o de buen juicio. Vivía muy cerca de un tramo de ciclovía. Allí noté que decenas de ciclistas usaban la calle o la vereda, con autos o peatones, mientras que su vía exclusiva estaba vacía.

Hace una semana vi una anciana caminando con un pequeño carro, muy lento por la vereda. Una mujer de anteojos iba en su bicicleta y disminuyó la velocidad. Se puso detrás de la anciana, hizo una mueca de fastidio y le tocó su bocinilla. Dos hombres bajo una puerta le dijeron que esperara, que era una mujer mayor. La mujer cambió su rostro a una mueca de profundo desprecio y les dijo:

-Pero si le toqué la bocina.

Esa actitud, de indolencia frente a los demás, ha comenzado a generar la ira de las personas, porque ellos, los ciclistas urbanos, tienden a quebrantar el orden moral de los caminos, sean calles o veredas.

Estoy seguro que no son todos. Tengo tres amigos que usan sus bicicletas a diario y cuando salen en ellas admiten que las veredas son para los peatones y las calles la tienen ganadas, con grados altos de prepotencia, los automovilistas. Pero si hay mucha gente caminando, se bajan de sus bicicletas, y caminan. Si ellos van en caminos, actúan defensivamente por cuidado propio.

Algo está mal.

El problema, finalmente, son dos: que los ciclistas urbanos pertenecen a la ciudad, pero la ciudad los evita y los aliena. Y que vivir y moverse dentro de un lugar lleno de caminos implica respeto y un poco de buena educación.

Los automovilistas están obligados a respetar, porque, de otra manera, la ley los pena con multas, suspensiones y hasta con cárcel. La gente que camina en las veredas, al menos en esas franjas pavimentadas, aprendió a respetar el espacio ajeno. La gente que anda en bicicleta debería por lo menos comprender que, mientras no tengan el espacio real para moverse, la adaptación es lo más sano y lo menos peligroso para ellos mismos.

Pero siento, también, y en honor a los buenos ciclistas, que es más fácil ver a un zoquete mal educado al volante, a un idiota cruzando a mitad de calle o a un torpe ciclista echando pachotadas, que a las personas que comprenden que este mundo se va haciendo tan pequeño, que respetar el mínimo espacio es más fácil que violentarlo.

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