Amanda: la hora de los clásicos
Ahora que está de moda poner al aire cualquier programa perdido en las bodegas de los canales, quizás sería interesante rescatar las viejas telenovelas que Arturo Moya Grau (1920-1994) escribió en la década del ochenta. Moya Grau, como guionista, tenía un talento único para urdir tramas enrevesadas de venganza y odio social, donde el crimen era parte importante del argumento. Ahí está La madrastra para probarlo pero también La última cruz, que era una bomba de relojería tan perfecta como cruel donde el rictus desfigurado de Tennyson Ferrada era capaz de sintetizar la perversidad de su época. En ese contexto, La noche del cobarde (1983) fue uno de sus mejores trabajos. Ahí, una cantante (Jael Unger) volvía a vengarse de quienes habían abusado de ella hace años. La trama incluía juegos de espejos de diverso tipo, identidades cambiadas y esa sensación de sospecha y amenaza que era uno de los mejores atributos de su autor, haciendo del culebrón un teatro de la crueldad inolvidable.
Creada por Luis Ponce, Amanda (15 horas, Mega) puede ser vista como una vuelta a ese tono oscuro que Moya Grau construyó en sus melodramas. La historia de la enfermera que vuelve a vengarse al fundo donde los cuatro hijos del patrón la violaron en la adolescencia es asfixiante y demoledora y compone una tragedia atroz en la que cada capítulo profundiza tal y como hurgara en una herida abierta. Ahí Daniela Ramírez, como protagonista, luce tan frágil como violenta y los apuntes que el show hace sobre la vida de la familia Santa Cruz (encabezada por una Loreto Valenzuela que actúa con la maldad de una diva mexicana) son tan horrorosos como intolerables. Basta ver el capítulo inicial, cuyo mejor momento está marcado por el contrapunto entre los recuerdos de la protagonista sobre el abuso con una escena donde los hermanos que la perpetraron beben juntos y hablan de la vida, refiriéndose a cómo hay que tratar a las mujeres y ordenan el mapa deforme de su moral.
Amanda está trazada a partir de este contraste entre el silencio del trauma y la violencia de las palabras que lo esconden, algo que sirve para dibujar un paralelo entre los ritos familiares de los patrones del fundo y la mudez estoica de los inquilinos al modo de un abismo hecho de agresión y sometimiento. Esto le da un aire clásico al relato porque hace que planee sobre la telenovela una tensión que no veíamos desde hace tiempo. No hay acá un relato consolador, de hecho hay apenas hay chispazos de humor o tiempos muertos pero eso es lo que permite que Amanda sea tan triste como adictiva, tan extrema como interesante. Que posea un elenco pequeño solo aumenta la asfixia y la sensación de claustrofobia que le dan sentido al drama pues todo sucede en universo reducido que amplifica los silencios hasta volverlos intolerables.
Por lo mismo, tiene sentido el horario donde se exhibe la telenovela: las tres de la tarde. A primera vista, llega a sonar surreal que ésta sea la hora perfecta para el melodrama más carnaza o los experimentos más radicales de nuestros culebrones. O quizás no; esa es momento del contrabando y del experimento, es el minuto exacto en que el rating no pesa y la tele local quizás se libera de la infantilización a la que está sometida el resto del tiempo. Aquello se agradece por un lado porque supone la idea de una televisión hecha por adultos y dirigida a adultos, algo más o menos escaso estos días. Por otro lado, Amanda hurga en la tradición para replantearla, pensando en qué podrían significar esas viejas tramas ahora mismo y sugiriendo una respuesta tan interesante como incómoda y necesaria, la de una fábula feminista sobre cómo el cuerpo, la violencia construyen el orden deforme de la familia chilena.
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