Histórico

Por si fuera el caso

El resultado más importante de la generalización es favorecer la impunidad. Al sembrar la sospecha sobre todos por igual, se naturaliza y equipara la conducta que se pretende reprochar.<br>

EN MOMENTOS donde campea la desconfianza y sospechamos de todo, cuando cuestionamos a personas e instituciones, y la solvencia de lo construido durante años, el hacer un alegato en favor de la prudencia pudiera ser tan impopular como suicida.

 La cordura a la que me refiero no es aquella que se emparenta con la hipocresía, el eufemismo o esa defensa del statu quo que pretende minimizar la gravedad de lo que está corriendo o derechamente negar el deterioro y descomposición que nos afecta como sociedad. La sensatez que quisiera relevar es aquella capaz de observar con menos voluntarismo los hechos, enjuiciando de manera más reflexiva la realidad, haciendo las necesarias distinciones y, por esa vía, lograr la justicia y honrar la verdad.

 A mediados del 2005, tal como me instruyó un gran amigo periodista, Stephen Colbert acuñó por primera vez el término truthiness, el que definió como "la calidad de algo que se siente verdadero, aunque no haya evidencia que lo compruebe". Colbert, un comediante tan genial como delirante, explicaba que el mundo se había dividido en dos bandos irreconciliables: "los que piensan con su cabeza y los que saben con el corazón". De hecho, explicando la invasión a Irak, dijo: "si se mira racionalmente el hecho, quizás falten algunas condiciones para ir a la guerra, ¿pero sacar a Saddam acaso no se siente como lo que era correcto hacer? ¿No lo sienten aquí, en la guata?".

 Algo de esto también nos está ocurriendo. Es tal la indignación frente a los acontecimientos cuyos detalles hemos conocido en el último tiempo, la que además fue precedida de una larga acumulación de rabia ciudadana contra el poder y las elites -a resultas de tanta postergación, abusos e injusticias-, que la primera pulsión e instinto, cual vómito que brota desde las entrañas, es querer castigarlos a todos sin distinción. Se trata de una comprensible y hasta legítima reacción en muchos, la que sin embargo no estoy seguro contribuya a sanar la grave enfermedad que nos aqueja.

 Esta reacción es todavía más delicada en quienes tienen el privilegio y la responsabilidad de participar en la formación del juicio que se hacen los ciudadanos, como es el caso de los medios de comunicación y otros importantes líderes de opinión. En efecto, el primer y más importante resultado de la generalización es favorecer la impunidad, ya que la inexistencia de matices, sembrando la sospecha sobre todos por igual, sólo termina por naturalizar y equiparar la conducta que pretendidamente se reprocha. Peor aún es que se disfrace como un arresto de coraje y honestidad lo que a ratos más parece una expresión de voluntad o la pretensión por escandalizar, cuando no la simple mediocridad y falta de rigor para presentar los hechos, especialmente cuando éstos resultan incómodos o contradictorios con el (pre)juicio que se quiere transmitir.

 Para muchos esto pudiera ser un daño colateral en la cruzada por la verdad. Pero para mí es el penoso olvido de la razón que justifica y hace necesaria esta batalla.

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