Los 90: Los libros




“En mi infancia me gustaba tanto leer, que fui ayudante de biblioteca. A veces incluso me quedaba pegada con los libros de las casas de mis amigas cuando me invitaban.

Uno de los primeros que recuerdo haber leído fue Camilón Comilón, de Barco de Vapor. Crecí con esa colección; era parte del plan lector de mi colegio y me los devoraba. Se clasificaban por colores dependiendo de la edad: los blancos para más chicos, después venían los celestes, los naranjos y los rojos. Revisando en internet para escribir esta columna, supe que tienen muchos libros nuevos, más acorde a los tiempos actuales. Los que a mí me marcaron fueron algunos como Querida Susy, Querido Paul; Fray Perico y su Borrico y luego, más grande, uno sobre John Lennon, entre varios otros.

Pero los libros que tuvieron un mayor impacto en mí fueron los de la serie Las Torres de Malory y Mujercitas. Yo no tuve a Harry Potter, pero la saga de Enid Blyton que sigue la historia de las íntimas amigas, Darrell y Sally, me cautivó. Me hacía soñar con castillos ingleses, horas del té con galletas finísimas, uniformes elegantes, trenes y noches de escapadas inocentes. Lo escribo y me dan ganas de leerlos. De hecho, hace no tanto tiempo los busqué en varias librerías y no los encontré.

Y Mujercitas, todo y nada que decir. Me pegó fuertísimo. Jo March me parecía la mujer más maravillosa del mundo; ella también leía, ella también quería escribir, era valiente, era inquieta y curiosa. Increíble a mis ojos.

Pero no sólo amaba los libros, fui ávida consumidora de revistas e historietas como Mafalda. A pesar de no entender mucho su trasfondo, gozaba con ella y sus amigos: Felipito, Manolito, Susanita, Miguelito y Libertad. Y su familia, incluyendo a su papá, su mamá y por supuesto a Guille, su hermano chico zetudo, enamorado de Brigitte Bardot. Mi mamá era muy fan de Mafalda y estaba la colección completa en mi casa. Podía pasar horas leyéndola, aunque me la supiera de memoria. Lo mismo con Condorito.

Tengo unos primos que cuando chicos vivían en Talca y luego en Concepción, y hay dos cosas que recuerdo que me embelesaban cuando iba a verlos: un órgano en el que yo apretaba el botón “Demo” y sonaba Together Forever de Rick Astley, y un libro de Condorito. Sí, un libro. Tenían empastadas decenas de revistas, un paraíso. También me acuerdo que tenían varios de la colección Elige tu Propia Aventura, que eran más antiguos y me parece que para niños más grandes que yo, pero para mí la idea de un libro interactivo era una locura, una maravilla.

Recuerdo también los libros de los gnomos. Eran muy lindos. A mí me encantaban y mi mamá se preocupó de comprarnos varios. Esos me recuerdan a otros que veía en casas de amigas que tenían hermanos más grandes porque eran de otro tiempo: los de la colección El País de los Cuentos, clásicos que en sus portadas tenían una especie de holograma, destellante glamour para mis ojos.

Pasaron los años y dejé de leer. Tuve mis reencuentros, pero no era lo mismo que antes, eran pocas las veces en las que realmente me sumergía en un libro, porque aparecieron un montón de estímulos que cuando era más chica no existían y que me fueron abduciendo, como a la mayoría. Pero, por suerte, regresé.

Durante los últimos dos años recuperé el amor por la lectura, no me había dado cuenta cuánta falta me hacía. Leo en Kindle, lo que no es muy romántico, pero abre un mundo maravilloso (a pesar de lo nostálgica, la tecnología no es mi enemiga).

Veo a mis sobrinas y me emociona y enorgullece cuánto disfrutan sus libros, son tan importantes; incitan a la curiosidad y abren la imaginación como nada. Espero que no se alejen como me pasó a mí y puedan disfrutar de manera constante la maravilla que es conocer el mundo -y a ellas mismas- a través de las palabras”.

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