Volver al Everest
<P>En 1992, a los 32 años, Rodrigo Jordan llegó por primera vez a la cima del monte Everest. El 18 de mayo pasado, para celebrar las dos décadas de ese hito, Jordan, ahora con 52 años, volvió a escalar los 8.848 metros de la montaña más alta del mundo. Aquí está el testimonio personal de su última proeza en los Himalaya. </P>
"Antes de atacar la cumbre dormí dos horas. Es poco, pero hay que considerar que también tienes la adrenalina. Estás excitado. Estás con un grado menos de conciencia cuando te aproximas a alturas cercanas a los ocho mil metros, donde es tan escaso el oxígeno. Es como cuando estás algo pasado de copas: piensas que estás bien, pero en verdad no estás caminando derecho. Era el 17 de mayo. Llegamos al campamento 4 -a 7.950 metros- cerca de las 15.00, después de un recorrido que empezó el 14 de mayo en el campamento base, a 5.360 metros.
Y yo estaba preocupado. Porque arriba, hay cosas que hacer. Parece fácil cambiarse los calcetines, derretir el hielo para tomarte el agua. Pero con esa escasez de oxígeno, todo cuesta. Hay que concentrarse. Arriba no comes mucho. No tienes apetito. Tienes asco. Por la falta de oxígeno, casi no metabolizas. Tienes que forzarte a tomar líquido.
Yo había ordenado al grupo en parejas, que subían y dormían juntas en la misma carpa. A las 22.00, los primeros integrantes del equipo de 10 personas que atacaría la cumbre, partió.
Cuando salí de la carpa que compartía con Sebastián Irarrázaval, médico de la expedición, me encontré con Ernesto (Olivares), que iba a intentar subir el Everest sin usar oxígeno suplementario. No me dijo nada, pero lo vi con una máscara de oxígeno. Pensé: 'Algo le pasa'. Sólo sabría lo que le había ocurrido muchas horas después. Así que lo eché adelante. Le dije: 'Tú, Ernesto, anda buscando la ruta'. Era una noche perfecta. Estaba estrellado, pero no teníamos luna. En las ascensiones te gusta tener luna, porque es como un farol. Aquí estábamos a oscuras. Pero también es útil, porque ves las linternas y dónde están los otros. Así te orientas. No había viento. Las condiciones eran perfectas.
Lo extraordinario que tiene esta ascensión es que yo tuve coordinación directa con mi hija Sofía, que estaba en el campamento base. Ella miraba los pronósticos del tiempo. Nos comunicábamos por radio. Cada ocho horas recibíamos actualizaciones. Ella me dice: 'Papá, está perfecto. Echenle para adelante'. Hace 20 años, cuando escalé el Everest por primera vez, con Juan Sebastián Montes y Cristián García Huidobro, no teníamos eso.
Ahí empieza esta caminata. Con tu linterna ves tu entorno inmediato. Tus zapatos, la cuerda. Pero levantas la cara y la luz se disipa. Lo que es harto bueno, porque es eterno mirar para arriba y ver todo lo que te queda por subir. Psicológicamente es fuerte. Al ir sin luz, metido detrás del otro gallo, vas concentrado en tu paso. Tu universo se reduce a ti y al próximo metro. Entonces vas tú, solo con tus pensamientos. Un paso a la vez, respirando, tratando de controlar tu ritmo cardíaco. Sabes que son por lo menos 12 horas a la cumbre. Más otras cinco o seis bajando. Tienes que dosificar. Eso es lo que iba pensando. Imagino, es lo que todos íbamos pensando".
"Nos acompañaban ocho sherpas. Pero delante nuestro iban seis más, son los sherpas prestados por las expediciones que atacan la cumbre ese día. Esos seis son los que ponen las cuerdas para que las expediciones suban.
En esta parte ya empiezan a aparecer los cadáveres de escaladoras que han fallecido intentando llegar a la cumbre. Ahora, al equipo no lo afectó, porque mucho más impactante fue cuando llevábamos una semana en el cerro y un sherpa, en estos puentes de escalera que cruzan las grietas, se cayó. Hay unas cuerdas de auxilio ahí. Te 'clipeas' (enganchas) con tu arnés por si te llegas a caer. Los sherpas como van para arriba y para abajo, a veces no se clipean. Bueno, este no se clipeó, se cayó y se mató. Cayó 30 metros en una grieta. Y tú pasas todos los días por ahí y ves las manchas de sangre. Semanas antes hubo un accidente donde un helicóptero sacó a un gallo con los brazos quebrados. A estas alturas, si estabas ahí, es porque habías superado cualquier impacto que pudieras haber sentido.
Cuando llegamos al Balcón (un hito de la montaña a 8.400 metros) ya había amanecido y se veía hasta China. Pasó algo muy bonito, porque yo, en 1992, había llegado al Everest por la vía Collado Norte, que es escalando por China. Y ahí pude ver el recorrido que había hecho hace 20 años. Cuando lo vi, pensé: ¡Cómo lo hicimos! Por el lado norte, a diferencia de ahora, que nuestra ruta era por el Collado Sur, a través de Nepal, es mucho más largo, más difícil, más parado, más helado. Pero yo no me acordaba. En 1992 no teníamos cuerda fija de donde sujetarse, ni un sherpa. Ibamos descubriendo cómo era esta llegada al Balcón. Ahora nos demoramos siete horas en llegar al Balcón. En 1992 lo hicimos en seis.
