LT Domingo

Yanko González, antropólogo:“La dictadura le dio a la juventud una posición institucional que nunca antes había tenido”

Tras una década investigando, el académico y poeta publica Los más ordenaditos. Juventud y fascismo en la dictadura de Pinochet (Hueders), libro en el cual escudriña en aspectos desconocidos de las “juventudes de Estado” fidelizadas por el régimen.

Un memorándum inédito hallado en los archivos de la Fundación Jaime Guzmán; una carpeta perdida en Alcalá de Henares que documenta la cooperación de las juventudes franquistas –reuniones con Pinochet incluidas− en la formación de sus homólogas chilenas; decenas de entrevistas a los dirigentes de esas juventudes y a quienes las integraron como militantes de base en diversos territorios del país. Son parte de los archivos y memorias que exhuma en su investigación Yanko González (49), más conocido en circuitos culturales como poeta, pero también antropólogo doctorado en la U. Autónoma de Barcelona, autor de numerosos estudios sobre juventudes latinoamericanas y exdecano de Filosofía y Humanidades de la U. Austral.

“Reírnos de la ceremonia de Chacarillas nos ha impedido ver todo lo que hubo detrás –asegura González−. La izquierda ve en Chacarillas una propaganda nacionalera, una caricatura absurda de la parafernalia fascista. ¡No, detrás había gente mucho más inteligente que los que dicen eso! Esos actos fueron parte de una cadena de adoctrinamiento juvenil extendida por todo Chile y que contempló actividades mucho más sistemáticas: cientos de campamentos juveniles, jornadas de capacitación, otros rituales de adhesión como las ‘promesas’ de fidelidad al estilo scout, revistas y boletines con tirajes de 15 mil ejemplares, en fin. Yo me tuve que pasar 10 años recogiendo testimonios y barriendo archivos –de ministerios, municipios, medios regionales y otro sinfín de fuentes, porque la evidencia oficial fue casi toda destruida− para entender que esto no tuvo nada de patético y que dejó huellas generacionales muy profundas”.

Planteas que la dictadura fue el primer gobierno chileno que creó “juventudes de Estado”. Partamos por definir ese término.

El término define a los colectivos juveniles creados, adoctrinados y controlados por un régimen estatal, para movilizarlos en su defensa ante los grupos “enemigos” y para que sean su reservorio generacional. Con ese objetivo, la dictadura le dio a la juventud una posición institucional que nunca antes había tenido. Ya en octubre del 73 creó la Secretaría Nacional de la Juventud (SNJ) y luego, en 1975, otra orgánica de cariz paraestatal: el Frente Juvenil de Unidad Nacional (FJUN). Y el modelo que siguieron estas organizaciones –de lo que doy abultada evidencia− fue el de las juventudes de Estado de Franco, que aprendieron a su vez de las juventudes nazifascistas alemanas e italianas. Obviamente, en los años 70 ya son versiones actualizadas: no eran paramilitares, no usaban uniforme y su encuadramiento era voluntario. Pero sus estrategias institucionales y rituales se basaron en esas experiencias. Ignacio Astete, que fue el segundo director del FJUN, nos lo dijo textualmente: “Todo esto tiene como modelo lo que había en España”.

Reproduces un memorándum en el que Guzmán, en diciembre del 73, le propone a la Junta una política de juventud completa, pensada para inducir en los jóvenes “una identificación espiritual” con las FF.AA. y así “inspirar una nueva generación de chilenos, dotados de una nueva mentalidad”.

Yo quedé congelado cuando leí ese documento. Es lo primero que Guzmán hace para la Junta y ya tiene clarísimo que la juventud es la clave para legitimar al régimen y asegurar su proyección ideológica. Además, como entendido en el tema, te puedo decir que ningún historiador chileno había hecho la genealogía de los movimientos políticos juveniles que él hace ahí. ¡En un memorándum para la Junta! Y todo lo que propone se va a terminar haciendo. Yo deduzco que él concibió este proyecto y claramente fue él quien lo materializó, a través del aparataje del FJUN y la SNJ que puso en manos del movimiento gremial y de otros jóvenes nacionalistas de derecha.

