Un recorrido por los sabores de Colombia
<P>El chef corporativo de Culinary y presidente de Pebre, Juan Pablo Mellado, es un entusiasta viajero que se internó por las más sabrosas picadas colombianas. Cartagena de Indias, Barú, Villavicencio y Bogotá lo sorprenden con preparaciones coloridas y aromas que evocan al Caribe. </P>
QUISIERA HABLARLES en detalle de la exquisita comida que probé en Colombia, y por eso es necesario que parta contándoles, aun cuando parezca que no viene a cuento, que Diomedes Díaz ha muerto.
Era mi segundo día en Cartagena de Indias y empezó a llamarme la atención que en todos los taxis que habíamos tomado venían escuchando vallenato. Canciones preciosas que empecé a disfrutar inmediatamente y, como quería recordarlas, le pregunté a un taxista qué era eso tan bonito que sonaba. El hombre me miró por el retrovisor con cierta ceremonia y dijo: "Diomedes Díaz, que murió hace 21 días". Al otro día le pregunté a otro taxista qué venía oyendo y su respuesta -como están adivinando- fue: "Diomedes Díaz, que murió hace 22 días". La jornada siguiente la respuesta fue la misma, sólo que este nuevo taxista lamentaba el día 23 de la muerte del que, ya empezaba a comprender, consideraban uno de los más grandes cantantes de la música más popular de Colombia.
No era un evento puntual que se recordaría en los aniversarios: era un duelo, y se manifestaba con un constante homenaje en las radios, en las conversaciones, en la fiesta. Era conmovedor: llevaban la cuenta de los días de su muerte.
Insisto, si les cuento esto es sólo porque quiero hablarles de lo bien que comí en todos los lugares que visité de Colombia, ya que confirma una tesis sencilla pero irrefutable: para que un país entero coma tan rico, necesariamente debe tener -y querer- una enorme cultura popular propia, muy arraigada, sentida, vivida, sufrida. Cultura que un visitante puede ver, oler, probar, bailar y escuchar en todos sus rincones. En los 15 días de mi recorrido sentí que estaba viviendo más adentro del país que visitaba que en otras ocasiones en otros lugares: no escuché una sola canción en inglés, no recuerdo haber visto un McDonalds y no comí casi nada que no fuera colombiano o "hecho a la colombiana". Una mañana escribí la siguiente nota: "Aquí el franchute no pudo introducir su baguette fome, porque se desayuna 'arepa e' huevo', y no hay nada que le haga competencia". Euforias de cocinero…
Partimos visitando Cartagena de Indias. Imagínense un Viña-Valpo, más unido (no sólo geográficamente, sino que sin desprecio mutuo), con más rascacielos en Viña y con un Valparaíso bien cuidado, digamos, tomado en serio. La ciudad amurallada de Cartagena de Indias se ha convertido en uno de los sitios más hermosos de América Latina. Arquitectura colonial bien conservada, con buenos servicios, en pleno desarrollo.
Al preguntar dónde comer algo típico nos sugirieron, sin dudar, tres lugares:
1. La Cocina de Pepina: Este sencillo comedor del antiguo barrio de Getsemaní cuenta con la mano de una de las cocineras clave de la conservación del patrimonio culinario colombiano, específicamente de la cocina de Montería: la maestra María Josefina Yances.
Podría describirse como una "picada", salvo por el hecho de que sirve platos con porciones justas y delicadas. Probamos varios, de los que destaco sin dudar -y en el primer puesto- el delicioso y sorprendentemente sencillo mote de queso, una sopa de ñame (un primo segundo de la papa y el camote) con queso costeño, de los quesos blancos -levemente madurado y salado- más ricos que te puedes echar a la boca. Deliciosos también los camarones en "salsa de aguacate" que en rigor era una suerte de chimichurri con algo de palta, muy sabroso. Un paréntesis: se come harta palta en Colombia, salada, como en Chile, pero es una variedad distinta, más grande, un poco menos cremosa, pero una delicia. Donde Pepina, el rico lenguaje de la cocina popular colombiana empezaba a asomar con nombres -para platos también ricos- como "Cabeza de Gato" (bolitas de plátano con salsa de ají dulce); "Viuda de res Sinuana" (parecido al charqui, pero guisado y relleno de queso y ají); o la "Boronía" (berenjena guisada con plátano maduro). Estas berenjenas daban clara cuenta de la influencia árabe en la cocina costeña de Colombia, junto a algo llamado "suero", una crema espesa y ácida que servían para mojar el pan al comienzo y que no era otra cosa que el hijo colombiano del queso de yogur árabe llamado Labne ¡pero aún más rico! Sin exagerar: me comería un litro a cucharadas.