Entre el Balcón y la cumbre hay 400 metros de altitud , pero en tiempo son siete horas de caminata por una ruta que, si fuera en línea recta, tendría una extensión de 1,5 km. A estas alturas yo había puesto el oxígeno a dos litros por minuto y no a 0,5, como lo venía haciendo desde el campamento 3. El oxígeno no sólo ayuda a respirar: también elimina el frío.
Una cosa me impresionó. Mirando para abajo vi una cuncuna naranja. ¿Qué estoy viendo?, pensé. Eran 200 personas subiendo al campamento 3, una detrás de la otra, por la cuerda. Pensé: por suerte estamos aquí, porque ahí va a ocurrir un accidente. De hecho, al día siguiente murió un par de personas. El día que decidimos atacar la cumbre no fue por azar. Entre los escaladores se sabe que a mediados de mayo hay una ventana de buen tiempo en el Everest. Como muchos de los que intentan subir son clientes sin conocimiento de montañismo, ellos esperan a que los sherpas instalen las cuerdas para subir. Yo quería evitar el tumulto y por eso decidí atacar la cumbre el 18, el mismo día en que los sherpas hacían su trabajo. Le quise hacer el quite al tumulto. Le tengo más miedo a la gente que a la montaña".
"Cuando nos faltaban 15 minutos para llegar a la cumbre sur (8.749 m), me llama la Sofía y me dice: 'Papá, están diciendo de Santiago que tienen que devolverse no más tarde de las 13.00'. Eran las 12.30.
Si hubiéramos hecho caso, no llegaba ninguno. El motivo de la advertencia es que el clima iba a cambiar en la tarde y se iba a poner malo. Yo veía que estaba despejado. La única posibilidad era que este viento que decían que iba a llegar viniera desde China, del norte. Y que nos fuera a pegar en la cumbre de la montaña. Los siguientes 15 minutos subí con el estómago apretado. Sabía que llegando a la cumbre sur, tendría toda la vista. Por la arista puedes ver hasta el Paso Hillary, que es una roca de 12 metros a mitad de camino entre la cumbre sur y la cumbre del Everest. Si al subir a la cumbre sur los sherpas estaban detenidos porque veían que se venía mal tiempo, yo le iba a decir al Seba: 'Voy y vuelvo'. Después de 20 años no me iba a quedar tan cerca de la cumbre.
Pero no fue así. Llegamos a la cumbre sur a las 12.45, y estaba perfecto. Pero ahí las condiciones del terreno eran malas: muy seco e irregular. Estábamos en una arista entre la cumbre sur y el Paso Hillary. Si te caías a un lado, caías 3.000 metros a China. Si lo hacías por el otro, terminabas en el campamento 2. El ancho de esta arista, por donde caminábamos, no era más grande que el de la mesa de café de un living.
En la cumbre del Everest, a 8.848 metros, hay un montículo grande de banderas de oración, de colores. La gente también deja recuerdos. Nosotros no dejamos nada. Me senté en el borde y vi llegar a todos mis compañeros. Eso fue más emocionante que llegar yo. Arriba todos se abrazaron. Los militares lloraron y gritaron: 'Viva Chile, mierda'.
De vuelta de la cumbre, bajando el escalón de Hillary, o sea a 8.700 metros, Ernesto (Olivares) colapsó. Para nosotros era como que colapsara Hulk, porque él es, por lejos, el más fuerte de todos. Pero quedó sin energía. Se sentó y dijo: 'Estoy raja'. Ahí supimos que, por su intento de ascender sin oxígeno, Ernesto había desarrollado una diarrea fulminante al punto que llegó a defecarse en sus propios pantalones la noche anterior. Tuvo que cambiarse y aguantar todo, sin decirle a nadie.
Le dieron sales de hidratación, agüita, algunos medicamentos para que se energizara. Y funcionó. Pero como venía mucho más débil, iba a bajar más lento. 'Ya pues, huevón', le decíamos cuando nos deteníamos a esperarlo. 'Baja, baja'. En vez de volver a las 16.00 al campamento 4, volvimos a las 9 de la noche. Y porque ocupamos esas cinco horas más, a Sebastián se le acabó el oxígeno. Cuando llegamos a la carpa del Collado Sur, el Seba venía con principio de hipotermia. Por suerte, no pasó nada grave. El mismo día bajamos al campamento 4. Al día siguiente, el 19 de mayo, bajamos al 2. Y el día después, el 20, llegamos al base. Estábamos exhaustos. En esta expedición perdí 12 kilos.
Uno no termina de empaparse de lo que hizo, ni siquiera en el campamento base. Dos días después, cuando lo abandonas, empiezas a caminar, te das vuelta y ves el Everest. Ahí recién dices: 'Lo logramos'. A mí, a diferencia del equipo, no me pasó nada cuando nos fuimos. Yo me emocioné antes, en la cumbre, cuando pude hablar con mi hija Sofía por radio. Ahí le transmití todo lo que sentía. Ella me escuchó. Después me dijo: 'Papá, ¿viste que no eras tan viejo?'".
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