Leído en retrospectiva, ese texto también parece aconsejar a la derecha para evitar un estallido social en 2019. Desde el primer párrafo advierte que “la rebeldía juvenil estalla siempre con una fuerza colectiva muy grande” y que el progreso económico no es el antídoto para eso.

Por eso te digo que su conocimiento juvenológico es increíble. Entiende muy bien lo que descubrió el fascismo a comienzos del siglo XX: el joven, de ser un ente biológico, se había transformado en un actor social con un gran potencial movilizador, capaz de sostener un régimen o desestabilizarlo. Por eso, y por la eficacia simbólica del joven para encarnar en él una épica regeneradora, el fascismo fue el primer movimiento político que exaltó el valor intrínseco de la juventud.

Citas a Baldur von Schirach, líder de las Juventudes Hitlerianas: “Desde un punto de vista nacionalsocialista la juventud siempre tiene razón”. Aunque en el bloque socialista también se exaltó la pureza del joven vigoroso.

Desde luego, y también hubo juventudes de Estado. Eso sí, con una diferencia importante: su nivel de control sobre los jóvenes militantes era mucho más laxo. En la RDA o en Cuba no les hacían mucho caso a los jefes. Y como era otra cultura ideológica, también les daban carta blanca para que hubiera un cierto debate interno, incluso en la URSS. Las juventudes fascistas funcionaban con la fe, con los credos, más que con la teoría.

Por lo que cuentas, en el caso chileno hubo de ambas cosas.

Así es. Un joven de alguna provincia del sur que participaba en las actividades de la SNJ y del FJUN podía tener clarísima la concepción gremialista de la juventud como un “cuerpo social intermedio”, que no debe relacionarse con partidos políticos ni asociarse más allá de su espacio inmediato: su colegio, su sede universitaria, su barrio. La matriz formativa de estas orgánicas fue la Declaración de Principios de la Junta de 1974, redactada por Guzmán en las antípodas de la democracia liberal. Y el propio Guzmán recorrió el país con los dirigentes de la SNJ y el FJUN dictando cientos de charlas y seminarios en torno a esas ideas. De más está decir que todo esto funcionaba en paralelo a la purga de otras identidades juveniles por parte de las fuerzas armadas.

Cumbre de Chacarillas.

Un dirigente provincial de la SNJ te cuenta que ellos no comprendían el énfasis de Guzmán en las actividades recreativas (“yo tenía que andar por los cerros, buscando cabros para los partidos de fútbol”), pero que años después entendió la idea. ¿Qué fue lo que entendió?

La doble estrategia de Guzmán a través de la SNJ y el FJUN. La SNJ es abiertamente estatal y el FJUN eufemiza esa condición, pero en los hechos está al alero de la SNJ. Así, mientras la SNJ organiza fiestas de la primavera y jornadas de capacitación como si fueran parte del mismo programa de “despolitización de la juventud”, el FJUN opera como un partido de cuadros –y partido único, proscritos los demás− que se cuelga de esa maquinaria para adoctrinar y movilizar a los jóvenes y así salvar a la SNJ de ser impugnada como un instrumento totalitario. Este juego de orgánicas espejo −ambas funcionaban con direcciones nacionales, regionales y comunales, apoyadas por todos los municipios de Chile− le permitió al gremialismo construir en terreno una fuerza política generacional que fue protagónica por varias décadas. La SNJ fue un semillero para el FJUN tal como el FJUN fue el semillero de la UDI. No es casualidad que varios directores del FJUN –Leturia, Coloma, Chadwick− hayan presidido antes la FEUC.

¿Qué tan masivo llegó a ser el alcance de esas dos instituciones?

