Opinión: El duelo por Barthes
La mayor virtud de Roland Barthes fue examinar los afectos con el bisturí de la razón.
Este año se cumplen tres décadas de la inesperada muerte de Roland Barthes. Es difícil evocar su figura sin considerar siempre las mismas imágenes: las fotografías en que aparece un señor de tez blanca y pelo cano, sobria y casualmente vestido, en ocasiones con un puro humeante en su mano. Sus gestos denotan la delicadeza de sus modales. El escenario es el mismo: su escritorio. Allí Barthes se encerraba a leer y escribir, asumiendo la soledad de este último acto con particular entusiasmo, porque, según sus propias palabras, "en la escritura, mi cuerpo goza al trazar, al hender rítmicamente una superficie virgen (siendo lo virgen lo infinitamente posible)".
La figura de Barthes aún divide aguas entre los lectores. Para unos, es un maestro del ensayo contemporáneo; para otros, un profesor que desarmaba libros con sus investigaciones, en las que recurría a la lingüística, el psicoanálisis, el marxismo y la filología. Fue él mismo el culpable de sembrar la perplejidad entre sus lectores, cuando se definió como un sujeto incierto, nada menos que en su clase inaugural como catedrático del Collège de France. El autor de Mitologías, El grado cero de la escritura y Fragmentos de un discurso amoroso estaba condenado a eludir la ortodoxia: sus textos reflejan la pasión que le provocaron asuntos tan disímiles como la moda, la publicidad, la fotografía, la política y, por supuesto, la literatura.
A estas alturas, cuando el tiempo ha decantado, podemos considerar que su mayor virtud fue examinar los afectos con el bisturí de la razón. Así lo corroboran libros como Roland Barthes por Roland Barthes, La cámara lúcida y, ahora, el recién aparecido Diario de duelo (Siglo XXI, 18.000 pesos), donde registra el proceso que vivió al morir el gran amor de su vida: su madre. Cubre el período de 1977 a 1979, es decir, los dos años posteriores a la pérdida.
Barthes hace confesiones, pero siempre con un pudor especial, propio de su carácter retraído. También comenta su lectura de la correspondencia de Proust, en la que ve un paralelismo con su situación deprimida. No faltan observaciones sobre el modo en que la sociedad asume este trance y sobre el lenguaje que se utiliza para referirlo.
Por ejemplo, señala que antes se llamaba "aflicción" al estado que ahora se dice "duelo". El interés de Barthes está concentrado en entender cómo es posible sobrevivir a la falta del ser amado. El 28 de noviembre, dos meses después de la muerte de su madre, anota: "Frío, noche, invierno. Estoy en donde hace calor y sin embargo solo. Y comprendo que será preciso que me acostumbre a estar naturalmente en esta soledad, a actuar en ella, acompañado, pegado por la presencia de la ausencia". Un año más tarde, con mayor templaza, escribe: "Compartir los valores de lo cotidiano silencioso (llevar la cocina, la propiedad, los vestidos, la estética y como el pasado de los objetos), era mi manera de conversar con ella".
Diario de duelo es un libro escrito con deliberada sinceridad y sutileza. Aborda con penetrante inteligencia una experiencia difícil. Leerlo ayuda a dilucidar el dolor.
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