Una noche de cueca brava
<P>A 200 pesos los huevos duros y a luca el vaso de pipeño. En el Club Matadero, el más genuino tugurio de la cueca brava de Santiago, en pleno barrio Franklin, la cosa parte a la medianoche y es con música en vivo y zapateo firme y arrabalero.</P>
Nano Núñez vio morir gente por la cueca. La vio "morir en la rueda", en esos historiados duelos de a cuatro, donde corría el vino y ganaba el que disparaba los mejores versos y conseguía las mejores rimas. En breve, donde ganaba el más choro. En el Club Matadero aún no ha muerto nadie, y aunque su nombre juguetea con el rito fatalista de la hija bastarda del mayor baile nacional, los parroquianos dejan la vida como si los pillara el diablo zapateando y girando pañuelos en el más genuino recinto de la cueca brava que existe en Santiago.
Son las 12 y cuarto de la noche y la cosa está prendida en esta bodega del segundo piso de un viejo edificio de Santa Rosa, casi esquina de la calle Placer. Prendida como todos los viernes, que es el día en que hay grupos en vivo y se desata un ambiente como de ramada dieciochera en un boliche que sorprende, por lo poco que promete desde afuera, pero que está emplazado en una de esas clásicas esquinas de Franklin, donde no es precisamente una buena idea encargar el auto o andar solo de noche.
El viejo Nano Núñez, el "Chilenero" y suerte de santo patrono de esta cueca barrial y arrotada, partió en 2005 al otro mundo, pero su cara de malas pulgas asoma vigilante en varios de los afiches que están pegoteados a la fuerza en las murallas de lo que hasta 1973 fue la fábrica textil de la familia Musalem. Ricardo Silva, diseñador gráfico, músico y confeso cuequero, se "avispó" y arrendó este lugar con la idea fija de hacer un club de cueca. Pero uno "de verdad", aclara, "no como esos donde te cobran cinco lucas por un sánguche de pernil y te meten cueca por onda, no más".
Por lo menos, la legitimidad que buscan a través del "precio popular" está 100% justificada en este tugurio, donde entran unas 300 personas en las "noches buenas". "A 200 los huevos duros y luca el vaso de pipeño", recita la misma chiquilla entumida de frío que cuenta las monedas del vuelto antes de cerrar la caja después de cada transacción. Suficiente como para que una tropa de universitarios, gringos curiosos y familias del barrio ocupen cada viernes, desde las 10 y media de la noche, las cerca de 30 mesas que están repartidas en el club donde esta noche tocan Las Niñas, que están "harto buenas", apunta el que descorcha las botellas de la improvisada barra y que anda con una chapita que reza "educación sin lukro", así con "k".
Cosme Quintanilla llegó temprano y ocupó mesa justo debajo de una de las pocas ventanas abiertas del club. Es su mesa, porque este hombre no fuma: "Sólo bailo", responde serio, acomodándose su terno de gabardina gris, recién planchado, y estirando con sus manos ajadas el pañuelo negro con que se ha hecho famoso en "el Matadero". Es uno de los primeros en salir a la pista y uno de los últimos en irse, pasadas las tres y cuarto de la mañana y cuando las piernas se empiezan a acalambrar y varios transitan a los tumbos hacia el baño o el bar. Y lo sabe cualquiera que se haya ido a dar una vuelta por estos pagos: que el hombre baila la cueca como los buenos. En jerga local, como los "achorados".
"¿Que a qué me dedico yo? A esto, poh, a bailar cueca. ¿Que no me vio bailar acaso?", apunta con el ceño fruncido y bien agarrado de la cintura de una colorina que se deja coquetear por uno de los que manda en la casa y que más tarde, algo más enfiestado, sugiere que no estaría mal "poner en el diario" que también hace clases de cueca en "el Matadero", un par de días a la semana. Nadie toma palco para mirarlo, porque este cincuentón de genio corto podría espantarse, pero todos se las ingenian para ver de reojo sus pasitos cortos, la levantada de cejas y el pulso que le imprime a una cueca que nada tiene que ver con los coreografiados giros del baile tradicional. Al contrario: esta es la cueca arrastrada, urbana y calentona, que se acunó en estos barrios y que hoy retumba a lo lejos, cuando la peligrosa madrugada del barrio Franklin te sigue los pasos de vuelta a casa.
Las Niñas están listas para subir al escenario. Son las mismas veinteañeras que hasta hace un rato se andaban paseando con ropa de civil y una tacita de té puro para "despertar la garganta". Ahora vienen saliendo desde el baño de mujeres, que también funciona como camarín de artistas, vistiendo trajes de colores y portando guitarras de palo, cajón, panderos y tañadores para armar la fiesta. "¿Pero qué es lo que les pasa a los que están sentados, ah? ¡A bailar cueeeca se ha dicho, iñor"!, lanza una de las "niñas", como si estuviera gritando en La Vega, y la pista se empieza a llenar.
"Esta va dedicada a todos los hombres engañadores. ¿Acá hay hombres que engañen a sus mujeres?", pregunta a grito pelado una de las dos guitarristas y que no parece muy complicada con sus siete meses de embarazo. Al contrario, se acomoda la guitarra justo donde comienza la panza y rasguea fuerte una guitarra a la que justo hoy no le funciona bien el enchufe. "Está mala pa' enchufar esta cuestión", se queja ante el micrófono, y la compañera del teclado remata con precisión de rutina humorística: "¡Como anoche!".
