Agárrate, Catalina




Este dicho popular es rioplatense, pero existe una disputa sobre su origen.

Una versión lo sitúa en los circos populares que recorrían los barrios de Buenos Aires en la década del 40. En uno de ellos había una trapecista llamada Catalina, quien descendía, como es habitual en las familias circenses, de una larga tradición de trapecistas.

Pero su familia tenía una macabra particularidad. La bisabuela, la abuela y la madre habían muerto ejecutando sus números. La intrépida Catalina no se amilanó ante semejante mala suerte o falta de talento genético y se hizo trapecista.

Ello constituía un elemento de morbosa atracción para el público. Cuando ella actuaba le gritaban: "Agárrate, Catalina, agárrate bien" y Catalina lo hacia. Pero su destino parece que estaba escrito, porque en una ocasión, cuando ya concluía su actuación, apuntaron mal y el hombre-bala se fue derechito al torso de Catalina, matándola en el acto.

La otra versión, menos trágica, le agrega al dicho la frase "que vamos a galopar". Esa es la que yo conocí desde niño. Se dice que su origen tiene que ver con el famoso jockey uruguayo Irineo Leguisamo, a quien Gardel inmortalizó en el tango Leguisamo solo, con música y letra del piamontés Modesto Papavero. Cuenta la leyenda que Leguisamo montaba una yegua de nombre Catalina, y cada vez que se corría una carrera le decía: "Agárrate, Catalina, que vamos a galopar".

En todo caso, el dicho en cuestión se utiliza para significar que enfrentaremos una situación difícil, peligrosa, impredecible, que entraña un riesgo fuera de lo común y que requerirá de nosotros un gran coraje y también inteligencia para encararla de la mejor manera posible.

Tengo la impresión de que es la actitud que debemos tomar frente al inicio de la presidencia de Trump.

Quienes eligen al presidente de los Estados Unidos son ciudadanos estadounidenses, pero tratándose de la mayor potencia económica, científica, tecnológica y militar, los efectos de esa elección los debemos soportar el conjunto de los terrícolas.

Como suele suceder en la historia, creo que no tuvimos una real conciencia de la importancia civilizacional que tuvo la presidencia de Barack Obama, más allá de los errores que pudo haber cometido.

La orientación de su gobierno, particularmente en la esfera internacional, estuvo guiada por aquello que Joseph Nye caracteriza como "smart power", el poder inteligente que favorece las salidas negociadas y pacíficas por sobre la amenaza constante y el uso de la fuerza.

En un período más bien de tendencias negativas en la economía y la política mundial, fue muy importante contar con ese tipo de liderazgo a la cabeza de los Estados Unidos durante estos años.

Con un liderazgo diferente, que no hubiera contribuido a aminorar la crisis financiera del 2008, sin capacidad para lograr salidas negociadas a tensiones políticas, que hubiera enfrentado el terrorismo islamista sin separarlo de la fe musulmana, poco favorable a la autonomía de América Latina y reticente a alentar una Europa unida, el balance podría haber sido mucho más adverso para el mundo entero.

Sin embargo, el singular sistema electoral americano nos deparaba una aguda sorpresa. Se había acumulado una gran polarización y muchos rencores en los sectores más conservadores de esa sociedad que alentaron un nacionalismo ciego y que generaron una oposición obtusa a la reforma de salud que llevó a cabo Obama.

La dimensión de estos miedos frente a un mundo que cambiaba y que un sector de la sociedad norteamericana leía como algo hostil no fue suficientemente comprendido por los demócratas y los republicanos los alentaron con irresponsabilidad, abriendo así un campo propicio para una aventura populista y antipolítica.

La candidata demócrata no logró movilizar a las minorías ni a los sectores más abiertos y progresistas en número suficiente. El matonaje verbal y el juego sucio hicieron el resto.

El discurso rudo, misógino, patriotero, antiinstitucional, amenazador, proteccionista, antiinmigratorio y de nostalgia por un poder imperial triunfó, proponiendo un gran cambio regresivo.

Un multimillonario sin escrúpulos se presentó como abanderado de los perdedores de la globalización y logró unir a conservadores, religiosos sectarios, pueblerinos y rurales, hombres blancos avanzados en años, con poca escolaridad y mucho miedo a la diversidad, para proponer una América musculosa, egoísta y conservadora, que terminó por imponerse sobre la América del conocimiento, de la cultura, de la diferencia, de la apertura al mundo, que se presentó sin audacia y carente de atractivo.

Lo que comienza ahora es muy impredecible y lo que es predecible no luce bien.

Como los planteamientos son toscos, pero vagos, existe la esperanza de que una vez en los comandos, el ruido y la furia se atenúen, que los mecanismos de balance de una democracia sin interrupciones permita una menor intensidad de las propuestas más amenazantes en lo social y para los migrantes en los Estados Unidos, como también para los equilibrios geopolíticos a nivel global.

Pero, por ahora, no tenemos indicios que nos permitan anidar muchas esperanzas. Los equipos de gobierno brillan más por su dinero y sus medallas de guerra que por su experiencia política y su cultura.

El temperamento de Trump, al igual que su laborioso peinado, continúan siendo los mismos y sus gestos hoscos y autoritarios también. No hay un gramo más de modestia en sus actos, sigue dando consejos no solicitados y su interés por el mundo parte en él y termina en él.

No es raro que Putin esté contento; Marina Le Pen, embobada, y que el inefable Maduro, imagino que después de un ejercicio intelectual extremadamente trabajoso, haya concluido que Trump no puede ser peor que Obama.

¿Cómo debe manejarse Chile en las actuales circunstancias?

Por supuesto, con serenidad y aplomo. Somos un país pequeño en un mundo que va a ser cada vez más áspero. Nuestro esfuerzo deberá dirigirse a reforzar nuestra solidez económica e institucional frente a los impredecibles avatares futuros, sostener nuestras convicciones históricas de reforzar las reglas, las instituciones y los acuerdos multilaterales. Defender una economía internacional abierta, que es la base de nuestro desarrollo, recuperar un rol más activo en una construcción latinoamericana que avance más rápido, sostener los tratados bilaterales, defender el libre tránsito de las personas, mantener una relación estrecha con los países que empujen en esa dirección en la región y en el mundo, con especial empatía con los que compartimos principios democráticos, respeto a la diferencia y defensa de los derechos humanos.

Otto von Bismarck, importante hombre de Estado prusiano de la segunda mitad del siglo XIX, que solía decir que las leyes son como las salchichas, es mejor comerlas sin saber cómo se prepararon, señalaba también que "Dios tiene especial resguardo hacia los locos, los borrachos y los Estados Unidos de América".

Esperemos que siga teniéndolo durante la presidencia de Trump y, de paso, nos resguarde a todos.

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