Algunas investigaciones de principios de los 80 –mi libro llega hasta 1983− estimaron que la SNJ llegaba a unos 120 mil jóvenes a través de su organización y daba servicio a otros 400 mil a través de sus actividades. Eso equivale al 20% de la población juvenil de entonces. Un alto dirigente del FJUN nos lo dijo con claridad: “Nuestros campamentos de verano eran para mucha gente su única oportunidad de veranear, y nosotros aprovechábamos ahí de adoctrinar”.

Una estrategia antigua.

Claro, pero aquí la aplicaba el aparato del Estado para difundir una ideología única. La SNJ tenía además una inserción obligatoria en los centros de alumnos de los colegios públicos, cuyas actividades “asesoraban”. El apoyo de los alcaldes, muchos de ellos jóvenes gremialistas, también fue gravitante. Yo encontré registros de actividades de la SNJ hasta en comunas rurales.

Yanko González. unknown

Aunque el subtítulo del libro habla de “Fascismo y juventud”, en el texto aclaras que se trató de un “momento de fascistización” destinado a abandonarse.

Me importa mucho esa diferencia, porque llamarle fascista a cualquiera, además de ser poco serio, no ayuda a entender nada. Yo mismo en los 80, como militante de izquierda, asimilé el concepto desde la caricatura. Pero hasta fines de los 70, la dictadura sí desplegó instrumentos simbólicos e institucionales de raíz fascista. No sólo porque usó el terror de Estado para rescatar al capitalismo de la arremetida obrera, que es la lectura clásica de la izquierda, sino porque intentó reemplazar los ideales republicanos por una religión política ultranacionalista, catolicista, antimarxista, militarista, semicorporativista y, sobre todo, refundacional. La cruzada belicista de la “reconstrucción nacional”, ¿no? Si a esto le sumamos el monopolio del poder y el hecho de que el epítome de esta religión política fuera “la savia más limpia de las nuevas generaciones”, como repetía el régimen, son huellas inequívocas de un fascismo en curso. Pero digo que fue un momento porque el uso de estas herramientas fue más bien instrumental, no había detrás un proyecto de sociedad propiamente fascista. A partir de 1977, cuando ya se han cooptado las energías juveniles y el gremialismo ha impuesto su agenda en el gobierno, se empieza a configurar el proyecto derivado de la “nueva mentalidad” generacional: democracia protegida, pluralismo limitado, Estado subsidiario.

Dirías entonces que Guzmán recurrió a elementos del fascismo pero no creía en él.

Se lo suele presentar así: que él creía en el neoliberalismo y la democracia autoritaria, pero no en el corporativismo del fascismo canónico. Pero en este memorándum del año 73 es un corporativista nato. También lo es cuando habla en el acto de Patria y Libertad en el Estadio Nataniel, el año 71. Y Roberto Thieme cuenta que, en ese momento, una de las ramas estudiantiles de Patria y Libertad −lideradas por Guzmán− usaba camisas azules para seguir la línea de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange Española. Mi impresión es que Guzmán se alejó de ese pensamiento por su gran lucidez política, y que en lo ideológico fue más bien un equilibrista. El mismo pragmatismo explica que la ceremonia de Chacarillas del año 77 replicara elementos rituales del fascismo que se estaba abandonando: simplemente eran útiles para fidelizar a la juventud en ese momento.

Vittorio Di Girolamo, que diseñó esa puesta en escena, te relata que Guzmán se lo encargó con estas palabras: “Vittorio, la juventud está inquieta, quieren hacer una celebración heroica”.

