Diálogo
A la luz de estas consideraciones, parece extremadamente urgente que las fuerzas democráticas, tanto al interior de la Convención como fuera de ella, sean capaces de articular una estrategia capaz de corregir el rumbo que está tomando.
Las recientes llamadas al diálogo por parte de importantes figuras del mundo cultural y social chileno son dignas de alabanza en un contexto en el que se ha vuelto casi temerario mostrar inquietud por el rumbo que ha ido tomando la Convención Constitucional. Sin embargo, tanto el manifiesto de “Amarillos por Chile” como la “Carta abierta a la Convención” parecen depositar una confianza excesiva en los frutos del diálogo político tal y como este puede darse en las circunstancias actuales. Y es que el diálogo solo es posible en un contexto gobernado por estándares de racionalidad política a los que todas las partes involucradas deben idealmente adherir.
Ya en la etimología del término “diálogo” se puede apreciar la importancia de dichos criterios de juicio compartidos. En efecto, el vocablo en cuestión contiene el prefijo “dia” y la raíz “logos”, lo que puede traducirse como “a través del logos”. Lo anterior sugiere que es a través de un modo de entender el significado de las palabras que podemos llegar a consensos sobre lo que es justo en un orden social concreto.
No se trata, sin embargo, de una cuestión meramente filológica. La historia política es testigo de la relevancia de una consideración como la anterior. Los cambios políticos más importantes de los últimos siglos son aquellos que han sido capaces de perdurar en el tiempo, y lo han hecho en buena medida porque son producto de grandes acuerdos que reflejan criterios de juicio compartidos. La configuración de Europa tras la Segunda Guerra Mundial o la denostada transición a la democracia en nuestro país son solo algunos ejemplos.
Es evidente que los acuerdos políticos implican elementos de negociación estratégica –que no siempre se identifican con el diálogo político genuino– en contextos de intereses contrapuestos y creencias incompatibles entre sí. Es allí donde las normas de carácter procedimental juegan un papel relevante. Pero los acuerdos puramente procedimentales nunca son suficientes para configurar un orden político que aspire a la justicia social. Los intentos de John Rawls o Jürgen Habermas por justificar lo anterior parecen no haber tenido el éxito que prometían. Y es que cuando no hay horizontes comunes en torno a lo que significa una vida humana plena, entonces no hay más que correlación de fuerzas políticas.
Lo anterior no implica que el diálogo al interior de la Convención no sea posible. Es altamente deseable que exista, pero una visión demasiado cándida del diálogo político nos puede llevar a olvidar que nuestras creencias e intereses muchas veces nublan nuestra capacidad de entendimiento mutuo. Y la arena política parece tener un efecto catalizador sobre esas tendencias tan propias de la condición humana. Es precisamente por lo anterior que, en contextos de alta fragmentación moral y cultural, las posibilidades de diálogo son particularmente arduas. Si esto es así, es natural que los aspectos más procedimentales y de negociación estratégica tomen precedencia por sobre el diálogo desinteresado.
A la luz de estas consideraciones, parece extremadamente urgente que las fuerzas democráticas, tanto al interior de la Convención como fuera de ella, sean capaces de articular una estrategia capaz de corregir el rumbo que está tomando. Dicha estrategia podrá beneficiarse enormemente de las posibilidades actuales de diálogo político, pero no deberá olvidar lo precarias que pueden ser en el contexto en que nos encontramos.
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