Circo triste
Macron baja la escala del avión para encontrarse con un empleado del aeropuerto a quien estrecha la mano. Un anónimo funcionario chino es recibido con honores de Estado. Trump bota al suelo el audífono de la traducción simultánea y pasa de largo de la foto oficial ante el desconcierto de su anfitrión.
La sucesión de chascarros y berrinches que ha marcado la cumbre del G-20 opera como metáfora de la impotencia del poder ahí reunido. Porque ese poder debería ser considerable. El G-20 es la cumbre más encumbrada que pueda diseñarse. En Buenos Aires se reunieron esta semana líderes que representan el 81% de la economía mundial. El foro se creó en 1999, como instancia de coordinación financiera que evitara nuevas crisis como la asiática. Tras la Gran Recesión iniciada en 2008, los países entendieron que había que añadir política a la ecuación, y la rediseñaron como una cumbre de jefes de gobierno, capaz de coordinar la globalización. Su fracaso en esa tarea ha sido estruendoso. Los líderes de nuestros estados son impotentes para acordar soluciones efectivas a las grandes amenazas de nuestra época. Es que el vendaval de la globalización está arrasando con la eficacia y, por lo tanto, con la legitimidad de los estados democráticos. En palabras de Wolfgang Merkel, "la competencia internacional socava la regulación nacional, al tiempo que no hay regulación global efectiva". Los capitales financieros se mueven libremente por el mundo, obligando a los países a competir entre ellos con impuestos cada vez más bajos y regulaciones cada vez más desnudas. En otras palabras, a volverse irrelevantes.
Al respecto, la declaración de Buenos Aires se encoge de hombros. Los 20 líderes apenas se comprometen a "seguir monitoreando los flujos de capitales y profundizar nuestra comprensión de las herramientas disponibles" ante ellos. O sea, a no hacer nada.
Según datos de Kenneth Scheeve y David Stasavage, durante la edad dorada del capitalismo democrático, entre 1945 y 1973, el impuesto a los más ricos en Europa Occidental y Estados Unidos estaba en torno al 65-70%. En 2013 era de 38%, y ha seguido bajando desde entonces. Con estados incapaces de gravar a sus élites y con modestas tasas de crecimiento, el desguace de la red de protección social es inevitable. Y ello, en palabras de Wolfgang Streeck, lleva a la "creciente dependencia de los ciudadanos del crédito privado, para compensar la baja de los servicios públicos".
El mundo occidental está pasando de sociedades de ciudadanos, beneficiarios de prestaciones entregadas por Estados democráticos, a sociedades de deudores, dependientes del crédito privado provisto por entidades financieras globales. Y qué decir del poder incontrarrestable de los gigantes tecnológicos. Ese G-5 de Facebook, Amazon, Microsoft, Apple y Google, imperios globales que controlan cada día más no solo cómo nos informamos, sino por quién votamos; no solo qué compramos, sino qué deseamos.
Es tal su desafío que, pese a años de debate, el G-20 ni siquiera ha podido ponerse de acuerdo en cómo cobrarles impuestos. Mucho menos en diseñar fórmulas efectivas para aplicar políticas antimonopolio que restrinjan un poder que ha crecido mucho más allá de la fiscalización de cualquier Estado o de las decisiones de cualquier cumbre.
En ese sentido, los nacionalismos populistas tienen las respuestas equivocadas para las preguntas correctas. Efectivamente, su diagnóstico sobre la impotencia de la democracia para gobernar la globalización en beneficio de los ciudadanos es válido. La rebelión de los votantes expresada en Trump, el Brexit y los populismos europeos es un grito de auxilio, pidiendo que el poder vuelva a sus manos, desde las lejanas élites de Washington o Bruselas.
El problema es que sus remedios solo empeoran la enfermedad. El nacionalismo populista es una fuerza inerme ante problemas globales. Trump no resolverá el cambio climático ignorándolo; no detendrá las migraciones masivas amenazando con un muro, ni solucionará el futuro del empleo en un mundo automatizado con un arancel al aluminio. Estos son asuntos que ningún país por sí mismo -ni siquiera los Estados Unidos- puede enfrentar.
Al revés: los delirios del trumpismo, la rebelión antieuropea del nuevo gobierno de Italia y la locura del Brexit, solo socavan aún más la eficacia de las instituciones multinacionales, sin ofrecer nada más que falsas ilusiones a cambio.
Vistas desde esa perspectiva, incluso las postales aparentemente más relevantes de la cumbre pierden relevancia. Trump y Xi Jinping podrán darse la mano, Macron y Merkel podrán abogar por la democracia, y Putin podrá celebrar con un saludo efusivo al criminal príncipe saudí.
Nada de eso es tan distinto a los chascarros y los berrinches. Son también parte del espectáculo decadente de un circo triste, de un poder impávido, inmovilizado por mecanismos fuera de su control.
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