Y Di Girolamo decidió que esto tenía que ser una liturgia y una vigilia. Lo planificó todo: que fuera en un cerro y no en una plaza, que hubiera antorchas, banderas, altares, himnos. Me decía: “Trompetas, ojalá llueva, tormentas, truenos. Los silencios… sshhhh”. Increíble. Hacían sentir a los jóvenes herederos directos del heroísmo de los 77 soldados caídos en La Concepción, en cuyo honor se fijó el 10 de julio como Día Nacional de la Juventud. En la figura de Luis Cruz Martínez, el más joven de esos mártires, se sintetizó una dramaturgia que demandaba a los jóvenes sacrificio por la patria y lealtad a sus gobernantes. TVN transmitió documentales sobre su vida, se crearon premios en su nombre, se colgó su retrato en miles de colegios y se organizaron procesiones, con Pinochet a la cabeza, a la casa natal de Cruz Martínez. Al mundo adulto se le podía hablar de Portales, pero a la juventud se le inculcó un sentido del heroísmo completamente militarizado. También hubo muchos Chacarillas regionales. En algunos lugares las marchas con antorchas se hacían en motocicletas, o en lugares históricos como los torreones en Valdivia o el Fuerte Bulnes en Punta Arenas. Y los testimonios de los asistentes son impresionantes: la inmersión emocional en los postulados del régimen era absoluta.

El hallazgo inesperado de una carpeta en España te permitió recomponer otro hilo de esta trama: la estrecha colaboración entre las juventudes de Estado españolas y chilenas.

Fue impactante encontrar esa carpeta. Yo empecé a rastrear en España sin ninguna fe de encontrar algo, porque allá la dictadura también destruyó las evidencias. Pero un historiador al que entrevisté en Valencia me recomendó ir a escarbar al Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares. Allí me abrieron un pequeño baúl: “Busque acá, es todo lo que se salvó sobre políticas juveniles”. Y entre mil papeles irrelevantes, encuentro esta carpeta con las relaciones hispano-chilenas donde había de todo: los convenios que hicieron, los contenidos que intercambiaban, agendas de trabajo… Y lo más importante: los nombres. Ahí empiezo a perseguir a esas personas por toda España. José Ignacio Fernández, que era el jefe nacional de la OJE, la última denominación del Frente de Juventudes, se demoró seis meses en acceder a conversar, pero al final me dio varias entrevistas y me terminó llevando al sótano donde tienen los archivos desde 1942 hasta 1977. Hasta me pasó fotos de su paso por Chile, transmitiendo su know how a Guzmán y al propio Pinochet. Me jugó a favor el hecho de que estas personas todavía sienten orgullo de ese pasado, de ser falangistas.

No así tus entrevistados chilenos, al parecer, porque muchos figuran con seudónimo.

Bueno, Luis Chitarroni dice que a la memoria no se le puede corregir el mal gusto. Y para cierta derecha, este momento filofascista es de mal gusto. Hay un cierto pudor, digamos. Al comienzo me decían “no, si hacíamos puros campamentos, lo pasábamos bien”. Se iban soltando al percibir que mi interés como antropólogo no era ejercer un rol de acusador sino comprender sus experiencias, que hemos desatendido en las ciencias sociales al concentrarnos más en las juventudes de resistencia al régimen. Por lo mismo, a mí no me entusiasmaría que este libro se lea en clave “conocer al enemigo”, o que parezca una suerte de condena majadera al gremialismo. Creo que su relación con el presente intenta escarbar un poco más profundo: ayudarnos a entender que, a veces, el pasado también puede empeorar.

¿Cómo?

Porque a veces sólo terminamos de entender el pasado cuando sus secuelas nos explotan en la cara. Y mi percepción es que el adoctrinamiento juvenil de la dictadura, su tentativa de imponer una religión política como una cruzada bélica, dejó secuelas que aún perviven. Secuelas que quizás ni el propio Guzmán buscó, pero que grabaron en memorias colectivas la configuración de un mundo en guerra, por así decirlo. Esto va más allá del neoliberalismo o de la Constitución: son hábitos, disposiciones, que en momentos de crisis pueden reflotar sin que entendamos por qué. De ahí lo que enseña un viejo refrán eslavo: el pasado es más difícil de predecir que el futuro.

