Taxistas: un cartel creado por decreto
Hasta 1998, los requisitos para oficiar de taxi eran mínimos: bastaba con que el conductor acreditara que su auto tenía la revisión técnica, y con que se inscribiera en el Registro Nacional de Servicios de Transporte de Pasajeros. Ese mismo año, sin embargo, se prohibió el ingreso de nuevos automóviles al parque de taxis (Ley 19.593).
¿Cuál fue el objetivo de la ley? Reducir la contaminación y la congestión. ¿Qué fue lo que ocurrió en la práctica? Que no disminuyó ni una cosa ni la otra y que, en cambio, el derecho de taxi se empezó a transar casi como una acción que hoy vale aproximadamente $12 millones. En otras palabras, la legislación suprimió la competencia y generó algo así como un cartel (cartel que actualmente administran las automotoras).
En ese contexto, el gremio de taxistas acusa de competencia desleal a las empresas que ofrecen transporte de pasajeros por medio de aplicaciones para teléfonos inteligentes. Efectivamente, los conductores del nuevo servicio no están sometidos a las exigencias que tienen ellos. No obstante lo anterior, es evidente que estas nuevas empresas permiten que el servicio de transporte sea más eficiente: por las calles circulan automóviles solo cuando ellos son requeridos; tiende a decrecer el número de personas que utiliza su propio automóvil (es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en Nueva York) y se reducen así las emisiones contaminantes; y como si lo anterior no fuera suficiente, la evaluación que la ciudadanía hace de las aplicaciones en cuestión es categóricamente mejor que la que recibe el sistema antiguo.
Prohibir o tildar de “piratas” a estas empresas, por tanto, supone vulnerar la garantía constitucional referida al derecho de los particulares a ejercer una actividad económica. Pero, sobre todo, supone constituir a los taxistas en un grupo privilegiado en la medida en que se prohíbe, por decreto, que tengan competencia. En otras palabras, la ley que congeló el parque de taxis no ha cumplido con los objetivos que se propuso y ha creado, en cambio, una barrera de entrada que no tiene ninguna otra profesión u oficio.
Los taxistas pueden pedir reparación por ese perjuicio emanado de la autoridad, pueden ser indemnizados por los efectos perniciosos de una legislación improvisada. Pero no tienen derecho a exigir que su propio interés vaya en desmedro de los usuarios, o de emprendedores que intentan desarrollar actividades legítimas de manera novedosa. Y mucho menos pueden amenazar -como lo hicieron en la comisión de Transportes del Senado- con paralizar el país si es que no se prohíben de manera inmediata las aplicaciones que compiten con ellos. Pedir esa prohibición o aplicarla es actuar, abiertamente, contra el Estado de Derecho.
El autor es abogado.
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