Mis apuntes de ese almuerzo dicen: "Qué raro que todo esté tan rico". Es improbable que de ocho platos, todos se distingan por su sazón. Era mi primer almuerzo en Colombia, y aún no sabía que así iba a ser el viaje entero.
2. La Casa de Socorro: En el mismo barrio de Getsemaní, a menos de una cuadra de distancia se encontraba esta marisquería, una amplia casa colonial que, según los cartageneros, era el templo del sabor costeño. Sin duda que eran buenos en lo que hacían: comimos una de las cosas mejor aliñadas de todo nuestro recorrido: cazuela de mariscos. ¿Ha probado el chupe de camarones peruano? Un pariente muy cercano, pero con rasgos caribeños: como la presencia de una cola de langosta y, en lo profundo, el perfume del coco puesto en el sofrito. Mortal.
El cebiche de Socorro, muy sabroso, levemente picante, con una acidez distinta, con presencia de algo dulzón, tenía un secreto que costó un rato que nos compartieran:licuaban cebolla blanca y ocupaban el jugo mezclado con el limón como aderezo. Interesante versión de la leche de tigre.
Al terminar, además de los postres del restaurante, podías escoger alguno de los dulces típicos cartageneros ("Alegres de Burro", "Cocadas") que ofrecía por las mesas con su canasta una hermosa mujer negra.
3. Candé: Dentro de la ciudad amurallada se encuentra el tercero de los restaurantes que más nos recomendaron. Candé -nombre en honor a la Virgen de la Candelaria, patrona de la ciudad- pretende dar a conocer Cartagena en todos los sentidos, por eso tiene una carta de cocina 100% local, una decoración ad hoc y un show de música popular costeña en vivo. El lugar es precioso, antiguo, sencillo, con parte del comedor en un fresco patio interior. Ideal para ir en pareja, ver el show y comer, por ejemplo, una "Picada de la Negra": carimañolas (croquetas de yuca rellenas de queso costeño, ¡notables!), empanadas de masa de arepa rellenas de carne, bollo de mazorca (muy parecido a nuestra humita) con butifarra, unos deditos de queso fritos, crocantes, deliciosos, todo con salsas de sofrito criollo (eso, un sofrito bien aliñado puesto como salsa) y el ya conocido suero, ácido, cremoso, tremendo. Entre los fondos, a pesar de estar en la costa, lo que más llamaba la atención eran dos carnes: la Posta Cartagenera, carne de vacuno guisada cuyo jugo convierten en salsa mezclado con panela (chancaca), clavo, anís y pimienta, acompañado con "Plátano en Tentación" (delicioso, plátano verde cocido y puesto en almíbar) y arroz con coco. Un plato completamente dulce y novedoso para un paladar sureño. La otra carne era aún más curiosa, y si usted es sensible, sáltese el resto de este párrafo. El "Ponche Guisado": te decían que se trata de un "cerdo de monte", que vive cerca del agua y se alimenta de plantas acuáticas. Pues bien, el ponche no es precisamente un cerdo, sino que se trataba del roedor más grande que pisa la tierra, uno del tamaño de una oveja. ¿Y su sabor?, una mezcla extraña de cerdo y pescado. No muy de mi agrado. El arroz con coco y los patacones que lo acompañaban, deliciosos.
En Cartagena hay "rumba" (fiesta), mucha y muy buena. Se baila salsa, champeta, vallenato, palenque, charangas, bachatas, y se baila en serio. En palabras de uno de nuestros amigos taxistas, es un lugar donde "se pasa sabroso". Y para reponerse de esas rumbas tan agitadas y para pasarlo aún más sabroso, hay unos puestos de comida callejera dignos de una mención aparte. Ofrecen hamburguesas y hot-dogs, cómo no, pero siempre con versiones locales: carnes de hamburguesa bien aliñadas, muchos tipos de salsas , algunas dulces, y la omnipresencia de uno de los mejores inventos colombianos: la papa ripio, papas fritas más finas que las papas hilo, muy crocantes, saladitas, que dentro del sándwich o encima del hot-dog es el ingrediente clave del sánguche colombiano, como nuestra mayo casera: así de importante, así de buena.
