González Vera y la globalización
Por la atención que presta a los detalles, el autor de Necesidad de compañía no tiene punto de comparación en nuestra literatura.
LA TRAYECTORIA de algunos escritores resulta inseparable de las revistas que difundieron gran parte de su obra. Es el caso de Chéjov y Tiempo Nuevo o el de John Cheever y The New Yorker. En nuestro país está el de José Santos González Vera y Babel, publicación que a partir de 1939 y durante 12 años se editó en Santiago. En el comité editorial estaban Manuel Rojas, Mauricio Amster, Enrique Espinoza y el propio González Vera, quien mostraba allí sus magníficos cuentos, perfiles y también, de a poco, los capítulos que luego conformarían su autobiografía: Cuando era muchacho.
Aunque el desinterés por nuestra cultura nos ha llevado a ignorar con demasiada rapidez a figuras como Braulio Arenas, María Elena Gertner o Armando Méndez Carrasco, la ausencia de González Vera en las librerías resulta incomprensible. Por la atención que presta a los detalles, por la sutileza con que se mueve en los recovecos del alma y por el humor con que logra atemperar las desgracias, el autor de Necesidad de compañía no encuentra punto de comparación en nuestra literatura. Narradores actuales tan disímiles como Alejandro Zambra, Alvaro Bisama y Rafael Gumucio admiran su estilo inconfundible. Este último incluso ha prometido una biografía en la que, al parecer, avanza a la misma velocidad con que escribía González Vera.
Cuando en 1950 le dieron el Premio Nacional de Literatura, González Vera había publicado apenas dos libros: Vidas mínimas y Alhué. En la revista Babel, sin embargo, sorprendía a los lectores con relatos de corte kafkiano (La copia, Certificado de supervivencia) y esas historias a medio camino entre la crónica y la autobiografía, donde plasmaba sus experiencias como aprendiz de barbero, mozo de sastrería, secretario de una sociedad de carniceros y cobrador de trenes, entre otras actividades propias de quien había abandonado el colegio a los 13 años. Como es habitual, la entrega del galardón generó polémica: Luis Durand afirmó que "las obras completas de González cabían en un cuaderno de composición"; otros lo compararon con un fotógrafo de plaza de provincia.
Nada de eso ofendió a quien se definía como "un coleccionista de dudas" y que, además, tenía la delicadeza de podar sus textos cada vez que reeditaba un título, de tal manera que éstos adelgazaban con el paso del tiempo.
Tras el cierre de Babel, en 1951, el autor sacó unos pocos libros más. Varios incluyen trabajos que habían sido publicados en esta revista que hoy parece de otro mundo: era frecuente encontrar artículos de Thomas Mann, Paul Valery, Sartre, Hannah Arendt… en fin, estaban los que tenían que estar. Hojeando esas páginas, hasta la idea de globalización se pone en entredicho. Porque si bien ahora es más rápida la forma de saber lo que está pasando, también es abrumadora la futilidad y falta de jerarquía. Y los tipos enterados -queda claro- han existido siempre. Quizá la globalización se remita al hecho de estar permanentemente disponibles, conectados a un computador o un teléfono o un teléfono que las hace de computador. En otras palabras, en reducir al máximo eso que en los tiempos de González Vera se llamaba vida interior.
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