Abundando argumentos a favor y en contra de la nueva ley de alcoholes, se echa de menos un análisis objetivo respecto de si resulta ser una buena o mala política pública. Si estamos de acuerdo en la gravedad del número creciente de víctimas de accidentes en que la ingesta desmedida de alcohol por parte de conductores irresponsables es el factor común, no cabe duda que se requiere de un estatuto que endurezca las penas. La paradoja, en este caso, es que la medida adoptada consiste primero en elevar la falta, declarando ilegal, en la práctica, cualquier consumo de alcohol al conducir (independiente de si el mismo impediría efectivamente el cumplimiento de las leyes del tránsito). Un criterio bajo el cual, para hacer respetar la velocidad en una carretera de capacidad máxima para 100km/h, se rebajaría dicho límite a 70km/h, en vez de castigar únicamente a quien corre arriesgando al resto. La duda que surge entonces es, si a la hora de los resultados, los esfuerzos desplegados en multar a quienes tuvieron la mala idea de tomar una copa de vino al almuerzo, impedirán de modo eficiente que los verdaderos irresponsables continúen amenazando vidas ajenas. Algo similar a lo que ocurre cuando el foco se pone en la señora que cultiva su plantita de marihuana, más que en el cártel que vende pasta base en los liceos; o en el adolescente que baja películas de Internet, y no en los inescrupulosos que hacen negocio pirateando. Se habla de una "señal" para cambiar el patrón de conducta indeseado, pero si lo exigido no es razonable se puede terminar favoreciendo a quienes, encubiertos en una gran masa de supuestos borrachos, verán alejarse la posibilidad de ser fiscalizados ante conductas verdaderamente reprochables: les bastará negarse al alcohotest, para contar con una presunción mucho más común y socialmente aceptable que antaño. Pues aunque los palos lanzados al aire terminarán eventualmente dando con la piñata, el gran número de incautos golpeados en el proceso será un tema que sin duda dará que hablar.