Quintanilla es un habitué, el regalón de la casa, explica Ricardo Silva. Pero no es el único bailarín que saca aplausos en el Club Matadero. Hay un viejito chico que viene de Lo Valledor y que anda celebrando "el cumpleaños de la cuñá", según informa medio transpirado, y mientras se revisa los bolsillos en busca de algo que le permita "calmar la sed", esa que le vino después de seis pies de cueca. "Tengo 67 años", recita un hombre que se autodenomina como "el Chicho", a secas, y deja claro que en la edad está la gracia. "Fíjese que yo bailo cueca desde que tenía cuatro años. Pero no soy como esos viejos mañosos que no les gusta que bailen cueca los más cabros. Que creen que se las saben todas. Esa es una hueá, no más. A mí me gusta que los cabros jóvenes aprendan y quieran bailar como bailábamos nosotros".
La "cuñá del Chicho" no es la única que está de cumpleaños. A la pregunta de Las Niñas, que se acomodan las faldas entre canción y canción sobre el colorido entarimado del Club Matadero, son varios los que levantan sus vasos. Esos vasos chiquititos en los que apenas caben las ganas y que acostumbran a llenar hasta el tope con chicha o vino tinto o pipeño, o lo que caiga en lugares como este. "¡Por allá, la señora de allá. ¿Cuántos son?". "¡Veinticinco!", responde una suerte de abuelita universal, desatando risas en la sala, mientras un chiquillo con pelo de rastafari se ofrece galante para bailar con ella. "Noooo mijito, cómo se le ocurre. Muchas gracias, pero ya no me dan las piernas", responde, y se masajea los muslos como intentando disculpar lo que parece evidente.
"Las abuelitas y los abuelitos siempre vienen en familia y son los que primero llegan para agarrar buenas mesas", cuenta el administrador, instalado en uno de los mesones que heredó de la textil que funcionaba acá. Después de convencer a la familia Musalem y botar un par de muros y pulir el viejo piso de parqué, el Club Matadero abrió sus puertas en abril del año pasado y rápidamente se fue ganando la venia de los más duros. "Hace algunos meses andaba un equipo de la BBC haciendo un reportaje sobre la cueca y dieron con Daniel Muñoz, quien los trajo pa'cá y a ningún otro lugar. Los gringos quedaron locos, ¡no se querían ir!", cuenta Silva, quien sincera sus pretensiones con el boliche favorito de los cuequeros capitalinos.
"No me voy a hacer millonario con esto, con la cueca no hay lucro", bromea, apuntando hacia el centro de una pista que, hasta esa hora, estaba totalmente vacía. "Pero me gustaría que en algunos años más la gente dijera 'yo bailé en el Club Matadero' o 'yo me tomé un pipeño allá'. Ese es el tipo de legado que me parece importante. Porque pretender ganar plata con la cueca no es de choros, sino de tontos".
"¿Bailái?". "No, no bailo, estoy haciendo una nota para el diario". "Ya, pero ¿bailái cueca o no?". "Mira, la verdad es que no, nunca aprendí". "Chuuuu…", se lamenta la estudiante de Pedagogía, y se aleja sin decir ni "hasta luego" en busca de un valiente de verdad. Acá cualquier chiquilla se encarga de dejarte en claro y en tu cara que en "el Matadero" las cosas no son a medias tintas.
Por eso, los que desenfundan pañuelos le sacan lustre al piso y zapatean fuerte cuando es debido. Metiendo bulla y haciendo escándalo. Porque esta cueca es frontal, de meta y ponga. De tú a tú. Nada de esos bailecitos de "chinas" coquetas que se hacen las interesantes y huasos disfrazados de jinetes de rodeo que hacen lo imposible por capturar la atención de sus parejas. Acá se acercan los cuerpos y se mira directo a los ojos. Y se dejan caer los pañuelos sobre los hombros y muchos giros terminan con apretones y besos robados. Así como bailan los que saben que no tienen tiempo que perder.
Terminan Las Niñas y ya varios están listos para la foto. Más doblados que carta de amante, recogen las chaquetas colgadas de las sillas y se golpetean los bolsillos para ver si andan con "los documentos" y tiran monedas de propina sobre la mesa. Son las dos de la mañana y sólo por un segundo la música envasada confunde. Suena Loca, de Chico Trujillo, pero el administrador se apresura en aclarar que el grupo del "Macha" también ha tocado acá. Fue en noviembre y en una fiesta tropical que califica como una de las pocas excepciones a la cueca que han tenido en el club. "Me gustaría traer a Los Tres, porque por ellos me interesé en la cueca chora de Roberto Parra, y después en la de los Chileneros y el Nano Núñez", cuenta Silva.
El flaco de la chapa del "lukro", el que está encargado de los tragos, informa que ya no quedan huevos duros y que el "navegado" ha salido poco esta noche. Sólo quedan cervezas y vino normal. "¿Tenemos algo más fuerte?". "Creo que hay pisco por ahí", explica, y pregunta, antes de volver a su puesto de trabajo, si va a haber "fotos del bar". Que no es un bar, precisamente, sino un mesón con mantel de plástico cuadriculado, de esos que se despellejan en los bordes, y con una botella de bebida cortada por la mitad que invita a "dejar propina" con un papelito pegoteado y escrito a mano.
Sin previo aviso, parte la música de nuevo. Pero esta vez no arriba del escenario, sino en medio de la pista. "Son los improvisadores", apunta un estudiante de Periodismo, mientras un grupo de músicos aficionados sacan panderos y empiezan con un repertorio de cuecas urbanas y arrabaleras. Esas de tipos sin Dios ni patrones, de choros del Puerto y del barrio Mapocho. De hombres bravos como los de antes. Como esos fantasmas que hoy zapatean de vuelta en el viejo barrio del Matadero.
"Y, ¿bailó cueca o no bailó cueca?", pregunta el cuidador de autos que fondea un botellón y que anda con un palo para espantar "a los malulos". "Ni una patita, estoy al debe parece". "Chucha, no poh. Acá hay que venir a bailar, poh. Acá la cueca la bailan los choros".
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