Adiós a los niños
No hay medida más desesperada para un canal que recurrir a los niños. Los shows infantiles nunca fallan: se pueden vender como una entretención para toda la familia y sirven como comodín para tapar el agotamiento de las ideas y el tedio de no saber qué hacer con el prime. Eso quizás es lo que define Pequeños gigantes, el show que CHV acaba de estrenar los domingos, en el horario donde antes iba Tolerancia cero.
Adaptación local de una franquicia mexicana y construido sobre la base de una serie de duelos de equipos interdisciplinarios, Pequeños gigantes está diseñado con cierta precisión matemática. Los niños cantantes y bailarines se someten a un jurado que les permite avanzar o no en la competencia. En términos formales, la producción está a la altura y Carolina de Moras trata de desarrollar cierta empatía con los concursantes, mientras se muestra un escenario donde los padres aplauden y se felicitan de las gracias que hacen sus hijos. Los jurados, por supuesto, son acogedores y simpáticos al modo de profesores hippies o padres sustitutos.
De este modo, en la superficie, no hay nada malo en el show. El azúcar y la cebolla están envueltas en un formato que permite transitar del humor improvisado a la inefable nota sobre algún drama humano. Por supuesto, hay acá una explotación de la ternura como si fuese la bencina que ayude a incendiar el rating, pero eso es el recurso más básico de todos: es imposible resistirse al puchero que precede al llanto de un infante, a un chiste soez contado como una gracia, a los movimientos descoordinados de una niñita que imita el baile del caballo, apropiándoselo. Es una explotación divertida; es entretención pura amparada en la falacia de que los niños repiten en el set lo que hacen en el living de su casa al modo de las promesas de triunfo que los ciudadanos a pie esbozan como sueños mojados en shows como Talento chileno o Mi nombre es.
Pero se trata de un equilibrio. El viejo García Márquez, en una columna publicada hace décadas, decía que podía reconocer en los textos producidos por niños que leía por diversas razones, dónde comenzaba la mano de un escolar y terminaba la de sus padres. García Márquez percibía que una falsedad radicaba en la hipercorrección, en la claridad de la escritura, en la precisión de la sintaxis y la ortografía, como si la perfección de estilo delatara las imposturas. En un programa como Pequeños gigantes es posible percibir lo mismo. A diferencia de esos niños viejos del Clan Infantil de Sábados Gigantes, acá hay una pretendida frescura que en verdad es artificial, acaso la sospecha de la posibilidad de que por ahí puede despegar una carrera en el mundo del espectáculo.
Desaparecida la cantera que fue alguna vez Rojo, la tele local ha venido fracasando en la búsqueda de una nueva generación de artistas a los que formar en sus pantallas, ofreciéndole al espectador el espectáculo de verlos crecer en público. Pequeños gigantes quizás aspira a llenar ese hueco. El solo hecho de que se trate de un programa original de Televisa no deja de provocar suspicacias: la industria del entrenamiento mexicano es una máquina de moler carne que atrapa a sus artistas desde la más tierna infancia para deformarlos de cara al éxito masivo. Así que hay que decir adiós a toda inocencia; el show de talentos es en realidad un modelo de negocios feroz, que descansa en la promesa de un futuro rutilante donde los niños dejan de ser niños al querer convertirse en estrellas de tv y asumir ahí, en el escenario, un destino tan asombroso como deforme.
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