La rebelión

Como antropólogo, pero también en tu poesía, has puesto mucho oído a las tribus urbanas que aparecieron a partir de los años 80. ¿Ves líneas de continuidad entre esas identidades juveniles y el estallido de 2019? ¿O hay un abismo en el medio?

Si bien hay algunas zonas mudas en los años 90, veo una evidente continuidad. El joven urbano-popular de las barricadas, que se hizo visible desde la primera protesta de mayo de 1983, salió a la calle no sólo por la represión a su identidad de volao, artesa, militante, esquinero, punketa o breakdancer. Lo hizo también porque la crisis económica había agudizado las consecuencias del modelo neoliberal, y ese hilo siguió tejiendo una conexión entre generaciones. A diferencia de Carlos Peña, que lee octubre desde una ruptura entre hijos y padres con destinos muy diferentes, yo veo una alianza entre abuelos, padres e hijos que han padecido juntos, incluso en la misma casa, la perseverancia de los elementos más nocivos del modelo. Por algo los hits contestatarios de los años 60 y 80 se engarzaron con los hits insumisos del presente, como los de Ana Tijoux y otros. Esta fue una rebelión multigeneracional y yo diría que su eslabón fundante se produjo en 2011.

¿Qué pasó ahí?

Ahí los abuelos y padres, frustrados por precariedades materiales y también, muchos de ellos, por no haber podido cambiar las cosas en la transición y sentir que fueron extorsionados por el miedo a los militares, vieron que los estudiantes que sí podían alterar el modelo y salieron a la calle con ellos. Y bueno, esto tiene precedentes. ¿Cómo eligen a Alessandri en 1920? Con una alianza de adultos y jóvenes que componían una mesocracia en ascenso, y que terminan forzando la Constitución del 25 para resolver la cuestión social.

¿Y qué pasó entre 1990 y 2011 con la juventud de izquierda de los 80? Suelen decir que los mayores no les dieron espacios, pero los mayores les responden que tampoco se la jugaron, o que eligieron aprovechar los beneficios del modelo mientras lo seguían criticando.

Bueno, hace un par de años publiqué una columna titulada “Anarkoseñoritos” por la que recibí varias pullas. No era una columna cínica, porque reconozco que fui un poco anarkoseñorito. ¡Pero es que ellos se pasaron!

¿Quiénes son ellos?

Los híper winner de mi generación. Gente que reconocía que no estar ni ahí era algo nefasto, que había que participar o al menos tener incidencia, pero que al poco andar les valió madre la práctica política. Porque era más cómodo, pero también porque tuvieron un cierto éxito y se sintieron integrados. Pero esto empieza antes del 90, cuando en menos de un año ocurren tres cambios muy fuertes: el PS renovado se alía con la DC y no con el PC, cae el Muro de Berlín y entra a la política un ejército de ocupación que deja marginada a la gente que había estado en la barricada.

¿De dónde llega ese ejército? ¿Del exilio?

En parte, pero es sobre todo una generación mayor que llega a ocupar sus puestos. Y la generación menor queda afuera y además desactivada, porque se le confiscan esas energías callejeras y contestatarias.

¿Y por qué habría sido tan fácil desactivarla o confiscarle sus energías?

Es verdad que una explicación meramente institucional, donde los sujetos son borregos, no calzaría mucho. Pero en ese momento el peso institucional era enorme, porque el cuco a los militares estaba muy enquistado y se asumía, puteando y todo, que no podíamos liderar esa democracia tan frágil. Y la Concertación aprovechó de estirar ese cuco durante toda la década. Eso no fue por inercia: quisieron hacerlo así porque sabían que en estas juventudes había grupos de gente realmente muy combativa.

Guzmán le recomienda a la Junta señalar al adversario, porque “la juventud necesita sentirse combatiendo”. ¿Ahí también acierta?

