El incierto futuro de los niños
Aún si, como sugirió Gary Becker en los años 90, la decisión de tener hijos obedece principalmente a un cálculo de costos y beneficios, no es claro que el impacto climático de mi descendencia sea el único factor relevante a la hora de tomar una decisión tan drástica.
La fiesta de Navidad que recientemente celebramos los cristianos se centra en un hecho de suma simpleza y profundidad: el nacimiento de un niño, en la pobreza de un pesebre. Quien no comprenda lo que significa este hecho para los cristianos podrá verse tentado a pensar que quizás fue injusto traer a este mundo a un niño que iba a nacer en esas condiciones. Y eso es justamente lo que está ocurriendo, aunque por razones muy distintas, entre muchos jóvenes. Un ejemplo es el de Amanda Gálvez, militante de Fridays for Future, quien señaló en este medio que “traer a alguien al mundo significa una contaminación tremenda. Si a mi hoy me causa angustia pensar en que mi futuro es ambiguo, no puedo pensar en el futuro de un otro”. Amanda no está sola: se estima que un 40% de la juventud considera seriamente la posibilidad de no tener hijos para mitigar la crisis ambiental que vive nuestro planeta.
Quienes se plantean esta forma de vida lo hacen, en parte, influidos por una serie de estudios (académicos y de divulgación) que sugieren que la medida más efectiva para reducir nuestra huella de carbono es tener menos hijos. Un hijo menos, afirman muchos de estos estudios, implicaría una contribución a la crisis climática sustancialmente mayor que la de vivir sin auto, o evitar volar en avión. Usualmente estos estudios son divulgados por la prensa internacional con titulares como “Toneladas de CO2 podrían reducirse si la gente tuviera un hijo menos” o “¿Cómo salvar el planeta? No tenga más hijos”.
Ahora bien, nuestra genuina preocupación por la crisis medioambiental no nos exime de indagar qué tan sólida es la evidencia presentada en estos estudios. Y todo parece indicar que la conclusión que muchos están sacando a la luz de ella es más que apresurada, ya que la gran mayoría de los estudios que circulan en redes sociales no consideran cambios altamente probables en la política ambiental. Así, por ejemplo, es probable que los cambios tecnológicos y sociales de los próximos 20 años ayuden considerablemente a reducir nuestras emisiones de carbono. Un estudio de Founders Pledge (una asociación de emprendedores sociales) sugiere que, tomando dichos cambios en consideración, la decisión de no tener hijos no es sustancialmente mayor que la de evitar un par de vuelos transatlánticos al año.
Aún si, como sugirió Gary Becker en los años 90, la decisión de tener hijos obedece principalmente a un cálculo de costos y beneficios, no es claro que el impacto climático de mi descendencia sea el único factor relevante a la hora de tomar una decisión tan drástica. Los niños son un bien en muchos sentidos, y renunciar a traer hijos al mundo, implica también renunciar al aporte inconmensurable que ellos hacen en muchas áreas de nuestra vida social.
No es primera vez en la historia que se plantea una disyuntiva entre el crecimiento de la población, la vida, y la sobrevivencia de la especie en el planeta. Hasta hoy, estas posturas han demostrado ser más una desproporcionada reacción de pánico frente a los cambios, que un diagnóstico real sobre el futuro. Considerar el problema climático no puede llevarnos a olvidar cuál es el primer sentido de conservar el planeta: preservar el lugar donde florece la vida humana.
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