Opinión

Prohibir no es educar

Richard Ulloa.

La reciente decisión del gobierno australiano de prohibir el uso de redes sociales a menores de 16 años ha abierto un debate global que, aunque bien intencionado, transita por un camino equivocado. La preocupación por la salud mental, el ciberacoso o la exposición a contenidos dañinos es legítima y compartida. Lo que no es legítimo —ni efectivo— es creer que la solución pasa por cerrar puertas en vez de formar.

La medida desconoce el contexto en el que vivimos: un mundo hiperconectado, globalizado y mediado por tecnologías digitales que constituyen hoy el lenguaje nativo de la socialización, la participación cívica y el acceso a la información. Pedir que un adolescente se prepare para ese mundo sin redes sociales es equivalente a pedirle que aprenda a nadar sin entrar al agua.

Diversas investigaciones muestran que el impacto de las redes no depende principalmente de su existencia, sino del cómo se usan. La diferencia entre un espacio de riesgo y un espacio de aprendizaje está determinada por la alfabetización digital, el acompañamiento adulto y la capacidad de establecer reglas claras. Lo que reduce daños no es la prohibición, sino la educación: educación en privacidad, autorregulación, gestión emocional y comportamiento ético en entornos virtuales.

Además, la alfabetización digital es hoy una competencia clave para participar en la economía global. Desde la búsqueda de información hasta el emprendimiento y la colaboración en línea, las redes sociales son parte del ecosistema de herramientas que los jóvenes deberán dominar. Restringirlas por decreto no previene riesgos; solo ampliará las brechas ya existentes.

La prohibición también crea una peligrosa ilusión de seguridad: cuando el Estado “cierra” oficialmente el acceso, muchos padres creen que el riesgo desapareció, pero en realidad solo se vuelve menos visible. Los adolescentes, que suelen ir uno o dos pasos adelante en el uso de tecnología, no dejan de conectarse: abren cuentas falsas, usan perfiles de amigos, se cambian a aplicaciones menos reguladas, pagan VPN baratos o migran a plataformas que ni los adultos ni las escuelas conocen bien. Ahí el daño potencial es mayor, porque desaparecen los pocos mecanismos de control que hoy existen (configuraciones de privacidad, reportes, trazabilidad) y se hace más difícil detectar grooming, acoso o exposición a discursos de odio. En vez de fomentar un uso guiado, a la vista de padres y docentes, la prohibición empuja la conducta digital hacia la clandestinidad, justo donde hay menos acompañamiento y menos posibilidades de intervención educativa oportuna.

La pregunta de fondo es otra: ¿queremos formar jóvenes capaces de habitar el mundo real o limitarlos de él a costa de dejarlos sin herramientas? La política responsable no es restringir, sino acompañar. No es censurar, sino enseñar. No es impedir el acceso, sino formar criterios.

Australia ha optado por un camino paternalista que confunde cuidado con control. Chile debería tomar una vía distinta: empoderar a padres y escuelas, fortalecer la alfabetización digital y promover un uso ético y responsable de las redes. La globalización no se detendrá. Nuestro desafío es preparar a las nuevas generaciones para navegar con autonomía, juicio y responsabilidad. Y eso solo se logra educando, nunca prohibiendo.

Por Mauricio Bravo, Vicedecano Facultad de Educación Universidad del Desarrollo

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