Sería aventurado decir que acierta en general, pero en ese momento acierta medio a medio. Porque durante la década previa se había vivido una confrontación intrageneracional muy potente, graficada por la lucha entre los “corta melenas” y los “minifaldistas”, que era identitaria pero también ideológica. Bien se podría decir que los “corta melenas” −la juventud católica y conservadora− terminan venciendo en esa guerra juvenil con las tijeras de los militares. Nunca hubo colas más largas en las peluquerías de Chile que en las primeras semanas de la dictadura. Pero esa fue una época de confrontaciones binarias. Ahora hay muchos grises y por eso es que estamos bien perdidos. Nadie puede decir “está clarísimo, hay una nueva generación socializada de tal manera”. No.

En el libro hay muchas frases de Pinochet y sus partidarios que, si les quitamos el contexto, podrían calzar con la retórica del estallido: la esperanza de redimir el futuro de Chile oponiendo la mística de la juventud a los viejos políticos de partido que deben ser marginados.

En términos muy literales puede haber un símil, porque efectivamente hay un ánimo de culto o sacralización de la juventud. Pero la diferencia es sideral, porque es una efebolatría diseminada en la sociedad civil, donde pueden enfrentarse sensibilidades distintas. Cuando ese culto viene del Estado, con una musculatura institucional que lo apaña, es otra cosa. Lo mismo diría sobre las actitudes “cancelatorias” o de superioridad moral se le reclaman a algunas juventudes de izquierda. Porque detrás de la gestualidad cancelatoria hay ciertas reivindicaciones que yo podría compartir, pero si esa gestualidad se pega un salto y se imbrica en el Estado como discurso oficial, ahí entramos en una fase peligrosa. Por el momento, eso sí, veo más intenciones de ese tipo en fuerzas de derecha, estilo Bolsonaro. Y me preocupa, porque es en estos momentos de crisis y fractura, que tienden a ser planetarias, cuando el virus del fascismo muta y surgen nuevas cepas. Se han hecho muchas correlaciones entre el período de entreguerras y lo que está pasando ahora. Por eso este proceso que comenzó en octubre a uno lo tiene mitad esperanzado y mitad aterrado. Incluso si todo resulta bien, un sector puede sentirse muy amenazado y las reacciones son también inesperadas, amorfas.

¿Hasta qué punto, para ti, prevenir el fascismo implica un compromiso inamovible con la democracia representativa?

Que el momento sea amenazante, creo yo, se debe en buena medida al déficit deliberativo de la democracia. Diría que su capacidad de sobrevivencia tiene que ver con ponerle “deliberativa” como primer apellido y “representativa” como segundo, no al revés. Lo vemos en las prácticas políticas cotidianas: la democracia directa, la horizontalidad, la necesidad de refundar la noción de democracia para responder a la crisis. Así que, por lo menos el mío, es más un compromiso con la democracia deliberativa.

Si seguimos con los paralelos, para los fascismos de entreguerras fue muy funcional pelear contra una izquierda que descreía de la democracia representativa.

Claro, los paralelos son interesantes pero también hay que distanciar los momentos: para refundar la democracia en el año 2020, el énfasis en lo deliberativo me parece indispensable. Y esto supone comprometer a la democracia con una suerte de movilización formativa, para dotar a todos de la capacidad de deliberar en tanto miembros de una comunidad política y no sólo en tanto “voz de un sector”. Un suplementero no es sólo un suplementero, digamos. Ahora, obviamente digo esto pasados los socialismos reales y las recetas leninistas que operaban en las antípodas de una democracia occidental. Yo me crié con el centralismo democrático y siempre le decía al que atendía a mi núcleo: “¿Pero qué puede tener esto de democrático?”.

Más sobre:LT Domingo

No sigas leyendo a medias

NUEVO PLAN DIGITAL $1.990/mesAccede a todo el contenido SUSCRÍBETE