En uno de esos carritos, frente a la parroquia de la Santísima Trinidad, la señora Maite prepara una oda a la comida callejera, un opíparo menjunje celestial que sin duda estaría en el podio si hubiera un campeonato mundial de pornfood, y exactamente lo que un hambriento aprendiz de salsa precisa clavarse entre pecho y espalda a las 3 de la mañana: el Patacón con todo.
¿Conocen el plátano verde? Uno entero, frito y aplastado hasta que parece un plato largo sirve de base para esta suerte de chorrillana caribbean. Encima, una mezcla de churrasco, chorizo, lechuga, una carne previamente guisada, queso costeño, todo, incluyendo la lechuga, pasado por la plancha por momentos precisos y con maestría, coronado con la gloriosa papa ripio e innumerables salsas deliciosas, coloridas, caseras. Después de tomar varias fotos y pagar: besos, piropos y abrazos para quien a mi juicio es la reina de las cocinas del trasnoche cartagenero.
La otra mitad del viaje fue un poco menos de restaurante y más de comer donde se pueda. Pero la experiencia seguía siendo buena.
El resumen: en Barú, la punta de la península que corona Cartagena, pleno mar Caribe, en la casa donde alojamos nos esperaban con langostas vivas (a $ 2.000 o $ 3.000 cada una, dependiendo del tamaño, un regalo). Las comimos a la plancha con cilantro y ajo, acompañado de arroz de coco casero.
En el Parque Nacional Tayrona, por la costa hacia el este (un lugar donde la selva termina sobre el mar de agua turquesa) comimos -en el camping- unos camarones y estaban, créanme, notables: sabrosos, picantitos, jugosos, a punto, con un buen arroz y patacones. Increíble para el sitio y el precio.
Las últimas dos paradas de este viaje fueron en Villavicencio y Bogotá.
Villavicencio queda en el llano colombiano, camino a Venezuela por el interior, bajando de las montañas donde se encuentra Bogotá. Es, valga el parangón, una Rancagua, la capital de la zona huasa, pero con 700 mil habitantes. Ahí nos recibió el chef chileno Luciano Gómez, que tiene un restaurante que está dando que hablar, llamado Neruda. La cocina de Luciano es notable, bien sazonada, fresca, picantona, buena-buena. Se trata de un tipo con buena mano y mejor corazón: nos mostró lo mejor de la comida típica llanera: la cocina de amarradero (parrilla tradicional de la zona) donde se come una bandeja completa de diversos cortes de vacuno, chancho y embutidos. Como especialidad tenían la lechona asada: un chanchito pequeño a las brasas, de piel crocante y carne tierna. Aquí descubrimos uno de los grandes productos colombianos: la papa criolla. Unas papitas del tamaño de canicas, amarillas y cremosas. Una delicia. Otra especialidad llanera tradicional era el pescado entero frito, por fuera muy crocante y jugoso por dentro, servido en restaurantes con piscinas con el pescado vivo. Lujo chino en pleno llano colombiano.
En Bogotá, donde fuimos un día solamente para tomar el avión de regreso a Chile, comimos en el lugar del que todos hablan, no porque esté de moda, sino porque es parte del patrimonio cultural de la cuidad: el mítico Andrés Carne de Res. Realmente se merece un reportaje en exclusiva, porque es un lugar donde comer sólo es parte de la experiencia, pero me enfocaré en la comida y lo diré de esta forma: atienden a 60.000 personas al mes, y nosotros comimos muy rico y con buena atención: sencillamente milagroso, o más bien el resultado de un crecimiento paulatino durante 30 años, muy trabajado y controlado. Todo lo que probamos (y fue harto) en Andrés estaba exquisito: las arepas con queso, las salsitas, las carnes a las brasas con una salsa dulzona de cilantro, los langostinos sobre patacones, los chinchullos (chunchules) crocantes, las mollejas, la fruta, el café. Es un lugar único. "Un Restaurante Bailadero Locombiano" como lo define el propietario, Andrés Jaramillo. Nos contaron que después de la sobremesa del almuerzo, como a las 8 de la noche, corrían las mesas y bailaba todo el mundo. Nuestro avión partía pronto y nos perdimos la parranda.
En el taxi al aeropuerto no sonó Diomedes Díaz, pero el taxista sabía perfecto que había muerto hace exactamente un mes.
Comenta
Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.