Opinión

En “la larga y angosta faja de envidia”

Son ya 90 años de “La chica del Crillón” (1935), una de las mejores novelas chilenas y en habla española. Su escritura no es difícil ni tonta, sino clara, ingeniosa y nunca trivial, como esa antigua que sigue comunicando 3.000 años después.

Su autor, Joaquín Edwards Bello, recurrió al clásico: una mujer dejó este manuscrito en mi oficina y yo cumplo con darlo a la prensa. El escritor no subestimó a sus lectores simulando exactamente la voz de su protagonista, sino que honestamente se disfrazó a medias de la primera persona y salpicó el texto de sus típicas observaciones magistrales.

La novela trata de una joven aristocrática, momentáneamente en duros aprietos económicos, los que podrían haberla precipitado en esa escasez que transforma el pasado esplendor en una suerte de imprecisa mitología social. Su nombre: Teresa Iturrigorriaga (así, con erres y guturalizaciones de principio a fin).

Su padre, que supuestamente mantiene un pleito por una mina de carbón, vive enfermo y escapando de la humilde morada que comparte con Teresa y una empleada milenaria, de esas nanas de la tragedia griega.

Su hija concurre al Crillón donde se codea con los frívolos del momento y también con los siúticos que le cuentan, a pretexto de ayuda, que sus axilas huelen mal. La joven se siente humillada, sale corriendo, vaga por la noche de Santiago. La señora Rubilar, una ricachona de aquellas que mantienen encendido el radar de los sentimientos nobles, la acompaña en cicatrizar esta herida y le instala un baño en la casa.

La chica del Crillón se hará rica cuando herede el patrimonio de una especie de regenta de prostíbulo, o de pensión de artistas, quién sabe, amante de su padre. Y en una escena que juega con “El Jugador” de Dostoievski, Teresa visita Viña del Mar, entra en su casino, apuesta varias veces al cero, gana, gana, gana y reparte fichas y dinero, el sueño de todo ludópata cristiano. También a la pareja de su enamorado en apuros financieros, Gastón, un diplomático extranjero, en un gesto exquisitamente vengativo de Eugenia Grandet.

Enterados de la plata, reaparecen parientes mejor posicionados que se habían olvidado convenientemente de ella, y la sometían a un vínculo ambiguo, que solo se confesaba muy en privado.

Durante los levantamientos de Lonquimay, viaja al minifundo que le había heredado la entrañable cabrona y se casa con un hacendado vecino, pariente lejano.

Aún pobre como ratón, Teresa iba con una alcancía por la calle en la colecta para los tuberculosos. Recibía grandes billetes que, intuía, eran en realidad para ella, pero los empujaba hacia dentro por la ranura. Pues “Las revoluciones ideológicas han desacreditado a la clase alta, quitándole medios para demostrar que todavía sirve para algo”.

Y todavía más pobre, el típico estudiante rubio revolucionario la latea con sus keywords: el pueblo y la oligarquía. Teresa bosteza y refuta la lucha de clases: “Andando por estas calles, los veo cómo beben o bailan en los cabarets [a los obreros]; y yo apenas he comido, y no me dan deseos de pegarles”.

Por Joaquín Trujillo, investigador del CEP

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